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«Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Y sucederá aquel día —oráculo de Yahveh— que ella me llamará: “Marido mío”, y no me llamará más: “Baal mío”. Yo quitaré de su boca los nombres de los Baales, y no se mentarán más por su nombre. Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh. Y sucederá aquel día que yo responderé —oráculo de Yahveh— responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra».
Todavía a veces nuestra gente, la gente que acompañamos en nuestros procesos pastorales, no acaban de asumir una verdad esencial: la propuesta que les estamos haciendo no es solo identificarse con una serie de símbolos o de ideas, por importantes y buenos que sean. A lo que les invitamos es a emprender un camino, a embarcarse en una historia única, en una misión personal que Dios te ofrece únicamente a ti. Y ese camino no está escrito y es muy probable que no sea el camino de baldosas amarillas del mago de Oz. De hecho, casi te podemos asegurar lo contrario, que habrá dudas, tormentas y heridas. De lo único que estamos seguros es de que no lo vas a hacer solo, de que Dios siempre va a caminar contigo, animando, acompañando, refrescando, llorando, sufriendo contigo.
Y así nos lo recuerda la Palabra. Nuestros relatos fundacionales son los de un pueblo que, fiado de Dios, emprende el camino; Abraham se fía de Dios y deja Ur hacia una tierra nueva; Jacob deja su casa, perseguido por Esaú, para pelear con Dios; Moisés abandona la seguridad del rebaño de Jetró para enfrentarse al poder omnímodo de Faraón. Y, como hemos celebrado Pascua, nunca olvidemos que a la resurrección se llega por la cruz que ha traído la fidelidad al Reino. Pero, la seguridad de las dificultades del camino no puede alejarnos de la certeza de la meta. De hecho, como nos recuerda el profeta Oseas, en el desierto habita Dios.
Oseas es uno de los grandes profetas del siglo VIII a.C. Es la época de la monarquía, cuando más poder tiene Israel. Dos reinos hermanos se miran y compiten en esplendor: uno el Norte y otro el Sur de la Tierra prometida. El sistema monárquico funciona apoyado en las desigualdades entre campo y ciudad, entre ricos y pobres. Y en ese mundo asentado, que se siente poderoso, emergen las figuras de los profetas, personas que, desde su experiencia profunda de Dios, denuncian esa injusticia como insulto a Dios y anuncian que es posible otro mundo, más justo y más humano.
Oseas es una de estas personas. Sacerdote del Templo del Norte, no puede callar ante lo que ven sus ojos. Y por ello, cansado de clamar, decide hacer gestos llamativos que sacudan la conciencia adormecida del pueblo. Él, un sacerdote, que debe llevar una vida especialmente pura por su cercanía al Santo, se casa con una prostituta. El escándalo es mayúsculo. Y, a la vez, es la oportunidad de Oseas para colocar al pueblo frente a su hipocresía. ¿De qué se quejan? Él ha hecho como Dios. Dios hizo una alianza con Israel en el Sinaí, se casó con él. «Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo» (Ex 6,7–9). Pero Israel no ha sido fiel a ese pacto. Israel ha engañado a Dios y se ha ido con los baales, los dioses que piden sacrificios de sangre por sus favores; ha roto el pacto matrimonial para vender su alma a Mammon, el dinero, rompiendo la fraternidad del Sinaí para construir una nación sobre la opresión y la injusticia, como hizo Faraón.
No es lo único que dice Oseas. Dios perdona, solo tienes que cambiar de vida, volver a casa, recordar los tiempos en que todo empezó, recobrar el amor primero. Porque la experiencia del desierto no aleja de Dios, sino que fue allí, cuando el pueblo estaba perdido, presa de la incertidumbre y la impotencia, cuando empezó la historia de amor. Dios habitaba el desierto. Cuando todo lo superfluo dejó de tener sentido, cuando las rutinas se desvanecieron, cuando solo quedó lo esencial, allí estaba Dios, Dios siempre fiel.
Nada podía evitar las penas del camino, el esfuerzo, el miedo. pero el pueblo sabía que la fraternidad que vivían en el desierto estaba guiada por Dios, presente como una columna de fuego, de esperanza, que les hacía marchar hacia nuevos horizontes. Y el cielo estaba más cerca de la tierra.
Por eso, hoy, cuando nos toca transitar por el desierto, cuando sentimos de verdad en nuestra carne la impotencia, la incertidumbre, la prueba, tenemos el testimonio milenario de que, aquí, en este desierto tan duro de transitar, está Dios. Dios nos habla al corazón y, por fin conscientes de nuestra fragilidad, nos mira a los ojos y nos llama por nuestro nombre. Yo soy tu Dios, tú, pequeño, despojado, tú eres mi pueblo. Y ese amor recuperado nos sostiene en el camino, en la esperanza que nada ni nadie nos puede arrebatar, porque está en lo profundo de nuestra experiencia. Dios nos ha hablado al corazón y lo ha transformado de piedra a carne. Nos sabemos vulnerables y, justo por eso, tomamos conciencia de nuestro ser pueblo de Dios, pueblo amado con absoluta gratuidad, pueblo de esperanza en Dios, que no en sus propias fuerzas.
Dios se ha casado con nosotros y siempre, siempre será fiel. Por eso, vuelve a llamarnos para pedirnos que volvamos al amor primero, que volvamos a recordar el lugar, los momentos en los que nos tocó el corazón, que recuperemos la experiencia de sentirnos amados radical y gratuitamente. El desierto no nos aparta de Dios, sino que lo coloca todavía más sencillo, más claro, más verdad, delante de nosotros. Esa es la promesa de Dios, esos son los textos milenarios de nuestra tradición: en el desierto habita Dios y te habla al corazón.
Como nos recuerda el profeta Oseas, en el desierto habita Dios
Dios nos ha hablado al corazón y lo ha transformado de piedra a carne
El desierto no nos aparta de Dios, sino que lo coloca todavía más sencillo, más claro, más verdad, delante de nosotros
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