La escucha tiene consecuencias y después de escuchar hay que obrar en consecuencia
A veces el título de un artículo, de un ensayo o de un libro no se corresponde demasiado con el contenido que luego presenta. Suele ocurrir cuando el que elige el título no es el autor y cuando el objetivo es que el producto se venda, no que cumpla las expectativas. Y todos hemos comprado algún ejemplar o nos hemos lanzado a la lectura de algo simplemente porque el título nos parecía magistral.
Pero me vais a permitir que este no sea el caso. Lo que expreso en el título es lo que sintetiza estas líneas. Hemos visto en este número de la revista la importancia de la escucha, lo determinante que supone escuchar a los jóvenes, las características de dicha escucha, los medios para hacerlo, los documentos que nacen de dicha escucha, el peligro de los filtros y de las traducciones (que a veces son simples traiciones, etc.). De todo eso hemos hablado.
Pero creía importante también hablar de que la escucha tiene una finalidad (o muchas) y que en este momento de la historia y de nuestra Iglesia, o escuchamos a los jóvenes (y obramos en consecuencia) o desapareceremos. «Lo saben los ángeles», como dice a menudo un amigo mío.
De oír a escuchar. Actitud y aptitud
Sabemos bien que oír y escuchar no son la misma cosa. Oír es un proceso, una capacidad fisiológica involuntaria que, en condiciones normales y sin defectos o limitaciones, permite a las personas predisponerse a la escucha. Cuando oímos percibimos sonidos a través de los oídos. Oímos, lo queramos o no, lo cual no significa, evidentemente, que entendamos o prestemos atención a lo que oímos. De hecho, me llamó mucho la atención cuando lo estudié hace años en la asignatura de neurociencia en primero de carrera, que el oído humano es un «oído selectivo», ya que oye lo que quiere escuchar e ignora lo que no le conviene oír, lo cual significa que nuestros oídos ignoran la información auditiva que no nos interesa, aunque la estemos oyendo muy de cerca, lo que nos permite ocuparnos de otros pensamientos que en ese preciso momento sí nos interesan.
Sin embargo, escuchar es una actitud que tiene en cuenta al otro, que dirige nuestra atención para oír, que quiere comprender y poner a la otra persona en el centro del diálogo. Y es que escuchar y hacerlo bien (saber escuchar) no es solamente una cuestión de actitud, sino también una aptitud, es decir, una habilidad. Posiblemente una de las más importantes en cualquier ámbito y circunstancia de nuestra vida.
Solemos afirmar que no solo escuchamos con los oídos, sino que si atendemos a cómo escuchamos descubrimos que se escucha con todo el cuerpo: con los gestos, con la mirada, con la respiración, con nuestras manos, con nuestra cercanía, etc. Y es que escuchar es otra cosa, es un acto claramente intencionado. La escucha es un proceso psicológico que, teniendo su origen en lo meramente auditivo, implica otras variables determinantes como son la empatía, la atención, el razonamiento, la motivación, entre otras. De ahí que escuchar sea la capacidad que nos hace entender, comprender y dar sentido a lo que oímos.
En la pastoral con jóvenes debemos practicar una escucha activa que va mucho más allá de una actitud, que es una aptitud que lo cambia todo. Porque se escucha por y para algo.
Escuchar a los jóvenes tiene una finalidad
La escucha, escuchar… Tiene una finalidad. Persigue un objetivo. Escuchamos algo para algo. No escuchamos por el simple gusto de comprobar que nuestros oídos funcionan. Escuchar tiene consecuencias.
Y he aquí el meollo de la cuestión. En la pastoral juvenil no se trata solo de oír a los jóvenes, porque nos cuentan cosas, porque nos piden cosas, porque expresan a su modo lo que les gusta y lo que no, lo que les atrae y lo que les aleja, lo que les llama la atención y lo que les provoca rechazo. No se trata de oírles. Necesitamos escucharles, es decir poner en marcha esa actitud y aptitud que persigue algunas finalidades.
La cuestión no es decir por activa y por pasiva que hay que escuchar a los jóvenes, que hay que dejar que hablen, que sin ellos no hay futuro, que necesitamos una Iglesia más sinodal, más colegial, más participativa, más joven… eso ya está muy visto, leído y escuchado. De lo que se trata es de conseguir que la escucha sea activa, es decir, que provoque algo, que sugiera preguntas e invite al discernimiento. Una escucha activa que cumpla con las finalidades de dicha escucha.
Existen evidencias científicas que indican que las personas recibimos la información del siguiente modo: un 1% a través de la boca; un 1,5% a través de las manos; un 3,5% a través del olfato; un 11% a través del oído y un 83% a través de la vista. Los datos me parecen importantes para apuntalar el argumento en el que estamos: como Iglesia, ¿cómo escuchamos a los jóvenes? ¿Qué medios empleamos para escucharles? ¿Dónde estamos para saber qué dicen, piensan, omiten, les preocupa, les asusta, les da miedo, les hace dudar, les atrae, les hace felices, les cuesta asumir, les provoca internamente, les lleva a la acción, les sumerge en la oración, les distrae, les genera rechazo, les sugiere ser acompañados, les hace entrar en crisis…?
Es evidente que existen en nuestra institución, como en todas las demás, algunos obstáculos que nos hacen replegarnos en nuestras seguridades, en ese baluarte llamado Tradición y Magisterio. Unos factores que, de hecho, provocan en nosotros la falta de atención necesaria que los jóvenes reclaman, a saber: físicos y ambientales, comodidades, cansancios, miedos, emociones, creencias, omisiones, distorsiones, ideas, juicios previos, generalizaciones, etc.
Y es que lo que está claro es que si escuchamos a los jóvenes es por algo y para algo, es decir, escucharles tiene una finalidad (o muchas). Entre ellas quiero señalar las siguientes:
- Conocer la realidad vista y vivida por ellos. La que nos exponen, la verdadera, la suya. Nos guste o no. Nos parezca lamentable, pobre, limitada o superficial. Nos parezca rica, posibilitante, evangélica y realmente misionera.
- Intentar empatizar con su situación. Sin querer llevarles a la nuestra, sin querer por ello eliminarla, ni adornarla, ni transformarla de tal modo que deje de ser la suya.
- Reflexionar sobre lo que expresan. Darles voz (porque son Iglesia), oírles, escucharles y reflexionar en profundidad lo que expresan, intentando no quedarnos en la superficie ni llevar nuestra reflexión a los previos que ya traemos.
- Realizar una revisión en profundidad de lo propio, de lo que esa escucha nos suscita. Poner en marcha una propia Cuaresma pastoral, que revise dónde estamos, cómo nos estructuramos y cómo debemos ser para seguir siendo Buena Nueva en medio del mundo, contando con los jóvenes.
- Confrontar nuestra realidad (ideas, propuestas, modos…) con la realidad de los jóvenes. Es decir, dejarnos interpelar. Todos somos Pueblo de Dios, todos somos sacerdotes, profetas y reyes por el bautismo, y los jóvenes tienen propuestas muy interesantes que deben ser tenidas en cuenta no para transformarlas en lo que no son, sino para ver su lugar en nuestra Iglesia.
- Si es necesario, reconocer la necesidad de cambios, de adaptaciones, de modificaciones, de reconocimiento de que quizás nos cuesta aceptar que los otros (en este caso los más jóvenes) tienen una visión de las cosas que tiene su valor y que debe tenerse en cuenta de manera real.
- Confrontarlo todo bajo la acción del Espíritu, quien nos muestra y revela la voluntad de Dios, pero con cuidado de no obviar que los otros, a quienes escuchamos, son templo del Espíritu y presencia de Dios en medio del mundo y en ellos también se manifiesta dicho Espíritu. A veces puede dar la sensación de que el Espíritu es un gran invento para justificar lo que no queremos cambiar y dejarlo todo bajo control, olvidando que el Espíritu, por definición, descontrola, descentra y revoluciona todo cuanto toca.
Escuchar a los jóvenes y obrar en consecuencia
Finalmente, es evidente que si escuchamos a los jóvenes no podemos despachar todas sus preguntas, inquietudes, exigencias, gritos y propuestas con una exhortación apostólica, bonita, apropiada, sencilla de leer, cuyos protagonistas son los jóvenes, pero en la que no ha escrito ningún joven y en la que hay muchos temas importantísimos que ni se nombran, ni se abordan… como si algunas cuestiones se remandasen siempre a mañana. Pareciera como si los documentos fuesen el punto final de todo proceso de reflexión eclesial. Reflexionamos, escuchamos, volvemos a reflexionar y los entendidos ponen por escrito los grandes principios. Eso, hoy, es insuficiente. Es evidente que debemos ir cambiando también los modos y los medios.
Me consta que en todas las diócesis y comunidades parroquiales y eclesiales se está trabajando la exhortación de muy diferentes modos. Y eso es una gran noticia. Ese es el resultado real de la escucha. Ponernos manos a la obra.
Para terminar, poniendo ahora el foco sobre los jóvenes, necesitados como todos de reflexión, discernimiento y camino, como bien señaló el papa Francisco en la homilía de la Eucaristía en la que culminó el presínodo, «el mundo y la Iglesia necesitan apremiantemente de la voz y del clamor de los jóvenes. Y, por ello, se han de denunciar y desenmascarar a quienes, manipulándolos, pretenden acallarlos. Los jóvenes debéis estar asimismo muy vigilantes ante estas manipulaciones y acallamientos. Está en vosotros no quedaros callados. Si los demás callan, si nosotros, los mayores y responsables –tantas veces corruptos–, callamos, si el mundo calla y pierde alegría, os pregunto: ¿vosotros gritaréis?». Más claro el agua. La Iglesia escucha a los jóvenes y los jóvenes escuchan a la Iglesia. La escucha tiene consecuencias y después de escuchar hay que obrar en consecuencia. Si no, corremos el peligro, real, de desaparecer. Porque no dice más el que más habla, sino el que más escucha.
El Espíritu, por definición, descontrola, descentra y revoluciona todo cuanto toca
De lo que se trata es de conseguir que la escucha sea activa
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