LOS JÓVENES SON TIERRA SAGRADA
Óscar Alonso
Hace unos días, Liliana Franco Echeverri, presidenta de la Confederación Caribeña y Latino Americana de Religiosos, me decía en una llamada telefónica: «Óscar, qué suerte poder trabajar con los jóvenes. Ellos son tierra sagrada». Me quedé gratamente sorprendido por esta expresión tan sencilla como profunda y tan repleta de significados. Porque así lo creo también yo: nuestros jóvenes son realmente tierra sagrada, tierra bendecida, colmada de vida y de posibilidades, tierra que rezuma alegría y que a borbotones grita libertad, ganas de celebrarlo todo y de crecer. Tierra en la que Dios hace su trabajo y siembra a tiempo y a destiempo para que su Palabra caiga, eche raíces, germine y dé fruto. Tierra siempre fresca y dispuesta para lo nuevo, lo bello y lo justo. Tierra multicolor y unidiversa. Tierra sagrada.
Cuando uno recuerda su juventud siempre aparecen en esos recuerdos la vitalidad, las ganas de experimentar, el deseo irrefrenable de ser uno mismo, las rebeldías con o sin causa en las que se enroló, los primeros viajes, los primeros amores, los primeros desamores… y en todo una energía y una vitalidad inauditas. Y cuando uno es joven… toda su vida es un volcán en erupción y todo cuanto se experimenta se hace como si no hubiera impedimentos, ni fronteras, ni limitación alguna.
Pero siendo todo ello verdad, esa tierra sagrada es también tierra expuesta, que se cuartea, que a veces es pisoteada, que se parte en mil pedazos, que no siempre controla sus emociones, que no siempre se hace cargo de lo que siente y padece, de lo que ama, de lo que sufre, de lo que se rompe, de lo que duele… porque los jóvenes son tierra sagrada pero no exenta de sequías, de fríos, de calores extremos y de inundaciones provocadas por el sufrimiento, la enfermedad, los fracasos, incluso por las pérdidas de seres queridos a los que, al menos en esta Tierra, ya no verán más.
Es verdad: los jóvenes son tierra sagrada, pero en todo tiempo y en estos tiempos, de modo particular y de forma apremiante, son tierra sagrada que vive las inclemencias del tiempo que nos está tocando vivir como pueden, como saben y como les hemos enseñado a responder a los tiempos recios, inciertos o cargados de heridas y cicatrices.
La pastoral juvenil, lejos de tratar a los jóvenes como supervivientes a lo que sucede, lejos de pintar la muerte, el dolor y el sufrimiento de colores más amables como si de cuestiones de apariencia se tratase, ha de ayudar a reconocer las sombras, enseñar a sanar heridas y acompañar procesos que, aunque a veces no lo parezca, forman parte del misterio de la vida y también conforman una parte determinante del propio itinerario creyente.
En este escenario en el que estamos, en el que parecía que la COVID-19 solo afectaba a los mayores, que una vez detectada era cuestión de días y que lo peor ya había pasado, resulta que los jóvenes están siendo zarandeados fuertemente por las consecuencias de la pandemia. Quizás en ellos la incidencia sigue siendo muy baja y casi insignificante respecto de otros grupos de interés, pero sus abuelos, sus padres, sus familiares y muchos amigos y conocidos de estos han sido blanco de esta pandemia. Incluso alguno de sus amigos, sin enfermedades ni patologías previas, o no han superado la enfermedad o se debaten ahora entre la vida y la muerte o entre una vida dependiente o una vida recuperada.
Y es entonces cuando surgen las preguntas, las dudas, los vacíos, los interrogantes profundos y la necesidad de ser escuchados, acogidos y acompañados. Porque, lo queramos o no, lo veamos o no, la realidad de la muerte nos afecta a todos. Y a los jóvenes también.
¿Cómo afrontamos el tema de la muerte en la pastoral juvenil? ¿Cómo acompañamos el duelo de los jóvenes que pierden a algún ser querido? ¿Cómo afrontamos junto a los jóvenes la realidad de la enfermedad en su vida? ¿Cómo hablamos de la fe en Jesucristo cuando la vida se sabe amenazada por un cáncer o alguna enfermedad cuyo pronóstico anuncia un desenlace que no queremos aceptar? ¿Cómo trabajar con los jóvenes la realidad de la debilidad y de la muerte en estos tiempos en los que se vive como si la vida fuese una propiedad privada sin límites?
Necesitamos una pastoral juvenil que aborde el tema de la vida en toda su amplitud, que trabaje con los jóvenes los rasgos más importantes de la antropología cristiana, que, como hizo san Francisco, logre hablar de la muerte como hermana y no solo como una amenaza ante la que nos paralizamos y huimos, que afronte con los jóvenes las diferentes etapas del duelo (evitación, asimilación y acomodación), que en el caso de ser necesario no evite trabajar con los jóvenes la aceptación de la realidad de las pérdidas, el soportar con ellos el dolor de las mismas, el acompañar el proceso de adaptación a la vida sin las personas fallecidas y el seguir viviendo creyendo en que la muerte ni es ni tiene la última palabra.
Sabemos, tal y como nos indican los expertos, que el duelo cuenta con diferentes etapas que organizan de una determinada manera las reacciones, los sentimientos y el proceso de sanación. En esas etapas, la pastoral juvenil debe hacerse presente y debe poder aportar a los jóvenes herramientas, espacios y compañeros de camino que les ayuden a gestionar emocionalmente lo que están viviendo cuando lo están viviendo.
Los que trabajamos con jóvenes nos damos cuenta de que la pandemia, los confinamientos, las restricciones, las pérdidas y las secuelas de este tsunami son evidentes, a veces superficialmente, a veces de forma temporal y pasajera y, en ocasiones, de manera devastadora y que, antes o después, se dejan ver y sentir también en ellos. Es imposible vivir ajeno a cuanto acontece. Y los jóvenes, que a veces parecen vivir en una realidad paralela, nos están diciendo que no es así y que ellos también padecen los efectos de este virus y sus consecuencias, efectos que secan, agrietan y pueden hacer infecunda tanta tierra sagrada.
Debemos ser lo suficientemente proactivos como para poder afrontar aspectos y reacciones como la ansiedad o preocupación en cuanto a la seguridad propia o a la de otros, la irritabilidad, la angustia, la tristeza, la culpa, el entumecimiento emocional, la sobreexcitación del sistema nervioso, la reacción al contacto físico, el retraimiento de los demás, el desorden emocional, la reproducción o el revivir los traumas, etc. Todo esto y mucho más exige de nuestra pastoral un esfuerzo y adaptación para que los jóvenes sientan que la fe en el Señor Jesús también posibilita vivir con hondura y en esperanza nuestras heridas, nuestras enfermedades y la muerte que se hace presente en lo cotidiano de su existencia sin pedir permiso y sin encontrarnos nunca debidamente preparados para acogerla y asimilarla.
Nuestra pastoral juvenil debe posibilitar que los jóvenes de nuestras comunidades tomen conciencia de que no se puede vivir la vida sin sufrir, que el sufrimiento y el morir forman parte de la vida y que, por lo tanto, hay que estar preparados y dispuestos a saber sufrir ante las adversidades de la vida.
De igual modo, debemos ayudarles a entender qué significa que no se puede sufrir sin esperar, es decir, que, ante el dolor, la enfermedad, incluso ante la muerte, debemos caminar a su lado para que no se queden apegados a estas realidades, sino para que aprendan a esperar y adentrarse en nuevos territorios antes no explorados, como por ejemplo la esperanza, el agradecimiento y la búsqueda de su lugar en el mundo.
Finalmente, sería fantástico que trabajáramos con nuestros jóvenes desde el convencimiento de que no se puede esperar sin abrirse a otros, al mundo, a la vida, a los seres queridos y a los compañeros de itinerario creyente, de que abrirse a la vida y salir a ella es la forma más sana de seguir viviendo, el mejor modo de seguir viviendo a pesar de las ausencias, de las heridas y de nuestras muchas preguntas.
Como bien ha afirmado el papa Francisco, «los jóvenes nos hablan y nos interpelan, nos hacen caer en la cuenta de las luces y sombras de nuestra comunidad, y con su entusiasmo nos animan a dar respuestas acordes a nuestro tiempo. Ellos son el terreno fértil y nuevo que Dios regala a las comunidades cristianas. A los agentes de pastoral se os encomienda la tarea de acompañarlos con respeto y mansedumbre en el camino de su maduración personal, para que se afiancen en la fe y, con la gracia del Señor, den frutos de amor y esperanza».
Porque los jóvenes son tierra sagrada pero no están exentos de vivir y afrontar, también desde la fe, la realidad de la debilidad humana, la enfermedad y la muerte. Los jóvenes son el ahora de Dios y como tal están llamados a encarnar en su vida, con sus palabras y sus medios la esperanza que es don y que no defrauda.
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