LA MEMORIA DEL PERDÓN – María Dolores López Guzmán

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María Dolores López Guzmán

doli.lguzman@gmail.com

Abruma tanto conflicto. Parece que no hay salida y que el mundo se viene abajo: la guerra nos pilla cerca y los problemas cotidianos —familiares, laborales, o entre amigos— desaniman. Hay veces que uno preferiría quedarse encerrado en la habitación, protegido entre cuatro paredes. Pero no funciona. ¡Cuántas veces uno no se entiende a sí mismo y se convierte en su peor enemigo! Como decía san Pablo, estamos divididos por dentro, porque realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco (Rm 7,15). ¿Y esto tiene arreglo? ¿Existe alguna vía para encauzar tanto daño y tanto pesar?

Se nos habla del perdón como la alternativa para frenar el efecto que las heridas que causamos o que los demás nos provocan han dejado en cada uno de nosotros; y de reconciliación con el mundo, ante tanto desastre que nos rodea y desespera. Porque si seguimos el impulso de la rabia o el resquemor, la escalada de lo malo iría creciendo imparable y generando callejones sin salida. Solo tendrían ventaja los más fuertes, los capacitados para soportar mejor el dolor o los que cuenten con recursos sobrados para aplastar a los demás. Pero ni siquiera en ese caso la ganancia compensaría. Siempre habría pérdidas para todos, también para los supuestos ganadores. Aunque solo fuera por eso, merecería la pena explorar la reconciliación y el perdón. El problema: la cantidad de ideas equivocadas que rodean a ambas realidades y que impiden apostar con más determinación por ellas. 

El perdón forma parte del lenguaje cotidiano

  1. Lo que se dice del perdón

De la reconciliación no hablamos con tanta asiduidad en el día a día; sí del perdón, que forma parte del lenguaje cotidiano, bien para usarlo como fórmula de disculpas —«perdona el empujón, ha sido sin querer, no me he dado cuenta de que estabas delante»—, bien para ofrecerlo (o exigirlo) cuando ha habido alguna ofensa de por medio —«deberías pedir perdón a tu hermano por haberle insultado»—. A pesar de ello, circulan dichos y frases hechas sobre el perdón no del todo acertadas que generan confusión y que, en algunos casos, suponen un freno o impedimento para tener una experiencia auténtica e ilusionante. Por ello es importante clarificar las sentencias que forman parte del acervo popular.

«Perdono, pero no olvido»

Quizás sea esta la más extendida de todas las expresiones asociadas al perdón. También la más controvertida. Porque en la misma frase se pretende vincular dos realidades opuestas, como son la absolución del culpable —«perdono»—, con algo que transmite cierto deseo de venganza —«pero no olvido»—. El ofendido, después de haber realizado un acto tremendamente generoso, termina con una grave advertencia al ofensor para que no piense que todo el monte es orégano y que, después de recibida la gracia inmerecida, no se le ocurra volver a las andadas. El perdonador se convierte así en alguien que vigila, pendiente de todos los movimientos de aquel a quien ha decidido absolver hasta cierto punto. Un perdón con restricciones. Como si el otro tuviera que vivir con el miedo a perder la gracia recibida al mínimo descuido o recaída.

Algo rechina o disuena en este planteamiento.

«Borrón y cuenta nueva»

Tampoco encaja esta expresión con la intencionalidad del perdón, atento siempre al daño que la persona agraviada ha recibido y que merece cuidado y consideración. ¿Quién desearía llevar a cabo una acción que pasara página tan rápido de las heridas que la ofensa ha provocado? En todo caso el que las haya causado, porque así su sentimiento de culpa se vería aminorado. Pero ¿y la víctima? ¿Además de absolver debe comprometerse a vivir como si nada hubiera pasado?

No se debe tratar a la ligera el dolor

La tentación de minimizar el daño es muy grande para todas las partes. Porque el sufrimiento molesta e incomoda. Tenemos tendencia a esquivarlo (unos, porque al actuar como si no existiese piensan que así sufrirán menos; y otros porque de este modo sentirían que no son tan malas personas, que no han hecho tanto mal). Pero no se debe tratar a la ligera el dolor. Es importante darle el espacio y el lugar que merece, porque condiciona nuestra historia y remite a experiencias importantes que en ocasiones nos marcan de por vida. No parece, pues, demasiado sensato pensar que una realidad buena y deseable como el perdón exija a todas las partes, y especialmente a las víctimas, que den un rodeo o pasen de largo, más pronto que tarde, de sus heridas. Sería demasiado pedir… e imposible de ejecutar.

«Dar tiempo al tiempo»

Apelar al tiempo suele ser un comodín habitual para salir airoso de situaciones de bloqueo. Es un buen modo de desplazar la presión sobre uno mismo. No siempre somos capaces de saltar por encima de nuestros miedos y movilizarnos, o de dejar a un lado el resentimiento para reconciliarnos, por eso se propone al tiempo como la gran solución. ¡Cuántas veces habremos escuchado que el tiempo lo pone todo en su sitio o que lo cura todo! Y, sin embargo, la experiencia muestra que no existe una relación causa-efecto, es decir, que no es suficiente con dejar a la temporalidad discurrir sin más para obtener como resultado la disolución de nuestros males o la capacidad para resolverlos pacíficamente. Está constatado que no siempre, con el paso del tiempo, cuesta menos perdonar o recibir el perdón. En ocasiones sucede todo lo contrario; que las heridas y la rabia se enquistan aún más. Por lo tanto, descargar nuestra responsabilidad confiando en que el tiempo actuará a nuestro favor, es sumamente arriesgado pues no tiene entidad propia ni capacidad de decisión, simplemente es una condición de la existencia.

«Repartir la culpa»

La mayoría de las veces que somos conscientes del daño que hemos causado, nos asustamos y tratamos de explicar a otros, o de convencer a la persona que ha sufrido nuestro mal-querer, que «no era nuestra intención», que no queríamos causar tanto dolor, y que quizás el mundo, nuestra historia, o la otra persona, hayan contribuido asimismo a generar esa situación. Repartir culpas ayuda a sentirse mejor. De hecho, está muy extendida la convicción de que «dos no pelean, si uno no quiere», o de que en conflictos entre personas cada uno habrá puesto algo para llegar a esa situación. La responsabilidad, cuando es compartida, se sobrelleva con más calma.

No obstante, textos emblemáticos como la parábola del hijo pródigo ponen en cuestión esta versión de los hechos, es decir, que no siempre se puede imputar a todos los implicados el daño en una relación rota. En el relato evangélico, Jesús deja claro que el padre es rechazado por el hijo por el egoísmo de este, que solo buscaba su propio querer e interés. Y, aun así, el padre le espera y anhela el reencuentro. Por tanto, si algunos momentos requieren hacerse cargo entre todos de la situación, en otros, sin embargo, lo importante será determinar quién es la víctima, y quién el culpable.

El perdón abre una realidad nueva

«Paz con uno mismo»

Una de las razones de moda para animar a la gente a perdonar es que, quien lo haga, se sentirá mejor, se quedará en paz consigo mismo y experimentará plenitud. Dicho así, la verdad es que atrae, ¿quién no desea librarse de las tensiones que la rabia y el resentimiento generan dentro de nosotros? ¿Cómo no buscar todos los medios a nuestro alcance para descansar después de tanto sufrimiento? Sin embargo, esta versión de los hechos olvida un dato esencial. El perdón tiene un primer destinatario que no es precisamente uno mismo, sino el ofensor. Y es a Él a quien esa gracia inmerecida le puede devolver la paz perdida. El perdonador, siguiendo la estela del amor extremo, perdona porque coloca en un lugar preferente a la persona que le ha agraviado. Se puede experimentar la paz por hacerlo… sí; pero no es lo que busca en primera instancia. Jesús perdonaba… y nunca mencionó lo bien que se sintió.

  1. Lo que se debería decir

A través de los ejemplos anteriores, y desgranando algunos de los retos que subyacen en esas formulaciones tan populares, detectamos que hay datos fundamentales que no son tenidos en cuenta y que, no obstante, conforman el núcleo del perdón: en primer lugar, la consciencia (el perdón sabe lo que hace y no pasa de puntillas por el sufrimiento, ni por el pecado, de ahí su grandeza); en segundo lugar, la gratuidad (el perdón perdona porque quiere, y mira con misericordia a quien tiene enfrente, pues ese es su objetivo principal); y en tercer lugar, el perdón abre una realidad nueva (ni vuelve a lo anterior, ni hace como si nada hubiera pasado), y en ese orden nuevo pone el acento en la paz y facilita la reconciliación.

Recordar y nombrar

El perdón necesita conocer lo que ha sucedido para actuar; saber a quién perdona y el qué. Mira lo concreto y, para ello, hace un ejercicio de memoria. No le mueve el rencor o el espíritu de venganza (característico del «perdono, pero no olvido») sino el deseo de aliarse con la verdad, de reconocer los hechos, de poner nombre a lo sucedido y de tratar con dignidad a unos y a otros. En nuestra cultura, tan inclinados a exculpar sin más, terminamos infantilizando a las personas. El prestigioso psiquiatra Víctor Frankl afirmaba que los delincuentes altamente peligrosos, como los del del centro penitenciario de San Quentin (San Francisco) que visitó, le agradecieron cuando les puso delante su delito, sin excusas: «Vosotros sois hombres como yo, y como tales, libres y responsables. Vosotros os tomasteis la libertad de cometer un absurdo, un delito, de culpabilizaros. ¿No queréis responsabilizaros también para superar vuestra culpa? Conocéis la estatua de la libertad. Está en la costa oriental de vuestro país. ¿Qué os parece si erigís aquí, en la costa occidental, una estatua de la responsabilidad? Aún no han erigido una estatua, pero acogieron el fondo de la propuesta, y de un modo fehaciente».

Algunas de las palabras más bellas recogidas en el evangelio las pronunció el hijo pródigo al volver a casa: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; no soy digno de llamarme hijo tuyo». Una confesión limpia. Difícil no conmoverse ante tal ejercicio de honestidad.

Abrir un futuro nuevo

En el lento y trabajoso proceso de la reconciliación (volcado en unir todo lo que ha quedado fracturado y dividido) el perdón posee un papel decisivo, pues es la palabra que ayuda a desactivar las ofensas y recolocar el dolor de las heridas. Este costoso camino cuenta con el discurrir del tiempo, pero no porque confíe en que es él quien va a curar y a poner las cosas en su sitio, sino porque ayuda a poner la mirada en el futuro y a no quedarnos atascados en el pasado. El futuro va asociado a la esperanza porque abre posibilidades nuevas a las historias.

El futuro va asociado a la esperanza porque abre posibilidades nuevas a las historias

Cuando se comete una agresión o se pisotea a alguien, sería poco ético hacer como si nada hubiera pasado. Esa pretensión humillaría aún más a los ofendidos. Pero tampoco ayudaría detenerse en el dolor y la rabia. Por eso es tan importante el perdón, que ofrece una vía a una situación sin salida. Cuando se perdona, se deja de identificar al culpable con su culpa y, sin olvidar la justicia, abre posibilidades de una vida diferente a la de antes, pero con un horizonte de posibilidades nunca antes imaginadas. Otro mundo es posible.

Cuando un amigo traiciona la confianza, es difícil perdonar, pero, si se hace, es posible que la amistad ya no sea la misma. No importa. Quizás el nuevo modo de relacionarse esté más ajustado a la realidad de cada uno, y termine siendo más profundo.

Ventana para la paz y la reconciliación

El gran reto de la vida —de cualquier vida— es aprender a convivir con las heridas, los fracasos, las ofensas, los desprecios… Porque estar alegre cuando las cosas van bien es lo natural, pero ¿es posible vivir pacificado con el sufrimiento que nos han causado? ¿Cómo poner freno al resentimiento? La clave está en desplazar poco a poco la mirada y el interés desde uno mismo hacia los otros, y no perder detalles de la bondad y el bien que se recibe cada día. En definitiva, restar protagonismo al pecado. Caer en la cuenta de que el bien recibido es mayor que el mal, y que merece la pena devolver bien por mal (que es la apuesta del perdón y la reconciliación). Es el mejor modo de contribuir a que el mundo sea un poco mejor cada día.

Nicolae Steindhart, intelectual rumano perseguido y encarcelado por la Securitate en el régimen comunista, escribió cuando salió de prisión: «En la pequeña celda de Zarca, solo, me arrodillo y hago balance. Entré en la cárcel ciego y salgo con los ojos abiertos; entré mimado y caprichoso, y salgo curado de ínfulas, aires de grandeza y caprichos; entré insatisfecho y salgo conociendo la felicidad; entré nervioso, irascible, sensible a las minucias y salgo indiferente: el sol y la vida me decían poco, ahora sé saborear un trozo de pan, por pequeño que sea; salgo admirado por encima de todo el valor, la dignidad, el honor, el heroísmo; salgo reconciliado: con aquellos que he hecho mal, con los amigos y los enemigos, incluso conmigo mismo».

  1. Y ¿qué pinta Dios?

El perdón, exige tal valentía y grandeza de corazón, que parece un gesto reservado a unos pocos, pero no es así. Llevamos impreso en nuestro interior la huella del Creador que nos ha hecho a su imagen y semejanza; y Él es conocido por su clemencia y magnanimidad. Todos podemos explorar y cultivar dentro de nosotros la misericordia que hemos recibido de Dios y que nos constituye.

Pero la presencia del Señor en situaciones ofensivas y de daño no se reduce al hecho de reconocer la huella de la compasión en nuestro interior. Afirmar que Dios es nuestro Padre/Madre conlleva afirmar que, todo daño que causemos a cualquier ser humano, se lo hacemos directamente a Él. No hay dolor más grande para un padre o una madre que aquel que se hace a sus hijos, y puesto que somos hijos e hijas suyos, Él siempre formará parte del grupo de los agraviados y será inexcusable que le pidamos humildemente su perdón. La ventaja: que sabemos de antemano cuál es su disposición. A Dios se le sale la misericordia del corazón. Y tiene el perdón permanentemente ofrecido. Solo requiere que nos volvamos hacia Él para recogerlo y dejar que su dinamismo sanador nos levante y restaure. Una experiencia destinada a ser recordada, porque hacer memoria del perdón recibido alegra el espíritu y nos cura de por vida.

Todos podemos explorar y cultivar dentro de nosotros la misericordia que hemos recibido de Dios y que nos constituye