La paja ajena y la viga propia – Iñaki Otano

Iñaki Otano

En aquel tiempo, ponía Jesús a sus discípulos esta comparación: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine su aprendizaje será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.  (Lc 6, 39-45)

Reflexión:

El fabulista mejicano José Rosas (1838-1883), en su fábula sobre el camello de dos jorobas y el dromedario de una sola joroba,  muestra la vigencia de la interpelación de Jesús sobre la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. El camello se burla de la alta joroba antiestética que presenta el dromedario, sin tener en cuenta que él tiene dos jorobas a falta de una. El poeta concluye: “Hombres hay que no encuentran nada bueno, que aunque son de defectos un acopio, la paja miran en el ojo ajeno, y la viga jamás ven en el propio”. 

          Más que a ser autocríticos con nuestros desajustes, tendemos a atribuir a los demás lo que nos disgusta de nosotros mismos. La culpa de cómo somos o de lo que nos pasa la tienen siempre los demás. Somos asimismo inmisericordes con aquellos en los que vemos reproducidos nuestros propios defectos.

          En realidad, tenemos dificultad para integrar lo negativo que descubrimos en nosotros. Por eso, lo lanzamos sobre los demás. A veces llevamos heridas interiores de las que no somos totalmente responsables porque se gestaron o se produjeron por factores ajenos a nosotros y cuando no se nos podía pedir una madurez. Incluso, como dicen los psicólogos italianos Cencini y Manenti, “hay heridas que no cicatrizan nunca y con las cuales es necesario aprender a convivir”.

          La solución no está en dedicarse a ver defectos en los demás, para esconder o justificar los propios, ni en convertir la vida en un permanente lamento estéril de lo que fue o pudo ser el pasado, sino en afrontar la realidad del presente: “El hombre puede no ser responsable de sus debilidades, pero es responsable de la actitud que toma frente a ellas… Integrar significa concretamente: esforzarse en descubrir los propios puntos débiles, aceptarlos sin especiales angustias y fatalismos, reconocer que se es persona en continua formación y necesitada de ayuda, hacer lo posible para limitar sus efectos comportamentales y para que no pesen demasiado sobre los demás, no pretender resolver todo radicalmente y precipitadamente, sino tomar las debidas precauciones, vivir la inmadurez como parte del propio yo y como signo de un límite que el hombre no se aviene a soportar, sino que tiende a superar”.