PINTORES DEL SULTÁN (LOS) – Joseph Perich

Joseph Perich

Un sultán reunió en su Palacio pintores de China y de Grecia. Todos presumían de ser los mejores. El sultán les pidió que pintaran unos grandes murales que estaban uno frente al otro. Una cortina separaba los dos grupos de pintores.

Los chinos estaban atareados utilizando, con gran esfuerzo, toda clase de pintura.

Los griegos en cambio orientaron de otra manera su trabajo: pulieron al máximo el muro que se les había asignado.

Unos pintaban y los otros pulían.

Cuando se retiró la cortina, el gran fresco que habían pintado los primeros se reflejaba en el muro opuesto que relucía como un espejo. Todo lo que se podía admirar en la pintura de los chinos, se reflejaba con una belleza más intensa todavía en el muro de los griegos.

REFLEXIÓN:

Acabo de despedirme de una madre que durante más de una hora ha puesto sobre la mesa lo que está viviendo en su casa: separación de su pareja con dos hijos pequeños, sin posibilidades de irse. Me sentía muy impotente pero afortunadamente con mucha paz interior mientras la escuchaba, sin apenas abrir la boca. Antes de irse me dice, todavía con los ojos lacrimosos: «Le agradezco el apoyo que he recibido y lo que me ha dicho, veo un poco más de luz».

No descubro nada nuevo reafirmando el valor terapéutico de escuchar o de sentirte escuchado. Un bello proverbio oriental dice: «El ojo ve sólo la arena, pero el corazón iluminado puede vislumbrar el final del desierto y la tierra fértil». Es posible intuir y descubrir lo que otros no ven cuando nos reflejamos en un corazón limpio y luminoso. Y es que «Lo mejor que podemos hacer por otra persona no es sólo compartir con ella nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas» (Benjamin Disraeli). La persona herida, la persona que se revuelca impotente en el barro de la contrariedad, necesita una persona -espejo- que le devuelva la imagen original de su dignidad.

Todos podemos ser ese espejo con la condición de quitarle el «polvo», pulirlo y orientarlo hacia el sol. Sin pulir, el espejo es un muro; sin la luz, el espejo es un estorbo. Se pueden hacer horas y horas de limpieza, pero si no se orienta correctamente es tiempo perdido. Es lo que ocurre con el culto a la imagen que impone a sus feligreses rigurosas penitencias dietéticas y ejercicios mortificantes. El espejo y la balanza son los insobornables confesores de esta extendida religión de la apariencia. (Francesc Torralba, La compasión, pag. 63). Desafortunadamente, encontramos muchas personas opacas, nada transparentes, «muros de hormigón», que no acogen, sino que «rebotan» y  a veces con más intensidad a la persona caída que busca apoyo. Una lectura superficial del cuento nos llevaría a proclamar ganadores a los operarios griegos que pulían, por su picardía y por la belleza más intensa del mural, pero bien mirado, sin los pintores de la otra pared no se habría logrado aquel maravilloso efecto óptico.

Me había propuesto hablar de la cuaresma y veo que me quedan pocas líneas. ¿Por qué no hacer como los «griegos»? Te invito que estos días sean consagrados a pulir el espejo de tu vida y orientarlo hacia el sol, para que puedas ver la luz en Su Luz. ¡Ah! pero, que puliendo y puliendo, no nos olvidemos nunca de ser creativos como los » chinos» del cuento.

El evangelista Lucas nos describe metafóricamente (teofanía) como, en la montaña del Tabor, Pedro, Santiago y Juan «se asustaron» al descubrir el rostro transfigurado de su amigo Jesús: «Mientras oraba, el aspecto de su cara cambió y su vestido se volvió blanco resplandeciente… Entonces salió una voz de la nube: Este es mi hijo, mi elegido ¡escuchadle!»           (Lc 9, 29).

Que cuando nos retiren el cortinaje en el último día pueda aparecer, a todo color, el gran fresco que hemos ido trabajando artesanalmente a lo largo de la vida.