PERDONAR Y QUERER SER PERDONADO RPJ 557 Descarga aquí el artículo en PDF
Óscar Alonso
Recuerdo hace muchos años cuando en la catequesis de Confirmación algunos adolescentes, cuando abordábamos el sacramento de la reconciliación, decían aquello de «por qué le tengo yo que contar a un cura mis pecados». Ya entonces, como ahora, afloraba la necesidad de formar y de acompañar a los jóvenes en sus itinerarios de crecimiento en la fe.
Y aquí sobra decir que no es verdad que los jóvenes no se confiesen. Y también huelga decir que se confiesan mucho menos de lo que debieran. Y, por último, es evidente que este sacramento, aunque no solo este, necesitan de una pedagogía y de una actualización evidente, tanto en los que lo demandan como en los que lo dispensan.
Y las preguntas que yo me hago, porque sé que se las hacen muchos jóvenes, son: ¿Es necesario confesarse? ¿Es obligatorio hacerlo como se nos dice que hay que hacerlo? ¿No se puede buscar una fórmula intermedia, mixta, rebajada? ¿Cuál es el valor profundo del sacramento de la reconciliación?
Una de las primeras cuestiones que deberíamos desterrar por siempre cuando hablamos del perdón y del sacramento directamente vinculado a este, es nombrarlo como es debido: durante muchos años se le ha llamado (y se le sigue llamando) confesión, sacramento del perdón, sacramento de la penitencia… y esto, evidentemente, tiene consecuencias, ya que se ha denominado el todo por una de sus partes, olvidando que sin alguna de sus partes tampoco resulta el todo y que no es bueno ni justo reducir este precioso sacramento a una única de sus partes, entre otras cosas porque se empobrece, se cosifica y termina usándose como una especie de lavadora en programa de lavado corto.
El sacramento de la reconciliación es una pasada
El sacramento de la reconciliación es una pasada. Y como todo en la vida y en nuestra pastoral juvenil, necesita de tiempos, de práctica, de entender el sentido, de dejarse hacer por el Señor y de sentir que todos tenemos necesidad de perdón, de pedirlo, de recibirlo y de concederlo. Este sacramento no es un juego, ni se debe reducir a un requisito o a una especie de cláusula para poder comulgar o participar en la celebración de la comunidad. Reducirlo a eso es empobrecerlo y dinamitar su sentido más profundo.
Pero antes de señalar algunas cuestiones que me parecen esenciales para nuestra pastoral juvenil respecto a este sacramento, me gustaría detenerme en algo que está en el ambiente y que requiere de nosotros una reflexión y un trabajo sereno con los jóvenes. Llevamos semanas viendo en las noticias todo tipo de incidentes entre jóvenes, en diferentes partes de nuestra geografía: peleas, enfrentamientos, pandilleros, mafias, grupos extremos, etc. Estas noticias se mezclan, a su vez, con eventos religiosos juveniles en los que el ambiente habla por sí solo y que llaman la atención por lo antagónico que resulta respecto a lo anterior: alegría, educación, disfrute, fiesta, trascendencia, anuncio explícito del mensaje religioso, paz y buen rollo.
Entre medias imagino que estarán todos los demás. No tengo ni idea si los jóvenes son conscientes del regalo que es la vida y cada nueva jornada regalada. Pero sí sé que resulta complicado, por no decir imposible, sentir que uno necesita perdonar, pedir perdón y experimentar en primera persona el ser perdonado. Seguramente sea una de las experiencias que más nos marcan a los seres humanos desde que nacemos. Nazcamos donde nazcamos.
Resulta complicado, por no decir imposible, sentir que uno necesita perdonar, pedir perdón y experimentar en primera persona el ser perdonado
Cuando uno no sabe, parece que todo se le perdona. En casa, en la escuela infantil, ante cualquier error, confusión, comportamiento u omisión nos dicen eso de «no pasa nada» que es una especie de perdonarnos todo cuanto hemos hecho mal o no hemos hecho. Pero, claro, a medida que uno crece, ese «no pasa nada» ya nadie nos lo dice, excepto los inconscientes e irresponsables, porque la verdad es que nuestro ser y hacer tiene consecuencias y nuestras decisiones y opciones sí tienen consecuencias y sí pasa algo dependiendo de lo que hagamos o no hagamos.
Y es en nuestro propio crecimiento y desarrollo cuando adquirimos experiencia de perdón, de solicitar perdón, de ser perdonados y de perdonar. Y no todos los métodos y modos de corrección son válidos. Se nota mucho cuando en su propia historia ha sido beneficiario del perdón de los demás, cuando uno ha podido reconocer su culpa y ha recibido a cambio el perdón, no a fondo perdido, sino acompañado de la correspondiente corrección fraterna y de una educación que permite sentirse perdonado precisamente porque se tiene conciencia de que no todo ni en todo estamos siempre bien situados.
Pero claro, el asunto es que en nuestra sociedad nadie tiene culpa de nada e incluso existe la creencia de que reconocer los propios errores (pecados, faltas…) es de débiles y de tontos. Muchos de los jóvenes que están en los colegios e institutos de nuestras ciudades y en ocasiones en nuestros propios grupos juveniles, siguen ciegamente a un rapero, cantante, grupo, movimiento, banda, etc. Acríticamente, sin querer conocer nada de lo que es y representa o precisamente porque comulgan con sus ideas y modos de proceder, aunque estos sean lo más antisocial y antievangélico que exista. Y aquí radica el tema: sin conciencia de la propia debilidad, de la propia vulnerabilidad y de la propia necesidad de pedir perdón y de ser perdonado, es complejo que nuestros jóvenes entiendan el sacramento de la reconciliación con el valor terapéutico y sanador que este tiene a todos los niveles.
Siempre me ha encantado la fórmula que recitan los sacerdotes cuando te imponen las manos al darte la absolución de los pecados confesados: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, en la medida que yo pueda y tú lo necesites, el perdón de tus pecados y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Cfr. CIC 144).
¡Qué bonito! Saber que si lo necesitamos el Señor perdona nuestros pecados. Qué privilegio saber que el Señor nos espera siempre. Qué suerte poder acudir al sacramento de la reconciliación siempre que queramos, sin miedo, con la confianza de hijos e hijas, sabedores de que nuestro Dios es el Dios del perdón y de la infinita oportunidad. Pero, como todo en la vida, debemos entrenarnos, dedicarle tiempo, practicar y estar siempre bien acompañados. Si frente a la no conciencia generalizada (y generalizante) de necesidad de perdón, porque nada de lo que uno hace está mal sino que es lo que «le ha salido de dentro y debe ser respetado» en nombre de no sé qué libertad y de no sé sabe qué derechos de estos tiempos, desde la pastoral juvenil no invertimos tiempo y buena formación en torno a nuestra condición antropológica y lo que significa saber reconocer en uno mismo y en los otros la culpa, la debilidad, la vulnerabilidad y las propias heridas, el resultado será que seguiremos hablando de un perdón que no experimentamos y de un sacramento que no se entiende en este contexto tan ambiguo como beligerante con todo lo que hable de religiosidad y de acceso a lo trascendente.
De perdonar no puede hablar alguien que no haya perdonado nunca o que nunca se haya sentido verdaderamente perdonado
Es por eso por lo que considero que nuestras pastorales juveniles deberían:
1.No dar por supuesta la experiencia ni la formación en torno al sacramento de la reconciliación en los jóvenes. A veces la experiencia ha sido obligante, forzada, requisito… y no una verdadera experiencia de misericordia, de reconciliación y de oportunidad. A veces ha sido una experiencia preciosa, pero en un formato que ya no sirve para los jóvenes. A veces no ha habido experiencia previa alguna, excepto la primera confesión antes de la Primera Comunión, algo que quedó ahí como novedoso, pero en la mayoría de los casos sin más recorrido. Hay que invertir en una sólida formación debidamente adaptada a los jóvenes actuales. No todo vale, pero tampoco sirve de mucho citar el Catecismo, los mandamientos y a lo que uno se enfrenta si comulga sin confesarse antes. Eso es reducir el sacramento y vaciarlo de su sentido más importante.
2. Debemos, como decía el Sínodo, «distinguir adecuadamente el ministerio de la Reconciliación y el acompañamiento espiritual, porque tienen finalidades y formas diferentes». El acompañamiento pastoral o espiritual de nuestros jóvenes es hoy más necesario que nunca pero no puede ser confundido ni superpuesto a la participación en el sacramento de la reconciliación. Son dos elementos preciosos que nos configuran y que nos ayudan a caminar, pero ninguno sustituye al otro. Debemos propiciar a los jóvenes experiencias perdurables de fe en las que el perdón y la misericordia se hagan presentes como parte de la propia vida cristiana.
3. Del perdón no puede hablar alguien que no haya experimentado ese perdón, bien recibido, bien otorgado. De perdonar no puede hablar alguien que no haya perdonado nunca o que nunca se haya sentido verdaderamente perdonado. Necesitamos dibujar bien itinerarios penitenciales apropiados para cada momento vital y de crecimiento. Pastoralmente es oportuna una gradualidad sana y sabia de los mismos, «en la que participe una pluralidad de figuras educativas, que ayuden a los jóvenes a leer su vida moral, a madurar un correcto sentido del pecado y sobre todo a abrirse a la alegría liberadora de la misericordia». Una misericordia que los jóvenes deben experimentar en la propia casa y llevar allí donde ellos se mueven.
Creo que un ejemplo importante que pone en valor lo que supone el perdón de Dios para con nosotros es la distinción entre el curar y el sanar. A los seres humanos nos curan los médicos, las medicinas, los tratamientos… siempre que curar sea posible. Sin embargo, alguien que se cura de una enfermedad siempre recuerda que ha estado enfermo, siempre está pendiente de una revisión, siempre le queda algo no curado del todo. Porque la enfermedad afecta a toda la existencia y a todas las dimensiones de la persona. Sin embargo, la persona que es sanada jamás vuelve a recordar que un día estuvo enferma. Y eso los seres humanos no podemos hacerlo ni dispensarlo. Sanar, solo sana el Señor. Y esa es la experiencia profunda de la misericordia de Dios vivida en el sacramento de la reconciliación. Somos conscientes de lo que hemos hecho o de aquello que deberíamos haber hecho o incluso de lo que no hicimos, pero el Señor nos acoge con todo ello y nos dice «te quiero con todo lo tuyo, con todas tus cargas, con todas tus omisiones, con todos tus pecados… descárgalos en mí y comienza de nuevo». Es esa la experiencia única que nos concede el sacramento de la reconciliación a los que lo practicamos. Es la experiencia de quienes quieren perdonar y ser perdonados. Merece la pena apostar por ello. Misericordia hay para rato, no vivamos ofreciendo baratijas y marcas blancas sabiendo que el Señor es más real y verdadero cuanto más se da, se nos da y nos concede su perdón.
El Señor es más real y verdadero cuanto más se da, se nos da y nos concede su perdón