MUNDO HUMANO – M.ª Ángeles López Romero

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M.ª Ángeles López Romero

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El multimillonario Jared Isaacman hacía historia a mediados de septiembre al realizar el primer paseo espacial privado a bordo de una nave de la compañía Space X de Elon Musk. «Desde aquí parece un mundo perfecto», afirmó el cliente, satisfecho con el viaje contratado, al ver la Tierra desde tan lejos. Y aquello me apenó.

No ya porque privaticemos hasta el aire que respiramos, concediendo acceso solo a los que pueden pagar por ello. Sino, sobre todo, por la carga de profundidad que esconde su sentencia: preferimos borrar a los seres humanos de la fotografía, porque verlos de cerca nos incomoda o nos irrita o nos estropea el relato.

Pasa cada vez más, sin necesidad de ser multimillonario. En la barra del bar o en la cola del puesto de fruta escuchamos sentencias sobre las personas migrantes, convertidas todas ellas, sin distinción, en un ente delincuente y roba subvenciones, que debe ser expulsado de nuestro paraíso particular, no importa cómo, ni si es justo, legal o misericordioso.

O sentenciamos desde nuestro cómodo sofá a las personas empobrecidas afirmando categóricamente que quien no vive bien es porque no quiere. Que el sistema premia a quien trabaja, y un infinito blablablá que replica coma a coma el de los programas de radio y televisión que viven de generar miedo, odio y desesperanza.

Reproducimos el mensaje insolidario y no miramos más allá. No vemos a la persona que atiende la frutería durante horas por cuatro duros y calla para no perder el empleo precario que le mantiene a ella y a su familia al otro lado del Atlántico. Ni a la cuidadora de nuestra madre anciana o de los hijos del vecino que no tiene tiempo para recogerlos del colegio. «Ah no, pero ella es diferente», decimos. «Trabajadora, cariñosa y buena”. Porque a ella sí la vemos: ¿cómo no, si nos saca las castañas del fuego?

Yo he podido mirar estos días a los ojos a varias de esas personas a las que nadie mira, o nadie quiere mirar. Personas que se han visto sin hogar, que han tenido que malvivir en la calle por un tiempo a causa de diversas circunstancias. Joysee, Luisiana, Luis, Abdalá, Carlos o Cristian son hombres y mujeres, jóvenes y viejos, migrantes o nacidos es España. Su piel es casi translúcida o morena. Tienen poca formación o títulos universitarios. Alguno ha sido adicto a las drogas, otro llegó a España en patera, a la mayoría los han explotado y denigrado. Pero a todos ellos han dejado de tratarlos como a seres humanos. Han dejado de mirarlos porque, imagino, «estropean» la bonita fotografía del mundo «perfecto» que queremos ver desde el cielo, como Isaacman. Pero, al ignorarlos, nos perdemos toda su riqueza humana. Y compramos a un precio altísimo todos los estereotipos y prejuicios que pesan sobre ellos.

¿De qué nos sirve el progreso si nos empeñamos en contemplar el mundo solo de un lado, el nuestro, y excluir a los que no encajen en la foto perfecta que nos hemos montado? ¿De qué, si no estamos dispuestos a compartirlo con nadie más? ¿De qué nos sirven los avances tecnológicos si seguimos sin mirar, ver ni escuchar?

Cuando el joven Cristian oyó que lo llamaban por su nombre en el hogar de acogida de Cáritas, se echó a llorar. Cuando Luisiana volvió a tener una cama en la que dormir y un baño en el que asearse, se dijo a sí misma: «Ya no soy nada». Cuando le pregunto a Abdalá si ha percibido racismo en España, me contesta: «No tengo tiempo para eso. Si no te gusta mi nombre o no sabes pronunciarlo, cámbiamelo, pero trátame como a un ser humano».

¿De qué nos servirá este mundo y sus inventos si dejamos de ser eso: humanos?