“Llegaron a Betsaida, y le llevaron un ciego pidiéndole que lo tocase.”
(Mc. 8, 22)
Oigo el bullicio cuando llegas a Betsaida. La multitud me empuja corriendo a tu encuentro, te han estado esperando. Yo me quedo quieta esperando solamente distinguir tu voz entre las voces. Un castigo de oscuridad me detiene, aquel pecado que me condenó a la noche y que no consigo recordar.
Entonces alguien me agarra por el brazo. Varias personas me rodean, con palabras apremiantes tiran de mí, me conducen a través de las calles a tu presencia. Y los olores cotidianos se mezclan con el olor de la ansiedad en la gente, esperando ser testigos del milagro.
Me traen ante ti. Te gritan que me toques. Lo hacen exaltados, empujándome, como si supieran algo de esta angustia y esta nostalgia del cielo, de los montes, de la luz en los ojos. Me dejo sacudir por sus voces sin verte y sin pedirte nada.
Tal vez esa resignación te haya conmovido.
Me das la mano. Es una mano fuerte y callosa, pero cálida. Tiras de mí suavemente echando a andar, y me hago consciente entonces del temblor en las piernas, de mi propia mano floja y sudorosa en la tuya. Pero me dejo guiar como una niña, y a medida que los gritos se alejan me voy tranquilizando despacio a través del tacto firme de tu mano de carpintero.
Creo que estamos ya lejos de la aldea, de esas calles conocidas donde me guía cada piedra, cada grieta en las paredes, cada olor, cada brisa. Nunca me había alejado tanto, y sin embargo nada temo.
Te detienes en silencio. Y me acaricias los ojos con los dedos húmedos de la saliva que calienta y moldea tus palabras. Me impregnas de ti. Y escucho por fin tu voz, ¿ves algo?
Y entonces se me acelera el corazón, no es posible. Abro los ojos y distingo a lo lejos a la gente.
Y ya me parecen árboles que andan…