“Ponte a salvo, no mires hacia atrás ni te detengas, huye hacia la montaña para que no perezcas.”
(Gn. 19, 17)
Mirar hacia delante para sobrevivir. Caminar. Encontrar una ciudad pequeña, acogedora, para refugiarme. Tal vez un consuelo al que aferrarme, algo así como los hoyuelos en la sonrisa de mis hijos, como el abrazo de mi compañero. Un refugio humilde, como mi propia casa inundada de sol.
Si miro hacia atrás quedaré paralizada. Bloqueada por el dolor y el horror de la destrucción. Si me quedo ahí ya no podré moverme, mis pies se clavarán en la tierra, mis manos se crisparán, la sal de mis lágrimas agarrotará mi corazón y moriré.
Por eso trato de mirar hacia delante, sorteando como puedo las imágenes dolorosas que bullen dentro de mí, tratando de distraerme de ellas pensando dónde debo posar el pie para el siguiente paso.
No puedo recuperar las hojas del calendario, no puedo borrar las semanas anteriores, no puedo volver al punto en el que estábamos, felices, tranquilos, en paz. Debo huir de lo ocurrido sin mirar atrás.
Debo ponerme a salvo.