Una de las grandes experiencias históricas del pueblo de Israel fue, sin duda, el destierro en Babilonia. Destruida Jerusalén y lo que es peor, arrasado el Templo de Dios por el rey Nabucodonosor, el pueblo santo se siente totalmente perdido. Todos los referentes desaparecen en una cultura, en una tierra extranjera a la que han llegado como derrotados. Brota el miedo a que el exilio signifique el final de su historia, como pueblo y como personas. Babilonia es el símbolo de la desolación, de la oscuridad, de la pérdida de lo que parecía seguro. Pero, incluso en esa experiencia terrible del destierro, de la vuelta a la esclavitud, Israel aprende cosas de sí mismo y de Dios, del Dios que, al final, «construirá senderos en el páramo» y los volverá a guiar a la libertad, más sabios, más conscientes de que la única base firme no es ni el poder ni la fuerza, sino Él.
En efecto, pese a la prédica de los profetas, que claman porque los gobernantes (y todo el pueblo) no olvide que Dios es Dios de justicia y libertad, el reino de Judá vive de forma injusta, olvidando a los pobres, que son vendidos como esclavos si no pueden pagar impuestos o rentas. Y, como sucedió con el faraón de Egipto, el que se comporta como un opresor, cae víctima de su propia dinámica y es oprimido por otro más fuerte. Jerusalén es conquistada el año 587/6 a.C. por el rey neobabilónico Nabucodonosor II. El Templo, la casa de Dios, es destruido, la ciudad es arrasada y una parte importante del pueblo es deportado a Babilonia.
El signo de la Alianza con Dios era la triple promesa: una tierra, un rey, un templo. Ahora todo se ha perdido: ni rey, ni templo, ni tierra. ¿Qué futuro le queda a Judá? Solo llorar lo perdido y, como un campo de huesos secos, esperar la muerte…
¿O no? Un profeta se elevará en medio de la desolación y proclamará la esperanza contra toda esperanza: Ezequiel. El profeta afirma que Dios insuflará aliento en los huesos secos y estos volverán a vivir (Ez 37,1-14). La esperanza en el Dios de la libertad nunca puede morir. Otro profeta, el llamado «segundo» Isaías, insistirá: igual que Dios nos sacó de Egipto, Él pondrá «caminos en el desierto, senderos en el páramo» (Is 43,19).
Y así fue. El pueblo vuelve a la tierra. Al final, incluso Babilonia, el centro del mal, se convertirá en fuente de vida: Esdrás, un escriba, vendrá de Babilonia a la nueva Jerusalén restaurada para dar un nuevo rey al pueblo, el único rey posible: la reina Torah (la Ley de Dios).
Tras la noche, brota la luz
Es muy posible que todos hayamos vivido la experiencia de la desolación. En un momento de nuestra vida sentimos que lo que teníamos claro y asentado, lo dado por supuesto, se tambalea. Una enfermedad, un accidente, la muerte de seres queridos, la pérdida del trabajo o una injusticia sufrida en carne propia, nos desajustan, nos sacan de nuestro estado de seguridad. Perdemos los referentes y surge la inseguridad. Entonces, es normal que estemos tentados de perder la esperanza, de sentir que ya no hay futuro. Nos sentimos como los huesos secos de la visión de Ezequiel.
Sin embargo, en Jesús, el Cristo, fiel hasta la cruz, sabemos que Dios no nos abandona. Como María, a veces no comprendemos lo que nos toca vivir, pero, en la oscuridad, esperamos en el Dios de la vida y la libertad. «Guardamos en el corazón» (Lc. 2,51) lo vivido y tenemos la conciencia de que la noche precede a un nuevo amanecer.
Es verdad, no saldremos iguales de la prueba. Cargaremos con las heridas de la esclavitud, pero también tendremos la oportunidad de ser más sabios, más profundos, de aprender a confiar siempre en la única fuente de paz y salvación, el Dios que me «sacó de Egipto».
La travesía del destierro convierte a Israel en un nuevo pueblo, que sabe que solo hay un verdadero rey: Dios. Al igual que Job, que pierde riquezas, hijos y salud, que pierde la triple bendición de Dios según el Antiguo Testamento, el sinsentido nos lleva a despejar nuestra vida de todo lo accesorio y proclamar, al clarear el día: «antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5).