LA IGLESIA PUEBLO DE DIOS – Maria José Rosillo

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LA IGLESIA PUEBLO DE DIOS

Maria José Rosillo

rosillotorralba@gmail.com

El tema que abordaremos en esta ocasión es especialmente significativo para mí, pues es el resultado de un proceso personal complejo que tuve que llevar a cabo en 1992, cuando siendo religiosa y estando en mi proceso formativo inicial, tomé conciencia de mi identidad como mujer lesbiana y católica. La decisión tomada entonces era muy clara. Debía abandonar la vida religiosa si deseaba vivir desde la coherencia y la autenticidad que preconiza el Evangelio. El mensaje que recibía en mis ratos de oración era siempre el mismo: «Mi niña, ahora que te has reconocido, debes salir al mundo. Te necesito fuera. Serás útil a otras personas como tú que necesitan volver a encontrarse conmigo y con mi Iglesia».

«¡Menudo papelón! —pensé—. Contigo es relativamente fácil reencontrarse, Jesús. ¿Pero cómo hago para reencontrarme con tu Iglesia ahora, con esta nueva realidad de quien soy? Piensan de mí que estoy “endemoniada” o “enferma” ¿no?». En los años 90 yo seguía estudiando manuales de psicología en los que se «curaba la homosexualidad con electroshocks».

Sin duda, aquellos tiempos no son los de ahora. Pero os estoy compartiendo todo el proceso que tuve que hacer entonces para poder defender mis postulados, sobre todo ante mí misma. La realidad en la que me estaba metiendo también suponía ser rechazada, criticada o censurada por el colectivo lésbico anticlerical y ateo con el que comenzaba a vincularme. Eran las únicas amigas que tenía «en el ambiente». No tenía entonces mucha capacidad de elegir. Y hubiera sido realmente fácil renunciar a todo eso, incluso hacer esa «apostasía» simbólica o real de la que me hablaban casi a diario. He decir que, entre mis muchos defectos, soy cabezota y rara vez me he dejado llevar a ciegas por recomendaciones de iguales si no estaba convencida para ello.

Dejar mi Iglesia no era una opción. Formaba parte de ella. Formo parte de ella desde el Bautismo. Renové mi fe en ella por la Confirmación. En los documentos del Concilio Vaticano II se dice que, cumpliendo esas dos condiciones, ya soy entonces «miembro activo de la Comunidad» (LG 11). Aquí encontré mi primera herramienta de reforzamiento de posturas. Quería, con todas mis fuerzas, encontrar en la Palabra y en los documentos eclesiásticos pistas para aferrarme a esa Iglesia mía. No hacer caso de lo que escuchaba o leía en cualquier sitio y centrarme en lo que el Espíritu hubiera inspirado a los Padres de la Iglesia.

Así encontré luz en algunas de las muchísimas afirmaciones de la Lumen Gentium, por ejemplo, sobre:

  • «La llamada a todos los hombres (y mujeres) a esta unión con Cristo, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (LG 3). No especifica solo a hombre y mujeres heterosexuales, blancos y europeos.
  • «La incorporación plena a esta Sociedad que es la Iglesia, de quienes poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización» (LG 14). Yo la acepto.
  • «Sin desigualdades» (LG 32).
  • «Desde diversidad de caminos» (LG 31).
  • «De especial importancia en ella son los seglares, incorporados a Cristo por el Bautismo y que viven en medio del mundo» (decreto Ad gentes divinitatus, III, 15). Yo estoy bautizada y quiero vivir esa fe en medio del mundo.

Preguntas para la reflexión compartida

  • ¿Qué piensas de estas citas que acabamos de entresacar de las muchas más que existen en los documentos del Concilio sobre el vocablo Iglesia?
  • Si pudiéramos hacer un breve resumen o definición, ¿cómo definiríamos a la Iglesia, hoy aquí en nuestro tiempo?

Pero la segunda parte de esta argumentación no era menos compleja que la primera. ¿Por qué quería o quiero seguir formando parte de esta Iglesia? Podría afirmar lo ya esperado de porque me he criado en ella, porque es la fe que he recibido de mis mayores… o cosas similares. Pero no es así.

Deseo pertenecer a esta Iglesia porque me siento vinculada a ella, estrecha y auténticamente. Porque tras la suerte de ser bautizada de pequeñita, pude ser capaz de adulta de confirmar esa fe en Cristo que, pese a todo, me permite seguir viva y en lucha en este mundo nada fácil de vivir. Porque me siento profundamente llamada a su ministerio pastoral de regenerar el mundo y hacer visible su reino aquí y ahora. Porque Su Presencia en mi vida me hace falta para respirar cada mañana. Porque creo en su Evangelio, en su mensaje y también en sus ministros. Digo esto porque es muy habitual escuchar ahora eso de «sí, si yo soy creyente pero en los curas y monjas, no creo…». ¿Pero qué es esto? Una vez que conoces y amas a la Iglesia comprendes mucho mejor sus ministerios, sus obras, sus funciones. Afortunadamente las personas seglares podemos cooperar en muchos de ellos.

Me he salido de la argumentación. Me sigue faltando una pata importante en esta vivencia de la Iglesia. Y es la parte comunitaria. Es la celebración, es la paz, es la catequesis parroquial, es la unión con el resto de hermanos y hermanas alrededor de la mesa. Esto aún, en el año 2022 no lo tengo. Quizás por miedo, por dudas… o quizá porque ya no es la primera vez que se me clavan miradas críticas o de cierto rechazo una vez que descubren tu identidad sexual. Es cierto que no tenemos por qué airear nuestra orientación sexual cuando vamos a la calle, pero es cierto también que si deseas, por ejemplo, formar parte de un grupo parroquial de matrimonios cristianos, te pregunten «¿Y tu marido, vendrá alguna tarde para que lo conozcamos?».  Y yo tenga que decir: «Pues no va a venir, porque es una mujer. Una mujer creyente también como yo, que ha sido misionera seglar durante más de diecisiete años y que ha dado su vida por las comunidades indígenas en Hispanoamérica, pero que ahora no desea recibir más miradas de rechazo». ¿Eso tendré que decirles?

O también está ese otro caso de desear comprometerme con la pastoral infantil y juvenil y dedicar ese tiempo libre que casi nunca tengo para compartir con los niños o jóvenes mi experiencia de fe en Jesús. Y este mismo compromiso y coherencia te empuja, de alguna forma, a anticiparte a los tiempos y decir a tu párroco que eres lesbiana, para que los papás y mamás lo sepan antes y decidan si eres apto o no para enseñar a sus hijos e hijas sobre la fe en la Iglesia. Y finalmente te invitan a dedicarte a otra función menos visible. Quizá alguna vez, a leer las lecturas de los domingos, pero eso sí, jamás dejarás de sentir sobre tu espalda el punzante dolor de las miradas cuando vayas a recibir la Eucaristía.

Todo esto es real y actual. Y nos debe invitar a reflexionar sobre realidades dentro de nuestra Iglesia, aún estancadas. Quizá podría suavizarse o resolverse de forma definitiva si nuestro papa Francisco, a quien adoro, escribiera una encíclica nueva o una constitución. En una ocasión imaginé que yo le enviaba un borrador para que él pudiera ganar tiempo, estudiarla y fundamentarla con los documentos eclesiásticos. Se titularía Fides Diversa: una constitución pastoral sobre la diversidad sexual en la Iglesia y sus ministerios. Y sería una constitución apoyada en los principios doctrinales y expresaría de una vez para siempre la actitud de la Iglesia ante esta realidad humana y diversa aún no reconocida del todo. Debería ser un documento que no se pudiera cambiar nunca y sería una forma de zanjar definitivamente la confusión existente sobre si las personas homosexuales están dominadas por Satanás o son enfermas terminales o, sencillamente, son personas como el resto de los humanos.

Las personas homosexuales ¿celebramos la Eucaristía? Por supuesto. Pero en muchas ocasiones lo hacemos en grupos cerrados, junto a sacerdotes que nos acompañan de forma privada, al margen de sus parroquias habituales. Creando comunidades en las que la escucha, la comprensión, la acogida… están garantizadas. Porque junto al Espíritu evangélico está también la realidad diversa de nuestra sexualidad. Que, dicho sea de paso, no es una práctica sexual como podría ser un deporte o una afición, o un vicio. Sino que se trata de una condición humana que no hemos elegido, como el color de la piel o el color de ojos. Forma parte de nuestro ser, de nuestra totalidad. Y podemos, o bien renunciar a él desde la castidad para la vida religiosa, si es esa nuestra opción de vida, o vivirla en plenitud, armonía y fidelidad con la persona que amamos. Estos valores son los mismos que los de cualquier otro cristiano.

En esta ocasión, el propio texto que os comparto es ya una reflexión personal que me ha costado mostrar todavía. Aún tengo reservas en este sentido. He aprendido a ser desconfiada, cauta o cobarde según se mira. Pero estos textos publicados van llegando a su fin, y este tema era uno de los propuestos. Así que… era necesario incluirlo. Os propongo preguntas para el debate:

  • ¿Qué cambios necesitaría que se produjeran en la Iglesia para sentirme plenamente insertada en ella?
  • ¿Cómo podemos hacer llegar a la gente que una persona homosexual puede ser auténticamente creyente en la fe católica? ¿Y practicante?
  • ¿Cómo podríamos trabajar para que muchas más comunidades parroquiales comenzaran su cambio de mentalidad y acogida sincera?

¿Qué mensajes, homilías, lecturas, oraciones… podríamos elaborar para facilitar el regreso de las personas homosexuales a la Iglesia?