NACIDOS PARA AMARDescarga aquí el artículo en PDF
Julián Muñoz Pérez, CRISMHOM
Me siento a escribir estas líneas en unas fechas en que se produce una especie de conjunción astral inaudita que hace coincidir el carnaval, el año nuevo chino, san Valentín y el arranque de la Cuaresma. Son, sin duda, tiempos convulsos para publicistas y escaparatistas: apenas retiradas las guirnaldas de luces, ramas de pino y poinsettias, aquellos dudan si engalanar las vitrinas de los comercios con dragones rojos, máscaras venecianas o pomposos corazones (la ceniza, sin atisbo de duda, queda descartada en este debate). La única apuesta segura son los anuncios de perfume, que han sobrevivido estoicamente un mes a la campaña de Navidad. Incluso las fragancias masculinas prorrogan patriarcalmente su target hasta san José.
Todo esto me parece una metáfora válida para ilustrar el tema de este monográfico: la afectividad. Vivimos en una época de multiculturalidad en la que, curiosamente, lo que menos encaja en el calendario son los tiempos litúrgicos propios de la cristiandad; en una era pendular que se mueve entre los colores pastel de los libros de autoayuda y la mercadotecnia de Mr. Wonderful y el liberalismo afectivo de First dates o La Isla de las Tentaciones , pero en la que apenas resuena el mensaje de aquel galileo que lo mismo contaba cuentos preñados de misericordia que se ceñía un manto a la cintura y lavaba con mimo los pies a sus amigos.
Vivimos en una época de multiculturalidad
Encarnado (pero no tanto)
«Él se encarnó por obra del Espíritu Santo,
nació de María, la Virgen,
y así compartió en todo nuestra condición humana
menos en el pecado» (Plegaria Eucarística IV).
Hablando de publicistas: ha bastado un cartel de promoción de la Semana Santa de Sevilla para poner de nuevo en entredicho la fe de muchos cristianos, no ya en la Resurrección de Jesús (apasionados por tallas que ostentan llagas, sangre, sudor, y todo tipo de hematomas, algo menos por la luz, la Palabra y el agua de la vigilia pascual), sino en su misma Encarnación. No es este lugar para hacer un ejercicio semiótico de crítica iconográfica o artística, pero sí para recoger lo fundamental de la polémica: esa imagen de Cristo era, en opinión de los más puristas, demasiado sexuada. Incluso, para algunos, afeminada. Para ese cristianismo de tintes gnósticos, es impensable que Jesús tuviera el más mínimo atisbo de sexualidad o afectividad: si se había dotado de cuerpo era para que fuera machacado y triturado con los suplicios de la Pasión y nos reconciliara con un Dios que necesitaba un sacrificio de sangre humana para poder reconciliarse con el ser humano. Y ese dogma no oficial —que reduce la expresión «cuerpo de Cristo» a la hostia consagrada— se ha infiltrado hasta tal punto que unas cejas demasiado perfiladas o una piel excesivamente tersa (ignorando centurias enteras de historia del arte) basten para que se haya llevado a cabo hasta una misa de desagravio por la imagen de marras.
En un exquisito trabajo de 1993 titulado «La sexualidad de Jesús y la vocación humana»[1], la teóloga católica Joan H. Tymmerman llama precisamente nuestra atención sobre esta dimensión corporal del Dios encarnado de los cristianos. Jesús se hizo hombre: nació de parto natural, fue circuncidado, abrazó a los niños, lloró por su amigo Lázaro, curaba con sus manos y su saliva y, en un acto sobrehumano de generosidad (para Descartes, la única virtud del hombre libre), perdonó a sus verdugos. Jesús sentiría auténtico placer cuando María de Betania (o la mujer que fuera) vertió perfume en sus pies cansados y los enjugó con sus suaves cabellos, dejándose hacer (¿no sería quizás para Él una poderosa fuente de inspiración?). E incluso permitió a su discípulo amado que se recostara en su pecho (¿se imaginan lo que se injuriaría en redes sociales si un jugador de fútbol se recostara en el pecho de su entrenador en el banquillo, o un torero lo hiciera en el de su apoderado entre toro y toro en una plaza?) en una noche llena de gestos de ternura y de pavor.
No podemos negar la afectividad y la sexualidad de Jesús sin caer en lo que González Faus llamaría una herejía del catolicismo contemporáneo[2]; pues, como apunta Timmerman, no ha sido hasta el siglo XIX cuando el erotismo en el arte cristiano ha sido encubierto freudianamente por lo decoroso. Afirmar que Jesús tuviera un cuerpo no solo para experimentar el dolor sino también el placer no lo aboca a cometer ningún tipo de pecado; de hecho, pocos se escandalizan de que se airara por la presencia de los mercaderes en el templo o se enfadara constantemente con sus discípulos. ¿Por qué hacer una presentación tan parcial y selecta de los afectos de Jesús?
Sospechosos habituales
«Señor, Dios nuestro,
concédenos adorarte con toda el alma
y amar a todos los hombres con afecto espiritual»
(Oración colecta, IV domingo TO).
El tema no es, por tanto, baladí, y afecta a todos los creyentes, con independencia de su orientación afectiva o sexual. Parece que lo corporal está teñido de un tufillo de pecaminosidad y que la única garantía de salvación en esta época de hedonismo exacerbado sea «el afecto espiritual». Los cristianos tenemos pendiente depurar nuestra fe de todos aquellos elementos espurios que, siendo categorías culturalmente válidas e inteligibles en otros momentos de la historia, nos lastran en una comprensión de todo lo afectivo, corporal y sexual como pendiente inclinada hacia una tipología de pecados en los que todo (sin matices, sin grados, sin distinción) es materia grave.
Hay, por suerte, muchas mujeres y muchos hombres de fe que van abriendo camino en este sentido. Tuve la enorme fortuna de participar en aquellos tiempos nebulosos que ahora denominamos vagamente «antes de la pandemia» en unos talleres que impartía la teresiana Emma Martínez Ocaña sobre la corporalidad[3]. Su frescura, su buen talante, pero, sobre todo, su saber hacer me ayudaron a reconciliarme con esa dimensión tan mía que es el propio cuerpo. Este no es una vaina que quedará sepultada a la espera del juicio final mientras mi alma —¡por fin liberada!— vuela a quién sabe qué esfera celeste a tocar la lira, sino que es mi misma mismidad: al final de los días, resucitaré en un cuerpo glorioso, y ahí será plenamente cumplida la promesa de salvación. No tengo ni la más remota idea de cómo será esto, pero estoy seguro de que no lo conseguiré si no canto, si no río, si no abrazo, si no me conmuevo, si no gozo, si no entrego mi cuerpo al modo en que lo hizo Jesús.
Al final de los días, resucitaré en un cuerpo glorioso
Afectados, pero no impedidos
«Si la vida y el mundo del individuo están marcados por la falta de amor,
la realidad del amor de Dios difícilmente suscitará la respuesta
de todo su corazón, su alma y su mente» (Powell[4], 1972:14).
Permítaseme después de este largo excurso llegar a la cuestión de cómo pueden vivir los afectos y la sexualidad las personas LGTBI. Más allá de mi carácter peripatético, creo que no es acertado presentar el caso concreto como completamente desgajado de lo que es la visión culturalmente dominante sobre la cuestión y, en particular, desde una perspectiva cristiana.
Hay que partir de la premisa de que las personas con una orientación afectiva y sexual diversa son individuos tan únicos e irrepetibles como los demás. Por ello, no se trata de generalizar, porque cada cual ha tenido sus propias vivencias. Dicho esto, sería llamarnos a engaño no reconocer que en algunos aspectos nuestras experiencias difieren claramente de las de la mayoría de la población, y que el punto de divergencia, su problemática y su resolución van a condicionar el grado de desarrollo de la propia afectividad. Por poner un ejemplo: cuando con cinco años me presenté en casa de mi abuela con la hija de mi vecina diciendo que éramos novios a todo el mundo le hizo gracia («¡Qué monos!»); en cambio, cuando con veintisiete reconocí a mis padres que lo que me atraía de verdad eran los chicos no hubo tantas alharacas.
Las personas con una orientación afectiva y sexual diversa son individuos tan únicos e irrepetibles como los demás
Hay personas LGTBI que desde su infancia se han sabido diversos; algunos lo vivieron sin problemas, mientras que otros seguramente se enfrentaron ya tan temprano a algún tipo de reprimenda, insulto o castigo por no ser lo masculino o femenino que se esperaba. Pero, sin duda, el momento crucial de crisis afectiva llega con la adolescencia[5]: estupor, miedo, dudas, culpa, desconfianza, rechazo, soledad, angustia… Saberse diferente en un momento en el que se producen cambios decisivos para la persona y parte de una minoría carente muchas veces de información y de referentes modélicos no es nada fácil. Reconocerse LGTBI es, en cierto modo, un proceso doloroso[6] derivado de frustrar las expectativas propias y ajenas sobre quiénes somos, y en no pocas ocasiones conduce al rechazo familiar o el acoso escolar (uno de cada cuatro adolescentes LGTBI reconoce haberlo sufrido). Eso explica que la tasa de suicidio entre adolescentes LGTBI sea cuatro veces mayor que entre sus pares heterosexuales, siendo una de las principales causas de mortalidad entre los 12 y los 14 años.
Los jóvenes LGTBI no tienen las mismas oportunidades ni herramientas que sus coetáneos heterosexuales para desarrollarse afectiva y sexualmente, ateridos por la vergüenza y la culpa. A veces los discursos que reciben son tan confusos y descorazonadores que pueden llegar a caer en manos de personas o entidades poco escrupulosas que prometen una «sanación» de lo que es ciertamente irrevocable, agravando la culpabilidad y los conflictos internos[7].
Es importante que ayudemos a los adolescentes y jóvenes LGTBI —al igual que a los heteros— a desarrollar una afectividad sana. Tenemos que aceptarlos incondicionalmente (al modo en que lo haría Jesús), escucharlos, acompañarlos en sus procesos de aceptación y —si así lo solicitan— de salida del armario, informarles sobre qué es una sexualidad sana (libre de pornografía, prostitución, adicciones y ETS), inculcarles los valores y las herramientas necesarios para que aprendan a construir relaciones basadas en la libertad, la reciprocidad, el respeto mutuo, la fidelidad y la generatividad. Pero, sobre todo, habrá que hacerlo sin olvidar a sus compañeros. Denunciar y rechazar contundentemente las actitudes de LGTBIfobia, despatologizar y desculpabilizar a las personas LGTBI, mostrar sin tapujos ejemplos de mujeres y hombres LGTBI que han contribuido al desarrollo y al bienestar de la humanidad, y desmentir todos los mitos que rodean a las personas LGTBI[8] son algunas de las tareas que deberían formar parte de nuestra agenda.
Las claves están, como nos recuerda el jesuita James Martin[9], en los términos que propone el número 2.358 del Catecismo de la Iglesia católica sobre cómo tratar a las personas homosexuales: respeto, compasión y sensibilidad. Como educadores, animadores de grupos de jóvenes, catequistas o agentes de pastoral tenemos sobre nuestros hombros la responsabilidad de contribuir a que los adolescentes LGTBI que acuden a nuestros centros educativos, centros juveniles, parroquias, oratorios u otros espacios se sientan acogidos, respetados e invitados a crecer en una fe que los invita a cumplir con la misión que recibieron en su bautismo: ser mujeres y hombres nacidos para amar.
[1] En Nelson, J.B. y Longfellow, S.P. (1996), La sexualidad y lo sagrado, Bilbao, Desclée de Brower, pp. 151-171.
[2] González Faus, J.I. (2013), Herejías del catolicismo actual, Madrid, Trotta.
[3] Martínez Ocaña, E. (2007), Cuando la Palabra se hace cuerpo… en cuerpo de mujer. Madrid, Narcea. Vid. también (2009) Cuerpo espiritual, Madrid, Narcea .
[4] Powell, J. (1972). ¿Por qué temo amar? Superar el rechazo y la indiferencia. Santander. Sal Terrae, 1997.
[5] Baile, J.I. (2013), El joven homosexual. Cómo comprenderle y ayudarle, Bilbao, Desclée de Brower.
[6] De la Torre, J. y Pernas, L.M. (2023), Homosexualidad, experiencia religiosa y acompañamiento espiritual. Caminos y retos, Madrid, CCS.
[7] León, I. (2022), Oh, ¡feliz culpa!, Madrid/Barcelona, Egales.
[8] Vid. Baile (op. cit.), cap. 5.
[9] Martin, J. (2018), Tender un puente. Cómo la Iglesia católica y la comunidad LGBTI pueden establecer una relación de respeto, compasión y sensibilidad, Bilbao, Mensajero.