Joseph Perich
Había una vez un rey que ofreció un gran premio a aquel artista que pudiera captar en una pintura la paz perfecta. Muchos artistas lo intentaron. El rey observó y admiró todas las pinturas, pero solamente hubo dos las que le gustaron realmente y tuvo que escoger entre ellas.
La primera era un lago muy tranquilo. El lago era un espejo perfecto donde se reflejaban unas plácidas montañas que lo rodeaban. Todos quienes miraron esta pintura pensaron que esta reflejaba la paz perfecta.
La segunda pintura también tenía montañas. Pero eran escabrosas. Sobre ellas había un cielo furioso del cual caía un impetuoso aguacero con rayos y truenos. Montaña abajo parecía retumbar un espumoso torrente de agua. Todo esto no se mostraba para nada pacífico.
Pero cuando el rey observó cuidadosamente, miró tras la cascada un delicado arbusto creciendo en una grieta de la roca. En este arbusto se encontraba un nido. Allí, en medio del rugir de la violenta caída de agua, estaba sentado plácidamente un pajarito en el medio de su nido…
¿Cuál crees que fue la pintura ganadora? El rey escogió la segunda. ¿Sabes por qué? «Porque – explicaba el Rey – paz no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajo duro o sin dolor. Paz significa que, a pesar de estar en medio de todas estas cosas, permanezcamos calmados dentro de nuestro corazón”.
REFLEXIÓN:
Cuando la espuma del champán de este fin de año se evapore, nos daremos cuenta de que la copa de la paz navideña que tenemos en las manos nos queda bastante vacía. Los calentamientos de cabeza por la salud, por las relaciones familiares o laborales, por la inmigración, por el terrorismo,… parecen una bola de nieve cada vez más grande y amenazadora. Mirado con ojos miopes debería llamar nuestra atención aquella pintada en la pared: «Que paren el mundo, que quiero bajar». Pero por ahí difícilmente el rey del cuento habría elegido acertadamente la segunda pintura, la del pajarito en su nido.
Con los prismáticos de la Navidad puedo remirar este segundo cuadro de la paz y descubrir, en este nido rodeado de peligros, el mismo pesebre de Belén, donde un niño nacido marginalmente recibe el calor de los frágiles brazos de María y José. ¡Quién lo iba a decir! Precisamente allí se encontraba aquel pequeño grano de trigo, que convertido en espiga, y posteriormente en pan compartido, debía generar la paz en el corazón de aquellos que después se han atrevido a hacerlo su alimento.
Como nos decía el Papa Juan XXIII: «Quien tiene fe no tiembla, no pierde los nervios, no es pesimista. Fe es la serenidad que viene de Dios».
En este inicio de año, nos atrevemos a hacer la siguiente oración: ¡Señor, nunca te he dado gracias por las espinas. Te he agradecido mil veces mis rosas pero nunca mis espinas. Enséñame el valor de las espinas. Muéstrame que a través de mis lágrimas, los colores de Tu Arco Iris lucen más brillantes!
¡Buen 20…!