Lo más difícil de la esperanza es germinar. Vivimos (probablemente siempre, aunque cada cual lo vive de modo tan personal y único que es difícil diferenciar) en un contexto que suprime la esperanza, la corta muchas veces de raíz, y en la que encuentra poco eco positivo. La subjetividad, lo que cada persona vive en primera persona, se ve rápidamente contrastada por otros, normalmente cuestionada y, casi siempre, a la baja. Como conclusión rápida, los entusiastas en nuestro mundo, reciben tantos ecos negativos y contra su esperanza, que resistir es más don que obligación.
Pienso en los jóvenes, en ese discurso tan cercenador y “castrante” que reciben a diario, en el que más que soñar deben plegarse. Pienso en quien asume una responsabilidad con novedad, y en todos los ínfimos detalles en los que termina desembocando su tarea. Pienso en la capacidad de contagiar, en que la esperanza no puede ser fruto de uno mismo, sino algo compartido con otros para que sea eficaz. Y cómo esta última frase, probablemente aplaudida, signifique la muerte de la esperanza de tantas personas con ilusión, que terminan cediendo a “lo que había”, “lo que hay”, y las comodidades en las que están instaladas tantas personas.
La esperanza tiene tantos enemigos y son tan reales, que se lucha con ellos en lo posible y no meramente en la acción y concreción del día a día. La cerrazón, la repetición, la comodidad, la falta de interrogantes, todo esto son enemigos de la esperanza antes de que pueda actuar, de mostrarse.
Las personas que han vivido, han vivido con esperanza y contra toda esperanza. Los que no viven, terminan plegados a lo que hay, se hace o se “debe” hacer según el contexto.
Pocas veces ponemos en valor a María en su respuesta diferente, y qué olvidado está José, que supo acompañar lo que no terminaba de entender.