La sequía me hizo sabia – Elena Pérez Hoyos

 

“Bendito aquel que confía en el Señor, y en él pone su esperanza.

Es como un árbol plantado junto al agua, que alarga hacia la corriente sus raíces. Nada teme cuando llega el calor, su follaje se mantiene verde, en año de sequía no se preocupa,

ni deja de producir sus frutos.”

 

(Jer. 17, 7-8)

 

Aquella primavera el sol me azotó sin piedad. Se me negó la bendición de la lluvia. Todas mis hojas se secaron, y las vi caer muertas a mis pies. El viento sur me agrietó las ramas y el tronco. Se me entristecieron las flores, no di frutos aquel verano. Me convertí en una silueta deforme, grotesca, sin vida. Ni dar sombra podía, tal era mi desnudez. Dejé de silbar con la brisa, dejé de bailar. Dejaron de visitarme los pájaros y los sueños. Y creí morir, viendo frustrada mi vocación de ser árbol frutal, generoso y fértil. Creí morir viendo secarse el futuro para el que alguien me plantó cuando yo no era más que una promesa.

Pero aquella primavera la sequía me hizo sabia.

En la agonía, en la sed, en el delirio, tomé conciencia de mis raíces. Aquellas que más se hundían cuanto mayor era mi necesidad de agua. Mientras yo moría por fuera, ante los ojos del mundo, algo crecía en mí bajo la tierra. Mis raíces se fortalecieron movidas por la sed. Hurgaron laberintos secretos, absorbieron flujos subterráneos, se hundieron cada vez más profundas, cada vez más voraces. Las descubrí extendiéndose a mis pies para abarcar más espacio, y recogiendo ansiosas el agua que me devolvería la vida.

Esas raíces nudosas me regaron el cuerpo de savia fresca. Y la savia me sacudió las ramas, me despertó las flores.

Y un tiempo después di fruto abundante, capaz de apagar el hambre. Y mi sombra refrescó el descanso de los caminantes. Y mis hojas, silbando al viento, fueron de nuevo la melodía del bosque.

Aquella primavera la sequía me hizo sabia. Me enseñó a anclarme a la tierra, para que sean tan profundas mis raíces que no haya sed que no alivien. Y supe que seguiré dando frutos siempre, gracias a la vida que me recorre y me riega, y que brota de las entrañas del mundo para convertirse en alimento en los extremos de mis ramas.

Y desde entonces aquí estoy, enorme y frondosa, fértil y alegre. Y nunca más han dejado de visitarme los pájaros. Ni los sueños.