Kierkegaard, el gran socrático danés, se despacha a gusto al principio de su obra “Migajas filosóficas”. Después de considerarlo poco más que un folleto en el que se encuentran poco menos que meras opiniones, llega a un punto crucial que me permito parafrasear: el maestro o es pura ocasión para la luz que corresponde a Dios o se convierte en impedimento para ella.
“Desde la perspectiva socrática, cada punto de partida en el tiempo es por sí mismo algo contingente, insignificante, una ocasión. El maestro tampoco es más que eso y, si se da a sí mismo o da a su enseñanza de otra manera, entonces no sólo no la da, sino que la quita y, en ese caso, ni es amigo del discípulo ni muchísimo menos su maestro.” (Migajas filosóficas, Trotta, p.28)
La cita recuerda, indiscutiblemente, a Calasanz, santo de la escuela. Y a no pocas personas entregadas de forma tan diversa en el servicio evangélico a los demás. Llamaba a sus maestros, trayendo del Nuevo Testamento, “cooperadores de la verdad”. Javier Alonso nos recuerda en su último libro que “la humildad es también necesaria para educar a los niños pobres, oficio tan despreciado por el mundo. Esta virtud ayuda al maestro a adaptarse a la capacidad de los niños, hace a los hombres aptos para conocer la Verdad y proporciona quietud necesaria para toda actividad pedagógica” (p. 93).
Creo que es imprescindible retomar este punto en toda la misión de la Iglesia para no caer en el activismo y en la tarea, y llevar todo de una profunda espiritualidad, que apunte más allá de sí, que impida y proteja de la autorreferencialidad. No basta con decirlo una vez. Más bien repetirlo incansablemente frente a la tentación de ser lo que no se es y vivirnos más allá de ser hijos de Dios, en una tarea encomendada como siervos. Además, agradecer a quienes nos lo recuerdan, porque buscan nuestro propio bien.