La queja de Marta, producto de una vida agitada, menoscaba la fraternidad…
P. Oscar García, Sch.P
Marta, es una mujer que le abre las puertas de su vida a Jesús (v.38). Pero, a diferencia de María, Marta no se aquieta ante Jesús, no tiene orientada completamente su vida hacia él. Algo la desorienta aún. Su vida no está sostenida en la escucha de la Palabra (v.39). Su trabajo, sus tareas, sus proyectos, que no son malos, están por encima hasta de su hermana (V.40), hasta de la misma fraternidad. Marta se preocupa y se agita por muchas cosas. Su situación vital está agitada (v.41). Y Jesús le recuerda lo que verdaderamente es importante, Él y la escucha de la Palabra.
O vivimos desde una experiencia comunitaria anclada en la contemplación de Cristo, o viviremos quejándonos los unos de los otros porque nos consideraremos más eficientes, más capaces, que los demás hermanos. Llegaremos a pensar que nuestros criterios de trabajo son tan buenos que todos deben unirse a nosotros en menoscabo de la vida comunitaria asentada en el Evangelio.
Marta y María son amigas del Señor, las dos le abren su casa. Cada una es valiosa. El problema no es lo que hace Marta, ni ella, es la queja que le hace a Jesús de su hermana: “¿No te importa que ella me deje sola en el trabajo?”. El criterio de fraternidad, para ella, es el trabajo y no la dedicación a Cristo. Por eso Jesús recuerda que María tiene la mejor parte. Esto es lo que nos toca cuidar. Nuestra primera misión, lo esencial, es la comunidad escolapia anclada en Cristo, el Señor nos envía. La mística de nuestras comunidades religiosas es la mejor parte. No somos unos buenos gerentes de colegios o de parroquias, somos hermanos escolapios, nos une el Evangelio, y somos enviados, al estilo de Calasanz, a compartir nuestro tesoro con los niños y todas las personas de nuestras obras.
El mundo actual nos lleva corriendo, queremos llegar a todo, nos esclavizamos del trabajo. Vivimos dispersos, angustiados. La vida agitada de Marta es la vida de la mayoría de las personas. El sinsentido ante todo lleva a la deshumanización propia y a la falta de fraternidad. Queremos tenerlo todo, controlarlo todo, y al final, somos esclavos de todo, vamos perdiendo libertad, nos alejamos de Dios y dejamos de amar al hermano. Nos toca entonces, detenernos, sentarnos a los pies del Señor, escucharlo, así tendremos la mejor parte. Nutrir nuestras vocaciones para luego salir al encuentro de aquel que está perdido. Que la escucha del Señor nos lleve a dar lo mejor de nosotros allí donde estemos, a construir un mundo más fraterno y humano.
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