En no pocas ocasiones nuestra pastoral separa lo humano y lo divino. «Empecemos por lo humano», o «esto es demasiado humano». Esta situación es un síntoma de una parte del pensamiento, que separa humano y divino y, de hecho, los enfrenta. Defender los derechos del ser humano significa enfrentarse a Dios. Pues, en cristiano, no. Porque Dios se hizo hombre. Y ser verdaderamente humano es ser lo que somos: imagen misma de Dios.
En Jesús, Dios se hizo carne. Se hizo humanidad concreta, es decir, tomó carne, sangre, sexo, raza, país, situación social, biología, psicología… Lo asumió todo. Se hizo enteramente persona, Plenamente humano. Es plenamente hombre, y en él habita la plenitud de la divinidad. En Jesús, Dios amó nuestra carne, la asumió, la hizo suya, la santificó. Ello nos invita a valorar supremamente la humanidad, nuestra humanidad, el ser humano. Nos invita a no huir, de la carne de la historia, hacia el espíritu sin carne de los espiritualismos. Solo entrando en la carne podremos dar testimonio y ser testigos del Dios encarnado.
En Jesús, Dios se hizo historia. No entró en el Olimpo de las esencias inmutables y ahistóricas en el que los griegos pensaban que habitaban los dioses, sino en la historia en la cual se reveló asumiéndola. Toda la vida de Jesús es un proceso de encarnación. Para acercarnos a Dios habrá que entrar en la historia como Jesús lo hizo. Hay que encarnarse en el día a día de la historia y sus procesos. Cuanto más tendemos hacia Dios, más nos encarnamos en la historia.
En Jesús, Dios se abajó en kénosis. No se hizo genéricamente hombre, sino concretamente pobre. Tomó la condición de esclavo. Plantó su tienda entre nosotros, entre los pobres. No entró en el mundo en general sino en el mundo de los pobres. Eligió ese lugar social: la periferia, los oprimidos, los pobres. La kénosis de la encarnación no consistió simplemente en hacerse hombre, sino en asumir, también, la pobreza, la pobreza de la humanidad. Si la Iglesia quiere ser más evangélica y más eficazmente evangelizadora, tendrá que emprender ese éxodo hacia los márgenes, las fronteras donde suelen vivir los pobres de las periferias de este mundo.
En Jesús, Dios asumió una cultura. La eterna Palabra de Dios se expresó en un lenguaje humano. Y asumió este lenguaje con todas sus limitaciones. Balbuceó en dialecto, asumió el contexto, hundió enteramente sus raíces en la propia situación: Jesús nació en una colonia dependiente, fue reconocido como «galileo». La encarnación pide vivir inmersos en nuestro contexto, ser lo que somos y serlo donde estamos. Amar nuestra propia carne, tierra, etnia, cultura, lengua, idiosincrasia… Es gritar contra la homogeneización de las culturas más poderosas. Y en la cultura de cada pueblo se puede vivir la fe y construir la Iglesia y trabajar por el Reino. Esto exige a la Iglesia no ser forastera, no ser eurocéntrica ni etnocéntrica, descentralizarse para dar cabida a todos los pueblos.
En Jesús, Dios entró en el proceso histórico de los pueblos. Se hizo ciudadano de una colonia del Imperio. No permaneció al margen del proceso social. Se pronunció y definió a favor del pueblo, de los más pobres. Si creemos en el Dios de Jesús hay que definirse política, social y económicamente. En esta mesa del mundo, todos tenemos que saber en qué lugar nos colocamos y con quiénes compartimos la mesa. Dios ya ha tomado partido en las decisiones y opciones de Jesús.
En Jesús, Dios asumió el conflicto. Dios «se ensució las manos». No exigió asepsia para la encarnación. Asumió sin repugnancia nuestra condición humana. No se desentendió ni se «lavó las manos». No se hurtó al conflicto. Tuvo miedo, pero siguió adelante. Previó que el conflicto iba a ser mortal y fue consecuente con sus opciones. Fue marginado por el templo, tenido por loco, perseguido, objeto de una orden de captura, excomulgado por las autoridades, amenazado de linchamiento, apresado y ejecutado. No «se murió»: le quitaron la vida. La conflictividad asumida no buscada, pero tampoco evitada, cuando están en juego los intereses del Reino, es un rasgo del seguidor de Jesús. No se puede ser neutral. Frente a la pasividad y la indiferencia con que la sociedad maneja los valores de la humanidad, el reparto de la riqueza, el monopolio del pensamiento. No se puede ser neutral en la Iglesia ante las diferentes teologías y espiritualidades, ante los problemas internos que se están viviendo…
La encarnación es revelación de Dios; es la fuente de información, porque es Dios mismo con nosotros. El Dios de la encarnación es el Dios humanísimo: «Ha aparecido la humanidad de Dios» (Tit 2,11).
- Dios no es insensible a los sufrimientos y esperanzas de los seres humanos. No es un espectador frío y distante que ha puesto en marcha este mundo y lo ha abandonado a su propia suerte. Dios está cerca de los seres humanos, interviene en la historia y está presente en lo más profundo de la existencia de las personas.
- El Dios que se nos revela en Jesús es un Dios que interviene en las vidas humanas solo para salvar, liberar, potenciar y elevar la vida de las personas. Es un Dios que quiere únicamente el bien del ser humano y dice un no radical a todo lo que provoca su esclavitud y destrucción. Todo lo que impida ver al Dios de Jesús como gracia, liberación, perdón, alegría y fuerza para crecer en plenitud y ser cada vez mejores personas es una imagen deformada de Dios. Todo lo que conduzca a la angustia, a la neurosis, la desesperanza y al agobio es una lectura errónea del Evangelio.
- El Dios que se nos revela en Jesús es un Dios humilde y escondido, que no ciega a nadie con su esplendor ni se impone con su poder. Es un Dios exclusivamente amor y que acoge siempre a todos sus hijos e hijas. Su presencia en el mundo es humilde y discreta como es la del verdadero amigo y la del auténtico amor.
- El nacimiento de Jesús, Dios se acerca a las personas como amor, entrega infinita, misericordia gratuita, amistad que se concede sin condiciones. Dios solo omnipotente desde el amor. Dios no puede todo. No puede manipular, humillar, abusar, destruir. Solo puede lo que puede el amor infinito.
- El Dios de Jesús es el Dios de los pobres, de los indefensos, los perdidos, los que son víctimas de los poderosos, los maltratados por los abusos de los más fuertes y los violentos, las gentes a las que nadie hace justicia, las personas para quienes no hay sitio en las estructuras sociales ni en el corazón de las personas. Solo desde la actitud del pobre y necesitado se descubre al verdadero Dios y se entra en la dinámica de su reinado y su justicia. Desde el poder, la riqueza, el egoísmo y la opresión, los seres humanos se quedan fuera, en el exterior, sin entrar en el Reino de Dios.
Este es nuestro Dios. En Jesús, el Cristo, la humanidad se mira en el espejo y descubre su propio rostro: Dios Amor.
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RPJ nº 523 – O Dios o la humanidad, Dios se hace humanidad – Iñigo García Blanco
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