No hay palabras. Lo solemos decir entre nosotros cuando la muerte nos golpea duramente y de cerca, con la muerte de un niño/a, o de un joven; esos momentos en que el final nos parece más injusto y cruel que cuando despedimos a quien disfrutó de una vida larga.
¿No hay palabras? Me revelo ante eso. Los seres humanos no sabemos vivir sin palabras. Si no las hay, habrá que buscarlas o hasta inventarlas.
Claro que nos podemos quedar sin ellas, derrotados por la emoción, vencidos por la tristeza, con el corazón en un puño y un nudo en la garganta. Somos fragilidad. Pero quizá es entonces cuando más las necesitamos, para que nos liberen del absurdo y nos ofrezcan sentido.
Hoy he admirado a unos familiares que no han querido dejarnos en la soledad de un silencio inerte y frío, y se han lanzado a poner palabras a su dolor, y también a su esperanza. Y han usado bellas palabras: lucha, alegría, recuerdo, esperanza, unión, ternura, cariño, amor… Sobre todo, esta: amor.
No todos creemos lo mismo ni con la misma fuerza… pero cuando necesitamos superar el sinsentido y ponernos en pie, esta palabra, amor, se vuelve imprescindible. Gracias a los que hoy nos las habéis regalado con sinceridad. Y sobre todo gracias a los que la habéis hecho realidad durante los doce años de vida de Markel.
Si a esa palabra le ponemos la mayúscula… si decimos de ella que es real porque la hemos probado, que es eterna, infinita, que no pasará nunca, que es nuestra única verdad… si conjugamos la palabra en toda su profundidad y la convertimos en nuestra propia verdad actualizada a cada momento… quizá entonces y sólo entonces estaremos empezando a conocer eso que las religiones llaman Dios. Quizá también desvelaremos nuestro propio misterio de ser humanos y divinos al mismo tiempo. Y seguro que también entonces aprenderemos, con amor, que la muerte no tiene la última palabra.