Joseph Perich
Al lado de un monasterio benedictino se ha construido un prostíbulo, el ajetreo del cual perturba la vida de oración y escandaliza a los monjes. El buen padre Malaquías, piadoso e ingenuo, tiene una grandísima fe y, convencido de que la fe mueve montañas y que Dios le va a escuchar, reza pidiendo que aquella casa nefasta se traslade muy lejos del convento. El milagro se produce y, al día siguiente, el edificio del club aparece encima de una roca que está en el extremo de la costa occidental inglesa.
¿Y cuál es la reacción ante tal milagro? Inmediatamente, todos los medios de comunicación envían sus corresponsales. Se fotografía, se filma, se organizan excursiones para ver aquel “antro de pecado” en su nueva ubicación. Las prostitutas aprovechan para aumentar sus tarifas, los proxenetas llevan allí sus mejores ofertas… y la espuma del pecado crece. Horrorizado, el buen padre Malaquías vuelve a pedir al Señor el retorno del burdel a su antigua ubicación para que el pecado disminuya, a pesar de que tengan que soportarlo los monjes. Su oración vuelve a ser escuchada porque la fe mueve montañas…
Y, transcurridos uno o dos meses, se cuenta a los clientes del club que había una leyenda según la cual el edificio había sido milagrosamente trasladado allí por un monje muy santo de enfrente. Y todo volvió a la normalidad de siempre.
(Cf. “El milagro del padre Malaquías” de Bruce Marshall)
REFLEXIÓN:
De niño, me enseñaron que en una cesta de fruta siempre había que sacar y tirar bien lejos la que empezara a estar podrida, ya que a la larga dañaría las buenas. Hablando de fruta, es cierto. Pero si aplicamos este principio a las personas ya no es tan evidente, por más que mucha gente lo tenga grabado en su «disco duro». Si «escaneamos» este criterio, podemos llevarnos una sorpresa.
De entrada, si tengo derecho a ahuyentar o alejarme de una persona porque es «mala», estoy subiendo al pedestal de los «buenos», los «inmaculados», los «sin pecado original». Es más, la daríamos por perdida y el sentimiento de exclusión que experimentará la puede hacer peor. Nos atrevemos a preguntarnos ¿por qué esa persona ha llegado a vivir de esa manera? ¿No podría ser que fuera más «víctima» que «mala»? Cuando veo un gambiano «Top-manta» intentando vender DVD en el suelo de la plaza, lo miro como un delincuente o como una víctima de las mafias?¿Cuándo yendo por la carretera te encuentras, en pleno invierno, chicas que venden su cuerpo, ves «prostitutas» o personas degradadas en su dignidad por individuos sin escrúpulos?
Afortunadamente, de mayor, he ido descubriendo que la frontera entre buenos y malos pasaba por dentro de mí y no por fuera. Juiciosamente el Abbé Pierre advertía: «Si nos indignamos, preguntémonos primero si somos dignos»
El monje Malaquías formaba parte de una comunidad pero quería resolver el problema por su cuenta. ¿Cuándo rezaba el Padrenuestro, no se dejaba inconscientemente «nuestro»? Seguro que desconocía este gráfico comentario: «Algunos quieren amar a Dios tal como aprecian a una vaca. Quieren a una vaca por su leche, por su queso y por el beneficio que nos aporta. Esto es lo que hacen todos los que aman a Dios para recibir recompensas, riquezas o algún consuelo interior; y, en realidad, no aman verdaderamente Dios, sino su propio provecho» (Eckhart).
El monje Malaquías sí conocía y entendía al pie de la letra esta afirmación de Jesús: Os aseguro que si sólo tuvierais fe como un grano de mostaza, si dijeseis a esta montaña: «Vete allí», se iría. Nada os sería imposible. (Mateo 17, 20) Es verdad que la fe mueve montañas, pero ni mueve las montañas que nosotros quisiéramos, ni las mueve donde nosotros quisiéramos. Padre nuestro… ¡hágase tu voluntad…!