Igor Irigoyen
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Al comenzar esta reflexión sobre la pastoral con jóvenes y el compromiso social, me viene a la mente un destacado texto que recientemente hemos podido leer y comentar: el documento preparatorio del Sínodo sobre «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional». Desde nuestro ámbito de la pastoral juvenil, el mero hecho de que nuestra Iglesia convoque este sínodo para 2018, centrado en la juventud y con el enfoque que se plasma del título, ya nos genera interés y alegría. Pero es que, además, en este texto inicial del proceso sinodal se recogen algunos elementos muy sugerentes en relación con el compromiso social de los jóvenes.
En particular, me refiero al apartado sobre la vida cotidiana y el compromiso social como lugar de la acción pastoral. Ahí leemos: «la fe, cuanto más auténtica es, tanto más interpela a la vida cotidiana y se deja interpelar por ella». Y poco más adelante: «Los pobres gritan y junto con ellos la tierra: el compromiso de escuchar puede ser una ocasión concreta de encuentro con el Señor y con la Iglesia y de descubrimiento de la propia vocación».
Buen punto de partida este, que, aunque a buen seguro damos por supuesto en esta reflexión, no está nada mal que un documento eclesial de este alcance lo recuerde: la íntima unión de la pastoral juvenil con el compromiso con los pobres y, en general, con un estilo de vida socialmente comprometido.
Esta unión que expresamos brota de la convicción de que la acción pastoral y la acción social no son dos dimensiones separadas, sino íntimamente ligadas: ambas son parte esencial de nuestra gran misión como seguidores de Jesús y miembros de la Iglesia, que es evangelizar nuestro mundo. Así lo expresa con rotundidad el papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios». Por ello, si la dimensión social de la evangelización no está debidamente explicitada, corremos el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral de la misión evangelizadora. Poco más adelante en la exhortación, Francisco continúa subrayando la conexión entre fe y servicio a los demás como elemento nuclear del mensaje de Jesús: «La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el bien de los demás».
Así pues, una dimensión esencial de la fe cristiana es comprometerse en el servicio a los demás, puesto que estos son para la persona creyente rostro de Dios en el aquí y ahora. Ya desde el Antiguo Testamento se afirma que quien de verdad conoce a Dios es aquel que practica la justicia con los pobres y los indigentes (Jer 22,16). Y en el Evangelio, de entre los muchos pasajes que podríamos recordar, hay alguno que nos interpela especialmente: el del juicio de las naciones (Mt 25,31-45): «Os aseguro que lo que hayáis hecho a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Sean cual fueren las circunstancias de nuestra vida, los cristianos estamos llamados a ser sal y luz para el mundo (Mt 5,13-16).
Por tanto, el compromiso social no es una mera opción para los cristianos, sino una llamada permanente, un imperativo intrínseco al seguimiento de Jesús. El compromiso con la realidad sufriente constituye un auténtico lugar teológico donde se nos revela el Misterio de Dios. Así mismo, la vocación y el compromiso son, dentro de un proyecto de vida cristiano, dos elementos que caminan de la mano: el compromiso alcanza su pleno sentido en tanto que es una respuesta a esa llamada personal, esa vocación; a su vez la vocación en sentido cristiano implica necesariamente un compromiso con los demás.
Pero el reto no es tanto afirmar esto con palabras, sino más bien dar testimonio de ello con nuestra vida. Como sabemos, la vivencia cristiana del compromiso no es siempre fácil y aparecen obstáculos, tanto personales como sociales. Entre ellos, algunas tendencias presentes en el ambiente (y también dentro de nosotros mismos) que poseen efecto desmovilizador, o al menos, de frenar nuestro impulso de servicio a los demás. Pensemos ahora en algunas de ellas.
En primer lugar, encontramos esa tendencia tan propia de la cultura postmoderna de eludir el compromiso, rechazar las ataduras y disponer de mi tiempo para dedicarlo a mí mismo y a los míos: en definitiva, la invitación a vivir la vida desde un planteamiento individualista. Un individualismo que únicamente cede en su autorreferencialidad ante la familia o personas más cercanas, y a menudo tan solo relativamente: en la medida en que estos respondan a las necesidades e intereses propios.
Junto a ella, la tendencia, presente incluso entre quienes manifiestan cierta conciencia social, de considerar el compromiso como algo accesorio de la persona, que se disocia de lo que sería «la vida real». Así, el compromiso social no se integra de forma congruente en la vida, sino que en todo caso sería más bien un añadido de la misma.
Por último, y muy relacionado con lo anterior, estaría la tendencia a ver el compromiso social como algo pasajero, un «lujo» que se corresponde con cierta etapa vital, pero que después ha de quedar inevitablemente relegado frente a otras obligaciones más apremiantes. Y, además, este replegarse a los propios asuntos ni se cuestionaría, sino que sería «lo que toca».
No pensemos que los jóvenes, por el periodo de la vida en que se encuentran, se ven menos afectados por este tipo de tensiones. Diría que más bien lo contrario, por la presión en que muchos jóvenes realizan la fase final de sus estudios y los primeros contactos con el mundo laboral, unida a la precariedad generalizada y la disponibilidad casi absoluta que les demandarán algunas trayectorias profesionales (pensemos en la movilidad geográfica, pero no solamente). Por desgracia, no es raro encontrar personas que transforman radicalmente sus planteamientos en estos momentos, inmersas en una dinámica que les lleva a centrar su vida en procurarse un buen posicionamiento profesional, casi a cualquier precio.
En relación a estas cuestiones, Rafael Díaz-Salazar (Educación y cambio ecosocial. Del yo interior al activismo ciudadano, Madrid, 2016) habla de manera muy acertada de la bifurcación existencial. Como señala este autor, «en diversos momentos de la vida hemos de optar por constituirnos como personas que se apro(j/x)iman a otros cercanos o lejanos que sufren un problema social o, por el contrario, reproducirnos como individuos que se enquistan en sí mismos y en los grupos de referencia primarios (familia, amigos, compañeros)».
Pues bien, una tarea fundamental de nuestra pastoral será invitar, proponer, interpelar, acompañar, cuidar… a nuestros jóvenes para que, ante esa bifurcación existencial, opten progresivamente por el camino de hacerse próximos-prójimos de las personas sufrientes, descubriendo que merece la pena vivir desde esta clave.
Dicho lo anterior, reiteramos que partimos de una visión de la acción pastoral en la que eso que llamamos el compromiso social no es ni un elemento accesorio ni una simple recomendación para nuestros jóvenes, sino parte esencial de la propuesta pastoral y de nuestros procesos hacia la vida cristiana adulta. Ahora bien, quizá la dificultad está en acertar en la forma en que incluimos esta dimensión social dentro nuestra pastoral juvenil, a través de los contenidos y de las experiencias que propiciamos dentro de los procesos. En este punto conviene clarificar primero qué sentido damos al denominado compromiso social, habida cuenta de que estamos ante un término tan central para el tema que nos ocupa.
En mi opinión, cuando hablamos de compromiso social cristiano debemos entenderlo, ante todo, como una forma de situarse ante la vida que implica una actitud de apertura y solidaridad hacia las demás personas, especialmente las que más sufren, y que se concreta en opciones en cuanto al uso que damos al tiempo y al dinero. El compromiso es para los seguidores de Jesús un valor estructurante, que abarca el conjunto de la persona e implica un estilo de vida alternativo: de reflexión, austeridad, responsabilidad, el lugar de los pobres en mi vida, el sentido de utopía…
Conviene por tanto diferenciar el compromiso de otro concepto, muy próximo pero que no se identifica con él, como es el voluntariado. Y es que habitualmente en nuestros ambientes solemos hablar de «tener un compromiso» cuando realmente nos estamos refiriendo a ejercer algún tipo de voluntariado social o pastoral, entendiendo por tal dedicar, gratuita y regularmente, parte de nuestro tiempo para atender una actividad de servicio a los demás, desde la vinculación con alguna organización.
No está mal este vínculo que hacemos entre los dos términos, siempre que tengamos claro que vivir en clave de compromiso es mucho más que emplear una parte de nuestro tiempo en acciones de voluntariado, sea mucho o poco. Como dice Luis A. Aranguren (Cartografía del voluntariado, Madrid, 2000), el compromiso es, antes que una actividad ocasional o permanente, una de las dimensiones que modela y constituye nuestro ser y estar en el mundo. El compromiso social es algo que ha de impregnar el conjunto de nuestra vida y, por tanto, no debiera parcializarse. Por ello, estaríamos errando si el mensaje que reciben nuestros jóvenes es que lo importante es, únicamente, apuntarse a algún tipo de voluntariado, sin que esa dimensión del compromiso se traslade a otros espacios de sus vidas: la profesión y estudios, el tiempo libre, el consumo, la ciudadanía, la vida familiar y afectiva, etc. Y, ojo, porque este no es un peligro teórico, ni para jóvenes ni para adultos: es verdad que la sociedad en que vivimos suele aplaudir el voluntariado… pero a la vez separa los gestos de solidaridad de esa supuesta vida real, en la que lo propio y natural es buscar aquello que me reporte un mayor beneficio personal.
¿Significa esto que debemos relativizar el valor del voluntariado dentro de esta visión más amplia del compromiso? En mi opinión de ningún modo, porque el voluntariado es una pieza fundamental dentro de una vida socialmente comprometida, que posee un valor educativo insustituible dentro de la pastoral y del itinerario de maduración cristiana. Y ello porque en el voluntariado encontramos algunas notas muy valiosas, como son la gratuidad, la participación social y la complementariedad. Siguiendo la reflexión de Jesús Sastre (Repensar el voluntariado social desde la doctrina social de la Iglesia, Madrid, 2004):
- El elemento de gratuidad: a diferencia de otras formas de servicio (como por ejemplo el que se presta desde el trabajo profesional), es inherente a toda acción voluntaria el realizarse de forma gratuita, sin mediar una compensación por el tiempo y el esfuerzo puestos en la tarea. Este aspecto tiene un gran valor a la hora de expresar que somos don para los demás.
- El elemento de participación social: a diferencia del tiempo dedicado a la gente de nuestra familia o entorno, el voluntariado permite ampliar el círculo de proximidad y nos pone en contacto con otras personas de nuestra sociedad, a las que en muchos casos no conocemos, pero de cuya situación nos sentimos solidariamente responsables. A menudo es gracias a la acción voluntaria que tenemos un contacto directo con las realidades sufrientes y de exclusión, abriéndonos al encuentro con una realidad de la que podríamos si no permanecer ajenos.
- El elemento de la complementariedad: el voluntariado implica poner las capacidades personales al servicio de una acción y de una entidad a la que nos vinculamos, sumándolas a las de otras personas y construyendo iniciativas, planes y proyectos conjuntos. Descubrimos que los dones, aptitudes y saberes se complementan entre sí en pos de objetivos comunes, superando el alcance del propio individuo e incluso de la organización con la que colaboramos.
Con todo ello, podemos afirmar que el voluntariado es una expresión muy cualificada del compromiso. En el tiempo de voluntariado la persona descubre, estima y verifica los valores que están en la base de su compromiso social. Por ello, desde nuestra acción pastoral debemos poner en valor el voluntariado, invitar explícitamente a él, demandando a nuestros jóvenes que ejerzan alguna forma de voluntariado, según su propia vocación, aptitudes y posibilidades.
Diría algo más: en una sociedad como la nuestra, los cristianos estamos llamados, sin duda, a intentar normalizar y extender esa cultura de la gratuidad: la lógica del don, frente a esa lógica mercantil que parece invadir cada vez más ámbitos. Estamos llamados por tanto a, en palabras de Benedicto XVI (Caritas in veritate nº 34), dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad, algo para lo que el voluntariado representa una herramienta indispensable. Lo cual no obsta, sino que más bien ayudará, a vivir también de forma socialmente comprometida otras facetas muy importantes de nuestra vida: la profesión, los estudios, nuestro papel como ciudadanos o como consumidores, e incluso las propias relaciones interpersonales.
Siguiendo en nuestra reflexión, profundizaremos un poco en la visión del compromiso a la luz de la fe cristiana. Sin embargo, afirmamos antes que el compromiso social no es algo que quede al margen de la condición de ciudadanía desde una perspectiva laica, ni mucho menos que la suplante o la sustituya. Todo lo contrario: a través del compromiso social afirmamos nuestra condición de ciudadanos, convirtiéndola en ciudadanía responsable y activa.
El compromiso es, por tanto, un espacio de encuentro entre la fe y la ciudadanía. Una dimensión que compartimos con otras personas, creyentes o no, pero en la cual el ser seguidores de Jesús nos lleva a vivirla de forma particular. La fe acentúa determinados rasgos de la presencia en la realidad social que, sin ser exclusivos de las personas creyentes, sí deben ser especialmente cuidados cuando nos comprometemos con dicha realidad desde el Evangelio. Citamos de nuevo a Francisco en Evangelii gaudium, (nº 62) por ser un texto muy sugerente en este tema:
«Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad».
La fe cristiana confiere al compromiso social una especial mística que lo hace trascender a la pura acción. El compromiso nos conecta con determinados valores y dimensiones del Evangelio, como la fraternidad, la pobreza de corazón, la comunicación de bienes, el bien común…
Qué duda cabe que, en este contexto, el grupo o la pequeña comunidad son un espacio de referencia fundamental en que se encuentran tres aspectos esenciales de la fe: la experiencia fundante del amor de Dios, la pertenencia eclesial y el compromiso social desde la opción por los pobres.
Además de esta dimensión espiritual el compromiso social también posee desde la fe una dimensión política, como llamada a transformar a fondo la realidad para construir desde ella el Reino de Dios. La Iglesia (Católicos en la vida pública, Conferencia Episcopal Española, 1986) ha acuñado el término caridad política para referirse a este aspecto: el «compromiso activo y operante, fruto del amor cristiano a los demás hombres, considerados como hermanos, en favor de un mundo más justo y más fraterno, con especial atención a las necesidades de los más pobres»”.
Por eso, sea cual sea la labor concreta en la que nos comprometemos, el cambio de estructuras debe estar siempre en nuestro horizonte: bien en acciones de incidencia directa en lo político (que, a pesar de todo, sigue siendo un ámbito necesario para el compromiso de los cristianos), bien buscando esa dimensión estructural en todo lo que hagamos.
El compromiso solidario nos ha de llevar, seguramente, a mantener una colaboración conflictiva con los poderes públicos: cooperando con ellos en la respuesta a los problemas y necesidades sociales, pero a la vez sin dejar de recordar y exigir a las instituciones sus responsabilidades y los ideales que deben alumbrar la vida pública.
Los cristianos estamos llamados a cultivar un estilo militante en nuestro compromiso social, con lo que ello implica de identificación, responsabilidad y organización en nuestra forma de entender el voluntariado y la participación. Características estas bien lejanas de propuestas light, efímeras o superficiales, lamentablemente bastante extendidas en los tiempos actuales.
Por otra parte, este modo militante de entender el compromiso social no está reñido con la ternura, ni con el cuidado de los demás o de uno mismo: casos ha habido también de un compromiso entendido como militancia total y puro activismo que absorbe la persona. Una forma de vivir el compromiso que, además de empobrecedora, difícilmente resultará sostenible en el tiempo y, probablemente, acabará generando personas cansadas, decepcionadas o desgastadas que se terminan perdiendo para el servicio a los demás.
Finalmente, otro elemento importante para el compromiso es el de la formación en todas las fases del mismo. Una formación que entendemos como proceso, un itinerario personal y grupal. El compromiso social requiere que nos formemos de la manera más completa posible, partiendo de la lectura crítica de la propia realidad en la que actuamos.
Vamos poniendo fin a estas reflexiones con algunos elementos que conviene cuidar especialmente a la hora de promover desde la pastoral el compromiso social de nuestros jóvenes. Son fruto de experiencias y reflexiones compartidas, que, por supuesto, pueden ser matizadas y contrastadas con otras visiones.
El primer elemento es algo que bien sabemos ha de estar presente en todo trabajo pastoral y de educación en valores: el testimonio. Tal y como nos dice en la Doctrina Social de la Iglesia, citando en este caso a Juan Pablo II (Centesimus annus nº 57): «su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna». Pues bien, tratándose de la pastoral juvenil, diría que la relevancia del testimonio resulta incluso mayor. Es crucial que las personas jóvenes encuentren en su entorno referentes de compromiso social: personas que, movidas por su fe, apuesten en su vida por el trabajo en favor de los excluidos y la transformación social. Y estos referentes los buscarán tanto en sus iguales como en quienes caminan unos pasos por delante en el itinerario de la fe. Ante ello, quienes acompañamos a los jóvenes debemos inevitablemente preguntarnos: ¿hasta qué punto damos un testimonio válido y creíble de una vida comprometida en lo social? ¿Ven los jóvenes en nosotros ejemplos concretos de que se puede vivir desde unos valores socialmente alternativos (uso del tiempo, el dinero y las pautas de consumo, ejercicio de la ciudadanía…)? Ciertamente, no se trata de presentarse como modelos perfectos, que no somos, —el testimonio también incluye asumir las inevitables contradicciones— pero sí resulta indispensable la coherencia de vida entre nuestros discursos y nuestras opciones cotidianas.
Por otra parte, en un terreno más práctico, debemos saber aprovechar esta primacía del testimonio y la fuerza especial que tiene entre los jóvenes, dándole cabida en nuestras reuniones, encuentros y celebraciones. Así, por ejemplo, descubriremos que es mucho más fructífero el abordaje de los contenidos y propuestas de la moral social si los acompañamos del contacto con personas e iniciativas concretas en los diferentes ámbitos: la lucha contra la exclusión, la acogida de personas inmigrantes y refugiadas, la solidaridad internacional, la economía solidaria, las finanzas éticas, las movilizaciones sociales por la justicia y los derechos humanos… Afortunadamente, muchos cristianos y cristianas están comprometidos en estos campos, ¿buscamos su testimonio, les damos espacio en nuestra actividad pastoral?
Las ideas anteriores parten sin duda de reconocer el peso de lo emocional, a menudo muy por encima de lo racional, a la hora de que los jóvenes se aproximen a realidades de pobreza e injusticia. No obstante, será necesario también complementar dicha aproximación con herramientas que permitan racionalizar y fundamentar los planteamientos relativos a lo social. Por tanto, no descuidemos aquellas vías que permiten un análisis de la realidad lo más completo y crítico posible: seguimiento de la actualidad, lecturas y recursos audiovisuales para profundizar en temas sociales, etc. Tengamos en cuenta aquí la necesidad de contrarrestar esa forma actual de acercarse a la realidad, predominante hoy con las nuevas tecnologías y las redes sociales, que no suele ser precisamente ni rigurosa, ni profunda, ni crítica.
Otro acento a destacar aquí es cuidar el sentido de proceso en el compromiso social de los jóvenes, y hablamos ahora de proceso en oposición a la mera sucesión de experiencias. Obviamente, un proceso pastoral se construye en buena parte a través de experiencias significativas que van calando en la persona ayudándole a descubrir su vocación. Sin embargo, nos oponemos a una visión del compromiso y del voluntariado desde la mera acumulación de experiencias, en beneficio del voluntario y desde un enfoque individualista e incluso consumista. Un enfoque, dicho sea de paso, que no es raro encontrar cuando se plantean, por ejemplo, estancias de voluntariado en países empobrecidos o campos de trabajo en realidades impactantes. Abordar estas propuestas tan solo desde lo experiencial, sin sustentarse en un proceso, no aporta demasiado vocacionalmente y, lo que es peor, puede suponer instrumentalizar a las personas pobres y a quienes trabajan de modo permanente con ellas.
Para finalizar, una certeza. Quienes acompañamos a los jóvenes estamos preocupados por ser buenos agentes de evangelización, que acerquen desde la acción pastoral la Buena Noticia a personas que se hallan en búsqueda. Así es, y ojalá que acertemos en esta tarea, a pesar de las dificultades y de nuestras limitaciones. Sin embargo, muchas veces descubrimos que la perspectiva cambia: el encuentro con personas jóvenes, en contextos de pobreza y exclusión en los que se vive y comparte el compromiso, nos evangeliza. Somos nosotros los que recibimos de ellos esa Buena Noticia, y no podemos sino dar gracias por ese encuentro.