Hay padres que, más que dejar a sus hijos una fortuna, prefieren que adquieran una formación y una educación en valores humanamente sólidos. Así es, en cierto modo, el legado que deja Jesús a sus discípulos. Estamos en su último encuentro, y les explicita su testamento: amaos unos a otros como yo os he amado. Esa será la señal de que sois discípulos míos. Lo mejor que podéis hacer en la vida y la mejor manera de recordarme será tratar de amaros. Esa es la mejor herencia. “Por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre” (Antonio Machado).
El Papa Francisco, al hablar de “nuestra casa común”, lamenta que “seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos”. Advierte que “no puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos”. Ya el subtítulo de su encíclica, “Sobre el cuidado de la casa común”, es significativo. No somos propietarios absolutos de nuestra parcela de mundo, sino que vivimos en un hogar en que la felicidad de unos depende en parte de la conducta de los otros. Es indispensable compartir la casa con los que viven actualmente y cuidarla para los que vayan a vivir en el futuro. Como dice un refrán de los indios americanos, “la Tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos”. La “conversión ecológica” puede ser hoy una de las exigencias del amor mutuo.
Si queremos amar como Jesús nos ama, tenemos que empezar por valorar y apreciar a cada ser humano. En Jesús destacan: su cuidado por la vida en nuestra condición humana; su insistencia en mejorar las relaciones humanas; y su respeto, tolerancia y estima hacia todos en la aceptación de la libertad de cada uno. Su amor no está hecho de imposición agresiva que no deja respirar al que se dice amar, por si se desvía. El amor supone siempre respeto, junto con la mano permanentemente tendida. No pretende que el otro responda a mis sueños sino que sea y manifieste lo mejor de sí mismo.
Hay que amar a todos, como Jesús muere amando y perdonando a los que le condenan y torturan. Al final de la Segunda Guerra Mundial, se encontró esta oración junto a un niño muerto: “Oh Señor, recuerda no solo a los hombres y mujeres de buena voluntad, sino también a los de mala voluntad, pero no recuerdes todos los sufrimientos que nos han causado. Recuerda los frutos que hemos dado gracias a esos sufrimientos: nuestra camaradería, nuestra lealtad, nuestra humildad, nuestro coraje, nuestra generosidad, la grandeza de corazón que han brotado de todo ello. Y cuando comparezcan a juicio, que todos los frutos que hemos dado sean su perdón. Amen”. El amor a tope, hasta perdonar al que me ha hecho mal y orar por él.
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado, La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros”. (Jn 13, 31-33a. 34-35)
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