MASCULINIDADES: DEL EVANGELIO A NUESTRAS PRÁCTICAS COMUNITARIAS RPJ 556 Descarga aquí el artículo en PDF
Agustín Podestá y Andrea Sánchez Ruiz Welch
Todavía los estereotipos de género siguen dando forma a las subjetividades: «los hombres no lloran», son fuertes, potentes, van de frente, protegen.
En la actualidad, ante la oleada de denuncias por violencia de género, la identidad masculina también está asociada al maltrato, al abuso de poder y la manipulación psicológica. Muchos se preguntan: ¿ser varón es ser machista?
Ya Juan XXIII señalaba como un signo de estos tiempos que
«La mujer ha adquirido una conciencia cada día más clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera que se la trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana»
Muchos se preguntan: ¿ser varón es ser machista?
Los varones que se dejan interpelar por estas transformaciones se ven desafiados a plantearse por dónde va y quiere ir su propia masculinidad. Quienes busquen distanciarse de una masculinidad machista, una masculinidad que reconozca la igual dignidad de varones, mujeres y sexualidades diversas, que avance hacia el reconocimiento de los privilegios que les ha concedido la cultura y estén dispuestos a solidarizarse con las mujeres en la promoción de una sociedad más justa, apuestan por una vida más libre y plena. Para ellos y para todas las personas.
La llamada de Jesús a buscar el Reino y su justicia no tiene posibilidades reales de concretarse si no es caminando juntos y juntas, en sintonía, inclusivamente, con la generosidad y entrega del Maestro de Galilea.
En los ambientes educativos y pastorales no resulta sencillo este proceso. La misma estructura eclesial conserva rasgos patriarcales con los cuales el clero y muchos fieles se han identificado y siguen reproduciendo.
Docentes y agentes de pastoral (laicado, vida religiosa y clero) se encuentran en una encrucijada, ya que al mismo tiempo que acompañan a las jóvenes generaciones en pleno momento de expansión, y a veces en medio de conflictos, han de realizar un proceso personal al verse interpelados existencialmente por las nuevas formas de vivir la condición femenina y masculina. Hoy es un reto ineludible para el mundo adulto reflexionar sobre sí mismo, ya que en la tarea pastoral se pone en juego lo que pensamos, sentimos, creemos en relación con la sexualidad y el género y las formas concretas en que se viven.
Entre posiciones radicalizadas, indiferentes o de resistencia a los procesos de cambio, hay un gran número de adolescentes y jóvenes desorientados que buscan cómo posicionarse ante ellos. No siempre encuentran experiencias vitales atrayentes que inspiren nuevos modos de vivir su condición sexual.
Sin modelos y acompañamiento es una ardua tarea desarticular los mandatos y atribuciones de género para repensar y poner en práctica nuevos roles, conductas y actitudes en un contexto todavía patriarcal.
Por eso, volver la mirada hacia Jesús, contemplando cómo vivió la masculinidad en su tiempo, puede impulsar a muchos a descubrir un modelo liberador que pueda forjar nuevas identidades, transformar las prácticas cotidianas y generar relaciones de reciprocidad y comunión entre varones y mujeres.
Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Fil 2,5)
Para adentrarnos en el modo en que Jesús vivió su masculinidad es necesario situarnos en su ambiente. El mundo judío y grecolatino del siglo I tenía una estructura patriarcal. Existía una valoración jerarquizada de los sexos, donde la primacía era masculina. La organización social y simbólica era a través de relaciones interpersonales concebidas como las que se dan entre un superior y un inferior, reguladas por valores éticos como el honor y la vergüenza.
Para adentrarnos en el modo en que Jesús vivió su masculinidad es necesario situarnos en su ambiente
La masculinidad se definía por la virilidad, el coraje, la autoridad, el poder, la inteligencia, la defensa de la familia y el prestigio. Conllevaba comportamientos apropiados, deberes y derechos establecidos, radicalmente diversos a los de las mujeres, quienes guardaban el honor del grupo familiar cultivando el decoro, el pudor, el recato, la timidez, la fidelidad y la obediencia.
Jesús no definirá el modo de vivir su masculinidad en sintonía con el modelo dominante. Rodeado de marginales, sin trabajo ni profesión, era un hombre que no iba tras el éxito, el dinero y el sexo. Los nuevos vínculos entre quienes lo seguían se instauraron en una comunidad que se organizaba sin la figura paterna: «todo el que haga la voluntad de Dios, ese, es hermano mío, hermana y madre» (Mc 3,35; 10,28-30).
No ocultaba sus sentimientos y debilidades, su turbación y sus lágrimas (Jn 11,35, Lc 19,41), la angustia y la sensación de abandono (Mt 8,10; 14,14; Jn 11,35; 12,27; Lc 7,34; 10,21; 19,41; Mc 6,30-31;14,33-37; 15,34). Se vinculaba empáticamente, sin exclusiones, (Mc 1,41; 6,34; 8,2; Lc 7,13; 18,15-17) conectando con la realidad de quien se acercaba.
Su modo de vida y su muerte muestran una masculinidad kenótica (Flp 2,1-11) que no reniega de la fortaleza y la pasión, de la iniciativa y el poder, pero las conduce por caminos no ligados a la hombría imperante regida por códigos estrictos de jerarquías y segregación. Se produce una alteración en las representaciones de poder (Jn 13,12-16; Lc 9,46-48) que comporta una nueva forma de vincularse. Como afirma Reyes Archila:
«Jesús, entonces, nos sirve como ejemplo y modelo de una masculinidad realmente humanizadora, especialmente a los varones que nos confesamos sus seguidores. Jesús ayuda a recuperar y recrear valores asociados culturalmente a la masculinidad como el poder, la autoridad, la agresividad, la ley, el dinero, de tal manera que nos ayuden a construir un mundo más humano y humanizador».
Este acercamiento a la masculinidad de Jesús es posible que suscite inquietudes e incomodidades en el camino de re-pensarnos a nosotros mismos, a nuestras identidades, a nuestras acciones, a nuestra construcción del Reino, pero, al final, como siempre, traerá verdad, liberación y amor. En este camino se verán también afectadas las comunidades eclesiales que habitamos y ayudamos a desplegar.
La masculinidad de Jesús puede entonces ayudarnos a pensar y repensar, en los espacios eclesiales, nuevas formas de vincularidad.
Propuestas pastorales para una comunidad a imagen de la masculinidad de Jesús
- Re-conocer-nos varones en nuestra forma de serlo.
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39).
Con estas palabras, junto con el amor a Dios, Jesús resume toda la Ley y los profetas. Es una invitación a generar la comunión entre todas y todos, con raíz en el amor a Dios. Sin embargo, no podemos pasar por alto que es condición fundamental allí también el amor a uno mismo. Jesús también en su vida, rodeado de sus discípulos, supo acompañar los tiempos que estos necesitaron para amar-se a sí mismos, en el re-conocer-se en la nueva vida que el Maestro les propuso.
Jesús nos enseñó, con sus palabras y acciones, que hay diversas formas de ser varones
Frente a una forma modélico-hegemónica de comprender la masculinidad, es normal que muchos varones sientan que deben corresponder-se con ese estereotipo. Jesús nos enseñó, con sus palabras y acciones, que hay diversas formas de ser varones y que la condición para seguirlo es asumir cada uno con su forma de serlo, sin hipocresía ni autoengaños. Dios nos ama como somos, no nos pide que nos adaptemos a un estereotipo de género por temor a una sanción social/eclesial, sino que seamos fieles a la vocación a la que fuimos llamados en justicia y reciprocidad.
- La «catolicidad» de la Iglesia como don y como tarea.
«Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre» (Mt 6,9).
La comunidad eclesial es católica porque es universal: en tiempo, espacio y personas (cf. Mt 28,19). En la oración del Padrenuestro, lo primero que reconocemos es que Dios es «nuestro» padre, es decir, que somos hermanos y hermanas, no rezamos «padre mío», Jesús no lo quiso así.
«Católica» es una de las características más antiguas que el cristianismo aplicó a la comunidad eclesial. Significa etimológicamente «universal», es decir, una Iglesia que se abre a la universalidad de personas, tiempos, realidades, pueblos, personas.
La Iglesia está llamada a vivir la catolicidad de forma plena y auténtica, aunque bien sabemos que a menudo en su historia se ha olvidado. La Iglesia, para ser «católica», está abierta a conocerse en los diferentes pueblos y culturas (inculturación) y en las nuevas generaciones (diálogos intergeneracionales). Cada nuevo pueblo, cada nueva persona, tiene un rostro nuevo en el rostro poliédrico de la Iglesia.
Para vivir plenamente la catolicidad desde las masculinidades, también debemos comprender que no existe una forma de ser varón, sino múltiples modos. Las diversas masculinidades ayudan a comprender mejor y más profundamente el Evangelio de Jesús, así como Él mismo lo hizo con quienes se cruzó en su camino.
En la experiencia de la vivencia de la diversidad se encuentra la riqueza del Evangelio de Jesús
«La catolicidad de la Iglesia implica la inclusión de todos los reconciliados en Cristo y unidos en el Espíritu, como lo sugiere el relato del nacimiento de la Iglesia en Pentecostés». El Espíritu Santo no anuló las diferencias, no uniformó a la comunidad, sino todo lo contrario, la impulsó en su diversidad a buscar la variedad de pueblos, lenguas y personas que estaban en la ciudad para escuchar la Buena Nueva de la salvación de Jesús.
En la experiencia de la vivencia de la diversidad se encuentra la riqueza del Evangelio de Jesús, que supo potenciar esas diferencias, uniéndolas en la comunión y la paz. Todos y todas estamos llamados a seguir construyendo una Iglesia que sea más auténticamente «católica».
- Comunidad y sinodalidad en clave de masculinidades
«“¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado
por los ladrones?”. “El que tuvo compasión de él”, le respondió el doctor.
Y Jesús le dijo: “Ve, y procede tú de la misma manera”» (Lc 10,36-37).
En consonancia con esta invitación a salir a los caminos, asistir al herido, socorrer a los excluidos y abandonados al costado del camino, hay muchos que aún hoy sufren a causa de condicionamientos de género por no asumir las múltiples formas de ser varones, por su orientación sexual o identidad de género.
Como Jesús lo hizo, también los cristianos estamos llamados a empatizar, salir a los caminos, identificarnos con quienes más estén sufriendo por cuestiones semejantes. No se trata de creer que tenemos soluciones que podemos enseñar a modificar conductas, sino que se trata de acompañar. De saber y hacer saber que no estamos solos, que caminamos-con otras y otros, sinodalmente (sínodo significa etimológicamente, «caminar-con» o «caminar juntos»).
Los cristianos estamos llamados a empatizar, salir a los caminos, identificarnos con quienes más estén sufriendo
Por último, también hará falta crecer en dos aspectos fundamentales: por un lado, la tarea de pensar y repensar estructuras doctrinales tradicionales que pueden hoy no responder a las mismas necesidades contextuales en las que fueron desarrolladas; y, por otro lado, una conversión pastoral, como pide el papa Francisco, en orden a incluir más plenamente en nuestras comunidades a las múltiples formas de vivir el género y la sexualidad. Estos dos aspectos traen aparejado una cosmovisión de ser y hacer comunidades eclesiales cada vez más sinodales, horizontales, que incluyan, respeten y promuevan la diversidad y las múltiples formas de ser cristianos.
Mirando hacia adentro y adelante
La reflexión acerca de los nuevos modos de vivir la masculinidad lleva a preguntarnos en qué medida se asume que es posible ser varón de otras maneras. ¿Seguimos todavía reforzando estereotipos? ¿Cuáles? ¿Qué pasos vamos dando en el reconocimiento de la pluralidad? ¿Cómo son nuestras acciones, nuestros comentarios, nuestros enjuiciamientos con uno mismo y con los demás sobre el modo en que cada varón encarna su masculinidad?
Por otro lado, ¿en qué medida nuestras comunidades eclesiales pueden reconfigurarse desde nuestras experiencias de género? ¿Qué cambios se van produciendo para no seguir reproduciendo esquemas que hoy ya no responden a nuestros contextos? ¿Qué papel juegan los mandatos que hemos recibido? ¿Los repetimos, los modificamos, los pensamos o repensamos? ¿Cómo son nuestros trayectos evangelizadores? ¿En qué medida incorporan elementos en perspectiva de género desde una inculturación que está llamada a transmitir el amor de Jesús?
Conocernos, aceptarnos y valorarnos a nosotros mismos y a los demás en los trayectos personales y vinculares es parte del camino iniciado por Jesús con su primera comunidad, imagen que estamos llamados a reproducir permanentemente en nuestras comunidades eclesiales. Asumir la universalidad (ser justamente «católicos») es asumir la diversidad, las diferencias o múltiples rostros de ser, sin imposiciones ni estereotipos, sin prejuicios ni anacronismos, realizable y posible solo en el amor, en el acompañamiento y en el caminar-con.
La introspección, la escucha atenta, el discernimiento y los diálogos son cauces que favorecen una transformación interior capaz de traducirse en actitudes vitales más evangélicas. No sin otras personas. En ambientes que faciliten el intercambio sin juzgamientos.
Para valorar la riqueza de la diversidad es necesaria la humildad de quien se sabe un aprendiz de la vida. Como dice Pablo, se nos está abriendo una puerta grande y prometedora (1 Co 16,9), aprovechemos este momento para seguir anunciando la buena noticia del Reino: «Mira que hago nuevas todas las cosas»” (Ap 21,5).
Para valorar la riqueza de la diversidad es necesaria la humildad de quien se sabe un aprendiz de la vida