Los sacramentos que curan – Joseba Louzao

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1. Presentación del tema:
El filósofo alemán Odo Marquard nos invitaba a aceptar la propia vida con una frase llena de sabiduría que nos obliga a detenernos para reflexionar: «es libre quien es capaz de reír y de llorar; y tiene dignidad quien ríe y llora, y entre los seres humanos especialmente quien ha reído y llorado mucho». Somos seres frágiles, y no deberíamos tener grandes problemas en reconocerlo. Sin embargo, nos cuesta aceptar con todas las consecuencias que la condición humana es débil y quebradiza. Resulta tremendamente paradójico cómo, en una sociedad donde todo se ofrece a la mirada de los demás, el dolor se intente esconder debajo de la alfombra. Nos gusta presentarnos siempre sonrientes ante el mundo, mientras queremos ocultar nuestras lágrimas.
Como signos de un encuentro profundo, los sacramentos que curan nos acercan de nuevo a la vida como don y fuente del Amor desde la fragilidad de nuestra humanidad. Al inicio del evangelio de Marcos, se nos presenta la curación del paralítico en Cafarnaún, donde podemos descubrir a un Jesús que perdona pecados y cura al enfermo consciente de lo quebradizo de la condición humana y de la necesidad de hacer frente al pecado, la enfermedad y la muerte. El poder sanador de la Gracia (Dios amando y salvando) se hace presente en ambos sacramentos. Los conceptos sanar, curar, salvar o dar vida van de la mano en los Evangelios. De hecho, la tradición cristiana es rica a la hora de presentar a Cristo como un médico integral de cuerpo y alma.
a. La reconciliación o penitencia
El mal afecta siempre a los demás. Somos conscientes del mal que hacemos y cómo rompemos así con la comunión. No podemos ser indiferentes ante esta situación, no podemos seguir hacia delante como si nada hubiera sucedido. En el Génesis, el mito de Caín y Abel ya remarca una pregunta clave: «¿dónde está tu hermano?». De esta manera, se coloca en el centro una idea que después redescubrirán los profetas bíblicos, que denunciaron las injusticias y anunciaron desde el Dios de la Libertad la posibilidad de un mundo más justo. En definitiva, el pecado es experimentado como el alejamiento de la amistad con Dios y la ruptura de la comunión.
Para comprender bien este sacramento, tendremos que desembarazarnos de las habituales concepciones de la penitencia como castigo. En origen, la penitencia hacía referencia al arrepentimiento, al saber que he hecho mal, y a la conversión de la mente. No podemos olvidar que el mensaje de Jesús, asentado en palabras, hechos y oración, anunciaba la llegada del Reino. Y, por ello, la necesaria conversión para vivir como hijos y hermanos, para salir de nosotros mismos. La parábola del Hijo Pródigo está en el corazón del anuncio. Como recordaba recientemente el papa Francisco, «el perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado».
El esquema médico, como ha sabido ver Dionisio Borobio, nos puede servir en este punto para comprender los pasos que se dan para al encuentro reconciliador con Dios. Nos sentimos enfermos. El primer paso será el quebranto de corazón (la contrición) ante la experiencia del pecado. Y queremos curarnos. También es indispensable una voluntad de sanarse, de convertirse. El reconocimiento de nuestras heridas. El siguiente paso es la confesión de los pecados ante la comunidad cristiana representada en el sacerdote. La aplicación de la medicina. La satisfacción no pretende imponer un castigo, sino cumplir un acto de reconciliación, que lleve la conversión interna al exterior con hechos concretos. El médico. La absolución es la expresión sacramental del perdón de Dios. El sacerdote se convierte entonces en un instrumento de la misericordia divina. La sanación. La reconciliación es el encuentro del corazón arrepentido con el Padre que siempre acoge y celebra una fiesta.
De una vez por todas, necesitamos dejar de lado la teología del mérito y ser conscientes del don del Amor. No debemos poner el foco en si Dios nos va a perdonar o no, ya que sólo sabe amar y salvar incondicionalmente. La cuestión es si yo soy consciente del daño hecho y puedo reconciliarme públicamente para recibir la fuerza del perdón de Dios. En palabras de san Jerónimo, «si el enfermo se avergüenza al descubrir su llaga al médico, la medicina no puede curar lo que ignora». Por esta razón, el signo principal de este sacramento está en la absolución, que hace presente la reconciliación del arrepentido consigo mismo, con los demás y con Dios, lo que necesariamente también implica un profundo compromiso de conversión, que nos posee, nos impulsa y nos apremia. La clave no es lo que yo hago, sino desde dónde lo hago.
Pese a la variedad de formas que ha ensayado la Iglesia a lo largo del tiempo para su celebración, el sacramento ha mantenido esta estructura fundamental. En la actualidad, hay tres formas distintas de celebrar la reconciliación: la confesión auricular (el encuentro entre el penitente y el sacerdote) y la celebración comunitaria con o sin encuentro personal. Eso sí, no se recomiendan las celebraciones comunitarias con absolución general, es decir, sin ese encuentro personal entre penitente y sacerdote.
b. La unción de enfermos.
La experiencia es universal: todos los seres humanos sufrimos en algún momento de nuestras vidas la enfermedad. Cualquier grupo humano ha intentado luchar contra la enfermedad no sólo con la medicina, sino también con el apoyo comunitario hacia el enfermo. Lo sabía santo Tomás de Aquino cuando aseguraba que lo doloroso duele más cuando se mantiene encerrado en el interior de uno mismo. Por tanto, el sacramento de la unción de enfermos no es un ritual mágico que pretenda usurpar el lugar a la medicina. Al contrario, pretende hacer presente el consuelo de Dios Amor en la vida del enfermo. Con todo, la unción se ha convertido en demasiadas ocasiones en el hermano pobre de los sacramentos. No nos puede sorprender. Hasta el concilio Vaticano II fue llamada extremaunción, con lo que remitía a un sacramento que se administraba a los moribundos en los últimos momentos de la vida, incluso cuando ya se había producido el fallecimiento.
La unción con aceite se vinculó a la salud en el Antiguo Testamento como un ungüento que se aplicaba para curar las heridas. Además, se utilizaba como perfume frente a la enfermedad. Por otra parte, algunos profetas, como Elías, habían curado a enfermos como signo del poder divino. En el caso de Jesús, la curación se convierte en anuncio de la presencia del Reino de Dios, ya entre los hombres. Sus discípulos recibieron el mandato de curar a los enfermos: «y los envió a proclamar el reino de Dios y a sanar» (Lc 9, 2). Por ello, el sacramento pretende renovar la confianza y la fe en Dios. No se trata de ayudar al enfermo a morir bien, sino a colaborar en la vivencia de la enfermedad con fortaleza y humanidad. El sacramento transforma las innegables oscuridades gracias a la luz del don de la vida.
La unción de enfermos se recibe cuando la salud de una persona está seriamente amenazada o sufre una enfermedad crónica (por lo tanto, se puede recibir en varias ocasiones). El sacramento se puede celebrar de forma individual o colectiva. La forma habitual sigue siendo la privada, pero se recomienda –siempre que sea posible– la celebración comunitaria en momentos litúrgicos fuertes (adviento, cuaresma o pascua) para tomar conciencia de la eclesialidad de este sacramento: la comunidad siempre estará unida a los enfermos. Además de la unción con el aceite, que es el signo principal del sacramento, en la celebración se lee la Palabra, hay un acto penitencial y se recibe la comunión, si el enfermo así lo desea. El ritual actual ya destaca la importancia de atender de forma integral a todas las dimensiones de la persona. Como se afirma en la bendición del óleo: «Tú, que has hecho que el leño verde del olivo produzca aceite abundante para vigor de nuestro cuerpo, enriquece con tu bendición este óleo, para que cuantos sean ungidos con él, sientan en su cuerpo y alma tu divina protección, y experimenten alivio en sus enfermedades y dolores».

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