Había una vez un bello huerto con plantas de todas las especies. En él también crecían cebollas. Cierto día, inesperadamente comenzaron a nacer cebollas especiales. Cada una pasó a tener un color, un brillo diferente. Después de mucha investigación sobre la causa de aquel resplandor, se verificó que cada cebolla tenía dentro de sí una piedra preciosa. Un topacio, una agua marina, un rubí… El hecho empezó a incomodar y comenzaron a decir que aquello era peligroso, intolerable, vergonzoso.
Mortificadas, las bellas cebollas entonces empezaron a usar capas y más capas para esconder su piedra preciosa. Y fueron quedando cada vez más oscuras y feas, para disimular como eran por dentro. De esta forma acabaron transformándose en cebollas totalmente vulgares. Fue cuando pasó por allí un sabio que gustaba de sentarse a la sombra del huerto y que entendía el lenguaje de las cebollas. Extrañado de lo que pasaba con ellas, les preguntó por qué no se mostraban como de verdad eran por dentro. Ellas le contaron: se vieron obligadas a usar las capas para no ser criticadas y hostilizadas.
Y el sabio verificó que eran tantas las capas que las cebollas usaban que algunas ni recordaban como en verdad eran. Esto entristeció al sabio al punto de hacerlo llorar. Cuando vieron al sabio llorar, pensaron que llorar delante de cebollas era cosa de sabios. Es por eso que todavía hoy todos continúan llorando cuando una cebolla abre su corazón.
Charly Rivel, el maestro de los payasos, explicaba que un día se enteró de la muerte de su madre justo antes de subir al escenario. Se terminó de pintar la cara y salió a hacer reír a los niños como nunca lo había hecho, aunque las lágrimas le iban cuesta abajo por dentro. De alguna manera, este hecho, ¿no nos recuerda a tantas personas, importantes, que van por la vida con una máscara de color de rosa, de prepotencia, de carnaval… pero su corazón gotea sufrimiento, amargura, violencia…?
La Cuaresma es un tiempo privilegiado para centrarnos en lo esencial, buscar «la piedra preciosa», aunque nos haga llorar el ejercicio de irnos despojando de capas superficiales que a lo largo del tiempo, hemos ido acumulando y están oxidadas.
La ceniza, tocada por la cruz en la frente al inicio de estos cuarenta días previos a la Pascua, recuerda la caducidad de nuestro cuerpo, pero no de nuestra vida. ¡Cuánto orgullo o amor propio para quemar!
El ayuno, más allá de la «carne» o el «pescado», nos habla de ser capaces de vivir más felices con mucho menos, potenciando el saborear, sin prisas, unas relaciones humanas fraternas o las mismas cosas de las que nos servimos. O quizás para muchos, particularmente este año será vivir la precariedad buscando la «piedra preciosa«.
La limosna, siempre fruto de dicho ayuno y no de lo que nos sobra, de entrada que no sea para tranquilizar la conciencia, sino para ejercitar nuestra solidaridad, pagando la deuda social que todos tenemos.
La interiorización-oración es la que dará cuerpo al ayuno y a la limosna. A través de ella, a lo largo de estos cuarenta días, volveremos a casa como el Hijo Pródigo. «Contra ti he pecado… Crea en mí un corazón puro… Devuélveme la alegría de tu salvación « (Salmo 50).
A lo largo de la Cuaresma os invito a recordar a nuestro amigo misionero en Togo Mn. Joan Soler. El testimonio escrito que nos regalaba hace unos años, apenas llegado a ese país, todavía puede motivarnos en esta Cuaresma: «¡Ya estoy en Dapaong! Siento decirlo, es más pobre de lo que pensaba… Hace mucho calor, lejos se escuchan algunos tam-tams. Son las seis, el campanero repica las campanas de la iglesia. Voy a misa, es en dialecto “moba”, no entiendo nada, pero la gente canta, la gente sonríe, la gente reza… Tengo las piernas llenas de picaduras de mosquitos, no sé si hoy tendré luz, difícilmente internet. Fuera, el gallo canta, ya es de día; los cerdos se comen la suciedad de la calle (menos los plásticos), los lagartos pasan rápidos por el patio de la parroquia. Fuera está el mercado, el ruido, la gente, muchos niños… y cada vez hace más calor, y me siento debajo de un árbol, una mujer me saluda, sonrío, sonrío… ya estoy en África y,… doy gracias a Dios por la vocación recibida… ¡Soy feliz! Un fuerte abrazo.