El despegable preparado por el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza para introducir someramente la exposición sobre del artista francés de origen polaco indica un par de veces la reiteración en su obra de la sexualidad, el erotismo y la presencia de mujeres y jovencitas adolescentes en poses equívocas, cuando no completamente desinhibidas. La contemplación superficial de la exposición lo demuestra.
Ahora, ¿es así cómo debemos aproximarnos los cuadros de Balthus o existen claves visuales que debamos tomar en consideración para comprender la tarea de este excepcional pintor “figurativo”, que por ende se definió a sí mismo como “católico prácticamente muy exigente” (Memorias, 7) y del que nunca se ha sospechado de su probidad? Intentemos escucharle a él mismo. Entresaco algún fragmento de sus magníficas memorias, en las que mezcla recuerdos con soberbias reflexiones sobre el sentido espiritual de su pintura.
Sobre las adolescentes como motivo pictórico.
“Si estamos rodeados de tantas cosas bellas, ¿por qué nos empeñamos en evitarlas? Sólo he querido pintar lo que era hermoso, los gatos, los paisajes, la tierra, los frutos, las flores, y por supuesto a mis queridos ángeles, que son como reflejos idealizados, platónicos, de lo divino. […] De lo que se trataba era de acercarse al misterio de la infancia, a su languidez de límites imprecisos. Lo que yo quería pintar era el secreto del alma y la tensión oscura y a la vez luminosa de su capullo aún sin abrir del todo. El pasaje, podría decirse, sí eso es, el pasaje. Ese momento indeciso y turbio en el que la inocencia es total y enseguida dará paso a otra edad determinada, más social. (Memorias, 57)
“Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca las pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad, crear un vértigo a su alrededor. Por eso las consideraba ángeles. Seres llegados de fuera, del cielo, de un ideal, de un lugar que se entreabrió de repente y atravesó el tiempo, y deja su huella maravillada, encantada o simplemente de icono.” (Memorias, 17)
Sobre el sentido de su pintura.
“Hablar de ángeles no significa necesariamente que exista una relación entre la religión y la pintura. La verdadera relación entre ellas es el hilo que va de cada una a lo infinito y lo invisible. […] Cuando me acusaban de ser un pintor figurativo en plena euforia abstracta, no se les ocurría que mi pintura tuviera más intención que hacer figuración. Por otra parte, yo lo supe en cuento me dediqué a escuchar atentamente a los antiguos. Los grandes maestros de la pintura sagrada y religiosa, tanto en Occidente como en Oriente, no se limitan a ser figurativos. Es verdad que designan, que muestran, pero sobre todo hacen ver más allá, su pintura hace que la mirada se vuelva hacia uno mismo, medite y se plantee las grandes cuestiones espirituales. Porque sería vano y poco innovador limitarse a hacer figuración sin despertar con ello ningún eco interior. La gran pintura de la Edda media, lo mismo que la de la India sagrada, en realidad expresan una teología interior, lo que muestran tienen como finalidad revelar, lo que transcriben en el lienzo conduce a una reflexión íntima, a una elevación espiritual. A una metamorfosis. En este sentido, la pintura y la religión se relacionan, porque ambas son instrumentos de transformación, vías de acceso alquímicas.
A veces, al contemplar la pintura, de repente he tenido la sensación de estar ante algo inmenso y vertiginoso. El rostro humano puede abrirse de repente y dar paso a unos mundos inauditos, grandiosos. Entonces me encuentro en un estado religioso, en un espacio sagrado. Esa es la meta que debe ponerse el pintor. De lo contrario su arte no sería más que técnica y habilidad. Pero su técnica también puede ayudarle a avanzar por la senda.” (Memorias, 96)
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Tras visitar la exposición por segunda vez después de leídas y releídas sus memorias, me quedo con el interrogante de sus rostros adolescentes y con un objeto simbólico en el que alguna de sus jovencitas se mira, el espejo, ese “tragaluz abierto al sueño, a la imaginación” (Memorias, 79) por el que ellas se adentran en un “sabe Dios dónde”, ámbito al que nos invitan a entrar para llegar a ese espacio de encuentro profundo que trasciende la mirada lasciva y la imaginación ramplona.
Imagen adjunta: Balthus (1938), Thérèse, MET, Nueva York, © Artist Rights Society (ARS), New York.
Textos citados. Balthus (2014). Memorias, Barcelona, España: PRHGE.