MIRADAS DE LA NATURALEZA RPJ 564Descarga aquí el artículo en PDF
Juan Saunier
«¿Qué es lo más laborioso? Lo que parece más fácil:
poder ver con los ojos lo que a la vista tienes»
(J. W. Goethe)
Vivir para ver, dice el dicho. La mirada es asombrosa. E incomoda. Con solo abrir los ojos, la aparente realidad se exhibe. Pero para mirar hay que emplearse a fondo y desanudarla. Involucrarse con lo visto es condición de la mirada, en la que la atención hace de puerta y llamador. Esa atención es condición moral de la mirada, clarín del despertar personal y espacio del encuentro.
La desatención lleva a la indiferencia y al divorcio, así en la tierra como en los hombres. La mirada atenta, en cambio, lleva de puntillas a la escucha en compañía, al espacio diáfano que se llenará en la relación, a la fusión quizá de un abrazo que trasciende.
Ni escucha ni mirada residen en órganos físicos, sino en el hondón cordial: «Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto. Es muy simple: solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos» (Antoine de Saint-Exupéry, El principito, c. XXI). Desnudos se vieron Adán y Eva, la una y el otro, cuando se miraron ajustadamente sabiendo del compañero algo nuevo (Gn 3,7). Obviemos que fuera o no bueno, pues solo nos interesa que se les «abrieron los ojos» y se descubrieron descubiertos.
En la mirada yo soy visto, reconocido y respondido. La realidad se me ofrece virgen para que pueda conocer de ella su múltiple vitalidad y su delicada latencia en mí al conocer ella de mí. La atención convierte la mera realidad en mi mundo. A cambio, yo me descubro parte suya, lo quiera o no.
«A menudo seguía a Monet en busca de impresiones. Ya no era pintor, sino cazador. Caminaba, seguido por unos niños que llevaban sus cuadros. Los cogía o los dejaba, seguía cada cambio del cielo y esperaba, espiaba el sol y las sombras, captaba el rayo perpendicular o la nube errante con unas pocas pinceladas y, eliminada toda vacilación, los trasladaba rápidamente al lienzo. […] En otra ocasión tomó un chubasco que había caído sobre el mar y lo arrojó sobre el lienzo. Y era efectivamente la lluvia lo que había pintado, nada más que la lluvia penetrando en las olas, las rocas y el cielo apenas discernibles bajo aquel diluvio» (Guy de Maupassant, Au soleil – El pintor de la campiña).
¿Qué es mirar? No creo posible definirlo, pero nos queda siempre su descripción cuidadosa. La mirada se compone de todo lo que el poeta francés dice de su buen amigo pintor: seguir cada cambio, esperar (el momento adecuado), espiar (o escudriñar los matices y signos), captar (sin más), eliminar la vacilación (personal interior, el miedo), trasladar (a uno mismo) con rapidez. Mirar es tener en cuenta y tomar en consideración, ponerse en el otro en cuanto otro, salir de sí para llegar a ti, dejarse perdiendo todo cuidado olvidado, que diría Juan de Yepes. Y, añado yo, para reencontrarse distinto ahí.
«La condición de poder acercarnos a la hermosura es un estado de atención y descalcez» (José Jiménez Lozano). Lejos de ser algo simple, la atención que mira es un ir a pie desnudo que requiere práctica y resistencia. Nada se muestra en su realidad a las primeras de cambio, siendo las formas más sutiles y los sonidos más puros los que nos exigen total tiempo y calma, sosiego y carencia de expectativas. Contemplar y escuchar, dos de las varias dimensiones de la mirada, nos piden desnudez y perseverancia, falta de ego y cambios de perspectiva, no análisis. Abandono.
«He pintado infinidad de nenúfares, cambiando siempre de punto de vista, modificándolos según las estaciones y adaptándolos a los distintos efectos de la luz que crea su cambio. Y el efecto cambia sin cesar, no solo de una estación a otra, sino también de un momento a otro. El elemento básico es el espejo de agua, cuyo aspecto cambia a cada instante al reflejarse en él los destellos del cielo, que le dan vida y movimiento» (Claude Monet, declaraciones publicadas en la La Revue de l’Art Ancien et Moderne, 1918).
Abrirse. La equivalencia entre el respeto profundo y mirada atenta tiene un poder transformador. Como subrayara Simone Weil, al «prestar atención hasta el punto en el que ya no se tiene elección, entonces uno encuentra su dharma». Enseñan (dharma) las cosas y eventos en su simplicidad cotidiana, raramente en su ocasional y efímera plenitud temporal. Esto, tan subrayado de distintas formas en diferentes tradiciones, especialmente orientales, es plenamente sabido para quien se adentra en el camino de la escucha y la contemplación. El sentido de lo que existe no es localizable sino sintiendo profundamente todo lo que Es en uno mismo y uno en lo que Es, aun siempre balbuciendo y fluyendo en realidad frágil y efímera de cuanto nos rodea y de uno mismo. Las múltiples y delicadas voces de la naturaleza existen en la humildad terrena de quien las atiende. Y son poderosas.
Mirar. Mirar sin tapujos ni algarabías. Mirar con la delicadeza del jardinero y el realismo de la costurera, como el artífice de un jardín que se dejó involucrar por acantilados y flores, por los rostros de su familia y la presencia de sus amigos. Mirar como Monet. Y en la atención con cuanto palpita, fundirse. No es una mala perspectiva, al menos hasta que miremos como somos mirados (cf. 1Cor 13,12). Con tanta sencilla y cierta realidad.
En la mirada yo soy visto, reconocido y respondido.