Joseph Perich
Erase una vez una madre que estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en el que ella los había educado, cayendo por la pendiente del vicio.
Esta madre fue un día a desahogar su congoja a un ermitaño que vivía en el desierto.
Terminada su exposición, el monje la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba ésta hacia un prado donde solamente se veía un arbusto, y, atada a su tronco, una burra con sus dos pollinos mellizos.
-¿Qué ves? —preguntó a la mujer.
-Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos pollinos que retozan a su alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parece perderse, para aparecer enseguida cerca de su madre.
-Has visto bien –le respondió el ermitaño– aprende de la burra. Ella permanece atada y tranquila, deja que sus pollinos retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den cuenta de que están extraviados. Sé fiel y conservarás tu paz, aún en la soledad y el dolor.
REFLEXIÓN:
Enrique, de unos cincuenta años, me cuenta como un día al levantarse vio que tenía medio cuerpo paralizado. Después de un «viacrucis» por los hospitales, le sentencian que no podrá caminar y le ponen unos deberes para su mantenimiento físico. Se presenta en la casa paterna su hija, a la que ya había dado por perdida a causa de compañías no recomendables, lo coge por el brazo, lo incorpora y lo reta diciendo con convicción: «Tú, padre, volverás a caminar». Y así un día tras otro hasta que ahora ya es autónomo y se pasea por el pueblo sin bastón, eso sí con secuelas evidentes.
¿Quién lo iba a decir? Precisamente fue la «hija pródiga» la que dio la cara, y sobre todo el corazón, por su padre, que ahora está orgulloso. Por lo que tengo entendido Enrique nunca tuvo una actitud autoritaria ni se descontrola ante su hija rebelde. Este padre, sin saberlo, seguía siendo un punto de referencia fiable para ella. ¡Cuántas decepciones no nos llevamos en la vida cuando alguien de nuestro entorno ya no piensa o no hace lo que nosotros pensamos o queremos! Hijos, alumnos, compañeros, vecinos, familiares, feligreses… que no responden a nuestras expectativas. Y es que cuando esperas mucho de los otros la decepción suele ser grande, pero cuando nada esperas te suelen sorprender.
«Caminar con el otro sin esperar nada a cambio será justamente lo que posibilitará recorrer el camino juntos» (Arnaldo Pangrazzi).
Si queremos hablar a alguien, empecemos por escucharle. Y es que muchas de nuestras «verdades» son «relativas». Más que verdades son maneras de actuar que con el paso de los años y siglos van cogiendo formas diferentes. No extraña que la propuesta de Jesús no sea muy complicada: «lavar los pies» de los demás y «dejárselos lavar», amar y dejarse amar con todo el corazón por Dios y por los que tenemos o deberíamos tener al lado.
Todos recordamos la parábola del hijo pródigo. El hijo mayor, el que siempre había obedecido, «todo lo había hecho bien», resulta que a la hora de la verdad es el menos solidario. Suerte que su padre, herido en su paternidad gratuita, se mantiene firme, sin perder los estribos, y nos es un referente, ni que fuera nuestro Enrique herido sensorialmente.
Joan Manuel Serrat canta su sueño utópico: «Sería fantástico no pasar por el embudo. Que todo fuera como está mandado y nadie mandara. Que llegara el día del sentido común». No sé si llegará del todo ese día, pero sí podemos ponernos en camino. Este recorrido sólo será posible si llevamos la «mochila» del diálogo.
En palabras más sabias del mismo Jorge Bergloglio, el actual Papa Francisco, se expresaba hace cuatro años en estos términos: «El diálogo nace de una actitud de respeto hacia la otra persona, de la convicción de que la otra persona tiene algo bueno que decirme. Asume que, en el corazón, hay lugar para el punto de vista de la otra persona, su opinión y su propuesta. Dialogar supone una recepción cordial, no una condena apriorística. De cara a dialogar hay que saber cómo rebajar las defensas, abrir las puertas de la casa y ofrecer calor humano».