Fernando Donaire, OCD
@fdonaire72
Teresa de Jesús nos lleva hasta Elías y en ese viaje nos transporta también a la experiencia fundamental de un profeta que entrega su vida al «Dios de la Verdad». Una verdad que se manifiesta desde en la presencia del fuego que deja en evidencia a los idólatras. «El Dios que responda con fuego, ese es Dios»[1] les dice Elías a los profetas de Baal. Y el fuego de Yahvé se hizo presente devorando el holocausto y la leña a la par de los sueños que aquellos profetas que habían construido sus esperanzas sobre humo.
El fuego trajo a la vez el agua deseada que empapó la sequía de las gentes iluminadas por Baal con la menesterosidad de una pequeña nube sobre el mar. Agua, fuego y el toque delicado con el que el profeta es ceñido por la mano de Dios.
Pero a pesar de la hazaña, Elías tenía que hacer aún el camino más largo, el que le llevó a las puertas de la presencia, en el Monte Horeb, a la morada de Dios. Alimentado por manos de ángeles, Elías caminó hasta la cima. Y cuando llegó a lo más alto, su corazón ardía por el celo de Dios, abrumado por las ruinas de los altares y el abandono de la Alianza. Y en esa experiencia interior que le brotaba como fuego en sus entrañas, Elías alcanzó la cima y esperó allí a su Dios. Tuvo que soportar la embestida de huracanes y el fulgor del fuego arrasador hasta que cubrió su rostro con las manos cuando sintió el leve roce de una brisa tan suave e imperceptible que no podía ser más que Yahvé.
El hombre vestido con un manto de pelo y ceñido con una faja de piel siguió sirviendo a Dios, y de manos de los ángeles, actuó como mensajero ante la desidia de los hombres que se empeñaban en volver una y otra vez a adorar a dioses falsos.
El final de Elías tenía que estar relacionado con el fuego, esa presencia de Dios purificadora y a la vez salvífica, y así fue, como en un torbellino, fue arrebatado al cielo ante la ofuscación del bueno de Eliseo que se empeñó en acompañarlo en su último viaje.
Al pie del Jordán, Eliseo pudo ver obnubilado como se volvieron a abrir las aguas mientras que Elías antes de partir, manto en ristre, le deja en los labios la petición de un deseo. «Que tenga dos partes de tu espíritu». Y Elías lo miró con cariño y le pidió que abriera bien los ojos. El torbellino de la subida no impidió a Eliseo ver un carro tirado por caballos de fuego mientras que el padre y el amigo se transfiguraba en su presencia.
Cuando se hubo calmado el esplendor, miró al suelo y vio el manto de Elías. Lo cogió entre sus manos a la par que el espíritu de Elías fue llenando hasta las últimas esquinas de su existencia.
Los educadores y los agentes de pastoral tenemos en Elías un ejemplo a seguir en dos cualidades que muestra a través de su historia. El celo por la gloria de Dios y la capacidad de descubrirlo en las cosas pequeñas. A cualquier educador se le supone el celo, la pasión, la vocación en la realización de su trabajo, un trabajo que en la mayoría de las ocasiones no es nada explícito, sino que se esconde en el interior del proceso de unos alumnos que están aprendiendo a vivir. Y en ese terreno de la experiencia es donde tienen que librarse las batallas de las metodologías y los principios, en el terreno de lo real y a la vez escondido. En el terreno de la vida de los alumnos que va sucediéndose al ritmo de los descubrimientos.
[1] Para todas las referencias de Elías, cfr. 1Re 17-18; 2Re 1.
Descarga el artículo en pdfRPJ 546 – febrero 2021 – Portavoces de la luz y del fuego – Fernando Donaire