No hacer comercio con Dios – Iñaki Otano

Iñaki Otano

En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes, y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “el celo de tu casa me devora”.

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?” Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando se levantó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre. (Jn 2,13-25)

Reflexión:

El gesto de derribar todo aquel mundo corrupto que pululaba en torno al templo es un gesto simbólico de Jesús para mostrar que ha venido a traer un estilo completamente nuevo de vivir la religión.

          Esto alarma a las autoridades religiosas judías, que veían perder su dominio sobre las conciencias de la gente de buena voluntad. Cuando le piden un signo para tener derecho a poner patas arriba todo aquel tráfico mercantil del templo, Jesús responde: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.

          Así Jesús nos anuncia un templo nuevo, que es Jesús resucitado, y una manera nueva de vivir la religión, donde el centro no está en la cantidad ni en ese tráfico de ofrendas materiales, sino en la persona de Jesús, que morirá para dar la vida a los hombres y resucitará para que el hombre venza a la muerte.

          Nuestra religión, la religión de Jesús, no puede consistir en ofrecer al Señor cosas externas, en un intento de ganarse a Dios con cosas, si no son expresión de nuestro corazón.

          En nuestra vida diaria necesitamos palabras y gestos que expresen nuestros sentimientos: una flor, un saludo, un plato especial en un día especial, un beso, un pequeño regalo no necesariamente costoso son signos de que tenemos el corazón cercano. Necesitamos los signos pero serían sin sentido si no van unidos al deseo de acercar nuestro corazón.

          Por eso, ya desde los primeros siglos de la Iglesia, para evitar la frialdad de la práctica sin corazón, el ayuno iba unido a la ayuda al prójimo. Así se decía: “el ayuno de los fieles debe servir para quitar el hambre a los pobres” (S. León Magno, s. V). Y también: “los fieles no pueden agradar a Dios si no dan a los pobres los alimentos de los que se privan”. Por tanto, no hay verdadero culto a Dios, por muy solemnes que sean las ceremonias, si se olvidan las necesidades de los demás.