Óscar Alonso
Oscar.alonso@colegiosfec.com
Una reflexión desenfadada en torno a la labor de los directivos en nuestros colegios
Trabajé el aire, se lo entregué al viento:
voló, se deshizo, se volvió silencio.
Por el ancho mar, por los altos cielos,
trabajé la nada, realicé el esfuerzo,
perforé la luz, ahondé el misterio.
Para nada, ahora, para nada, luego;
humo son mis obras, cenizas mis hechos.
…Y mi corazón que se queda en ellos.
(Ángel González)
Cuando uno dice que sí a dirigir o a formar parte de un equipo directivo de un centro educativo lo dice desde el convencimiento de que es un servicio, de que pasará pronto, de que irá bien, de que quien más quien menos te apoyará, de que uno va a dar todo lo que tiene (y hasta lo que no tenía), de que aprenderá por el camino muchas cosas, de que al fin y al cabo es un puesto y una responsabilidad compartida con un equipo, de que quizás el Señor asista lo que pensemos, decidamos y hagamos, de que los errores se notarán poco o pronto serán subsanados por aciertos, de que uno jamás cometerá los despropósitos que ya conoce, de que intentará ser y hacer todo lo bueno que encontró o deseó encontrar en sus predecesores, de que serán muchos más los días buenos que los días que mejor no hubieran aparecido en el calendario, de que al mal tiempo buena cara y de que no hay mal que cien años dure, de que nadie es perfecto, de que dirigir quizás no sea tan difícil, de que gestionar personas será gratificante, de que jamás uno tendrá que amonestar a alguien por no hacer su trabajo o, peor, por hacerlo mal, de que las familias apoyarán las medidas justas que se tomen, de que la Administración será lúcida, razonable y justa cuando sea necesaria su intervención, de que el colegio quedará mejor de lo que lo encontramos cuando nos comprometimos a dirigirlo sabiendo lo que somos, cómo somos y lo que soñamos de nuestra escuela.
Y la realidad, que es muy tozuda, y la ley de Murphy, que no nos abandona nunca, nos demuestra año tras año que dirigir un colegio no es un trabajo, como no lo es dar clase, sino un servicio, un arte y un compromiso que llega a ocupar toda nuestra vida, todo cuanto pensamos, decidimos, evaluamos, proyectamos y amamos. Dirigir un colegio es realmente una vocación que te invitan a abrazar y termina conquistándote, aunque solo sea por unos años. Todo ello sin olvidar que lo que creemos es lo que creamos.
La labor de dirección es extensa e intensa. Nos mantiene en alerta muchas horas, requiere de nosotros estar atentos, respetar ritmos, acompañar procesos, soñar despiertos, soñar escuela, mantener siempre los pies en la tierra, afrontar las crisis con realismo y serenidad, mantener siempre el equilibrio entre la firmeza y la ternura, estar solos y acompañados, acompañados en la soledad y sabernos siempre enviados y apoyados. Conlleva cambios a nivel personal que no son para nada insignificantes: nuestras familias, nuestras relaciones, nuestras responsabilidades, nuestra conciencia, nuestra carga de trabajo, nuestra atención constante, nuestro disfrute personal, nuestro gozo al sentir que estamos donde debemos estar y que hacemos lo que podemos con lo que somos y tenemos.
Me gustaría proponeros una reflexión sobre el trabajo y servicio como directivas y directivos usando como excusa algunos títulos de programas televisivos. Espero que nos sirvan para provocar una reflexión y un diálogo sincero con los compañeros de fatigas.
El inicio: un episodio entre La casa de tu vida y el Ahora caigo
Cuando comenzamos un período directivo, muchas cosas, quizás no todas, son nuevas o, mejor dicho, todas se ven desde otro lugar. Nos hacemos cargo del colegio y tenemos en la mente y en el corazón cómo es —cómo queremos que sea— el colegio perfecto, el colegio soñado por todo directivo, un colegio bien dirigido, con horizontes claros y compartidos, un claustro contento, unido, cooperativo, colaborativo, nada rutinario y muy creativo y trabajador. Y tras unos días (a veces horas) en el cargo, caemos en la cuenta de que los sueños, sueños son y que lo primero que nos toca hacer es hacernos cargo de lo que ya había y que el colegio de nuestros sueños, el colegio de nuestra vida va a tener que esperar un poco. Comenzamos a ejercitar la paciencia, la necesidad de tener tiempo para nosotros, el discernimiento a la hora de tener que abordar unos temas u otros y, sobre todo, caemos en la cuenta de que dirigir comporta, entre muchas otras cosas, pedir ayuda, confiar en la Providencia y respetar ritmos.
La cotidianidad: un episodio entre Hay una cosa que te quiero decir y La que se avecina
Con el paso del tiempo, todos nos hacemos con la situación y vamos teniendo tiempo hasta de pasar por la sala de profesores, bajar a la puerta del colegio a saludar a los alumnos cuando entran y hasta el sentido del humor se nos despierta. Claro está, la felicidad es algo temporal y cada jornada escolar hacemos frente a imponderables que surgen, no sabemos muy bien de dónde ni por qué. Uno de ellos es cuando algún profesor se nos acerca un lunes, como el que no quiere la cosa, nada más entrar y nos dice «hay una cosa que te quiero decir…», «cuando tengas un momento…». Eso nos anima mucho y marca cómo va a ir la mañanita. Cuando finalmente tenemos un hueco para escucharle, nada más salir de nuestro despacho pensamos «la que se avecina» va a ser bonita. Son las batallas cotidianas, las que más desgastan, las que nos roban mucho tiempo que podríamos emplear para otras cosas, las que la gran mayoría de las veces son de vida y muerte para el que las plantea, aunque para los demás sean simplemente cuestiones que uno mismo se puede resolver sin más. Comenzamos a ejercitar la escucha activa, la teoría de «o filtro o perezco». Sentimos que dirigir es más que estar, hay que ser y dejar ser… acompañar procesos.
Ensayos y errores: un episodio entre La rueda de la fortuna y el Saber y ganar
Cuando lo cotidiano está bajo control —qué eufemismo— la vida nos da un respiro y comenzamos a poner en marcha inventos, innovaciones, nuevas técnicas, algunas nuevas propuestas de trabajo, de colaboración, de coordinación, de delegación… que hacen que el ambiente sea más relajado y que uno vea que todo es posible cuando todos somos capaces de subirnos al carro de la suma y la multiplicación. Es entonces cuando participamos en La rueda de la fortuna donde no perdemos nada, solo podemos quedarnos como estábamos o mejorar, y donde descubrimos que Saber y ganar cuesta, cuesta mucho, pero merece la pena el trayecto realizado casi más que los resultados. Comenzamos a ejercitar una dirección que nos exige formación, dedicación, actualización y leer mucho. El colegio despega… y lo sabes.
Conflictos y revoluciones: un episodio entre el Aquí no hay quien viva y Al rojo vivo
En el transcurso de los meses también hay espacio a veces para sentir que del barco en el que uno ha subido y del que además es el capitán o miembro de su equipo, le gustaría a uno bajarse. Cuestiones personales, cuestiones de liderazgo, de cansancio personal, de agotamiento intelectual, de flojera general, de excesiva auto exigencia… nos hacen zozobrar y pensar que todo está Al rojo vivo, que no hay nada salvable, que «todo me pasa a mí» y que «por qué diría yo que sí».
Es la sensación de que Aquí no hay quien viva. Sentimos cuestionada hasta nuestra autoridad. Creemos que todo el mundo mira con lupa cada movimiento, cada palabra, cada comunicación, cada silencio, cada decisión… y entramos en un bucle del que no es posible salir si uno no coloca los conflictos y las revoluciones cotidianas en su sitio, se aleja de ellas y se permite ser, dejar ser y dirigir en equipo sin perder la razón última de los centros, su norte y su misión. Son tiempos recios, duros, difíciles, que hay que atravesar. Son tormentas que nos obligan a aferrarnos fuertemente al timón y que solos no podemos soportar. Comenzamos a vivir el servicio de la dirección asumiendo los desencuentros, las críticas… la dinámica de la cruz. Pasión con pasión se supera. Como cantara Camilo Sesto, «vivir así es morir de amor».
Tiempos calmos: un episodio entre Cine de barrio y Qué tiempo tan feliz
La vida directiva también nos concede tiempos de mar en calma. El equipo directivo se parece al equipo de tertulianos de Cine de barrio (salvando edades, mentalidades y postureos): todos ven lo mismo, todos están de acuerdo, todos recuerdan lo bueno, todos se mantienen frescos y lozanos, todos olvidaron disputas pasadas y se sienten como al principio de su carrera. Nuestra labor directiva invita a decir aquello de Qué tiempo tan feliz y se siente en cómo trabajamos, en cómo nos relacionamos y en cómo el sentido del humor se hace presente en reuniones y encuentros. Son épocas que hay que disfrutar mucho porque pasan demasiado deprisa. Son épocas buenas para sembrar, para elucubrar, para proyectar… para disfrutar del servicio que realizamos al frente de la dirección del centro. Nos sentimos orgullosos de lo que hacemos y, a pesar de los pesares, disfrutamos de lo que somos y hacemos. Y se nos nota.
En nuestra institución siempre tenemos, además, la posibilidad de gritar con ese Sálvame y la seguridad de que siempre alguien nos asiste: el equipo de titularidad, el comité, los otros directores generales, nuestros compañeros de equipo directivo… nuestros mejores y peores episodios los vivimos juntos. Y si la cosa nos supera por todos los lados siempre existe el Sálvame Deluxe. Creemos firmemente que nuestro trabajo es un privilegio y que nunca estamos solos. Dirigimos poniendo toda nuestra vida en juego. Estamos convencidos de que crecemos cuando servimos y aprendemos dirigiendo. Juntos hacemos escuela y educamos personas desde la alegría del Evangelio.
Como dice Ángel González en el poema que introduce esta reflexión desenfadada, después de nuestro trabajo, mucho más allá de nuestros aciertos y errores, de nuestros éxitos y fracasos, «nuestro corazón se queda en ellos». Y eso no se paga con dinero. Simplemente requiere un Gracias por venir.