LA IGLESIA COMUNIÓN, HORIZONTE DE ESPERANZA PARA LOS JÓVENES – Ana Sarrate Adot

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El termino Iglesia comunión es relativamente reciente y, como sabemos, se remonta al Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia se reinterpreta a sí misma volviendo a las fuentes y cambia su forma de definirse: de presentarse como una Sociedad Perfecta a concebirse como el Pueblo de Dios, comunión de comunidades, comunión de personas…

Lo más importante no es en sí el cambio de nombres, sino lo que esto significa: es recuperar el sentido primitivo en el que todos somos protagonistas en el dar a conocer a Jesús; es recuperar lo esencial de la fe para que muchos puedan creer; sentirse enviado por esta Iglesia a todos los rincones del mundo, para ser servidor de la vida allí donde uno se encuentra o donde se siente llamado a estar.

Por eso, el cambio en la autoconcepción de la Iglesia ha supuesto una llamada a la revolución para los seglares (laicos o laicas se dice en otros contextos), porque nos invita a hacernos conscientes del don recibido y, así, de la responsabilidad compartida que debemos asumir de anunciar la Buena Noticia, es decir, de evangelizar en nuestro mundo, en nuestras sociedades y desde dentro de ellas.

Esto también es una buena noticia para los jóvenes de hoy. Ese mismo sentido de protagonismo recuperado para el seglar en general, es especialmente indicado para la juventud. ¿Por qué? Porque, en ese momento vital de dinamismo, creatividad e ilusión, les llama a tomar la vida en sus manos y ser protagonistas directos en esa misión de evangelización, de compromiso con el Reino de Dios. Obviarles, mantenerlos como «eternos niños», ver en ellos más un peligro que una oportunidad, es volver a las imágenes previas de la Iglesia. Es, como señalaba Juan XXIII en el discurso inaugural del Vaticano II, ser «profetas de calamidades». En una Iglesia Pueblo de Dios, comunión de vocaciones, el joven participa con sus dones, con sus oportunidades, con sus fortalezas, como un elemento básico del puzle que conforma, en igual dignidad y diferentes vocaciones, el rostro uno y plural de la comunidad.

Se puede argumentar que todavía no es esta la experiencia que muchos jóvenes tienen del ser Iglesia. Y es verdad. Lo que ocurre es que la propuesta del Vaticano II no es solo un cambio de conceptos. Implica una conversión del corazón, un cambio de mentalidad. Podemos hablar de Iglesia comunión con la cabeza y seguir teniendo, en lo profundo de nuestro imaginario, la misma forma de comprenderla de siempre: qué majos los jóvenes… si hacen y dicen lo que yo les digo, cuando yo les digo. Mejor si los laicos se comportan como deben: como ovejas, para yo poder ser buen pastor. No es fácil ni rápido caer en la cuenta, con la vida, de lo que supone una comunión de vocaciones en Dios. Es algo que necesita tiempo, quizá generaciones enteras, para que se dé, porque supone un cambio de los parámetros en que uno ha crecido y que han quedado interiorizados a fuego dentro de cada uno. Por ello, la pastoral juvenil, la forma en la que presentamos a los jóvenes su ser Iglesia es fundamental. No afrontarlo con claridad y decisión, no dejarles espacios, no enseñarles a ser adultos y autónomos, capaces de responder a su vocación personal, es objetivamente, retrasar, incluso impedir, el desarrollo de la llamada del Vaticano II. Si seguimos hablando, pero no viviendo, la Iglesia comunión, la Iglesia de vocacionados (la Iglesia de místicos del siglo XXI de Rahner), seguimos anclados en aquello que el Espíritu, hace más de cincuenta años, nos animó a superar.

Y es que, en mi experiencia, este tipo de Iglesia toca con mucha mayor facilidad a nuestros jóvenes. ¿Por qué? Porque sus frutos son más sabrosos, como bien sabía el Espíritu. ¿Cuáles son esos frutos?

1º Un nuevo rostro de Iglesia: un rostro en el que encontramos las distintas vocaciones en igual dignidad y, por tanto, corresponsabilidad. Un rostro de comunidades donde el joven puede ver interactuando al que es llamado a la vida religiosa, a la vida sacerdotal, a la vida matrimonial, a los diversos ministerios, no como entes en paralelo, o subordinados sino como miembros diferentes de una misma comunidad… Es como una vidriera de muchos colores, pero todos dejando pasar la misma Luz. Y esto, en nuestras sociedades tan plurales y «líquidas», es esencial para que el joven descubra su lugar en la Iglesia: su especial forma de estar en el mundo y entre los que quieren vivir el encuentro con Jesús resucitado. Tú importas, más allá de la vocación específica a la que te sientas llamado. Dios te ama y te llama, a ti, por tu nombre.

En esta comunión de formas de vivir la misma fe el joven puede descubrir lo esencial, lo que nos une. Se pone en valor lo común sobre lo diferente, porque es ahí donde todos encontramos el agua para mantener viva nuestra esperanza. Y las diferencias en la manera de plasmarlo se aprecian como un don que enriquece al conjunto, porque son maneras complementarias que acentúan algo significativo para el resto de los miembros del Pueblo de Dios. No competimos, compartimos.

En este contexto el joven se siente interpelado por estas comunidades que desde la diversidad y complementariedad de vocaciones se apoyan, se ayudan, y juntos se sienten enviados a algo más grande. El joven puede descubrir una familia de amigos de Dios donde él puede tener su lugar y su misión; donde su protagonismo no es una concesión de nadie, sino que es esencial para seguir haciendo esta familia de Dios.

2º Una formación conjunta: otra consecuencia que se deriva de una Iglesia comunión es la necesidad de tener una nueva formación que sea conjunta, es decir, una formación en la que toda la diversidad de vocaciones y estados de vida confluyan en espacios de reflexión, estudio, diálogo y discernimiento. Hoy, cada vez es más frecuente encontrar este tipo de formación que no consiste solamente en coincidir en los espacios comunes, sino que se trata de una formación que desvela la sabiduría y la experiencia personal sobre Dios que cada uno tenemos. Somos maestros y alumnos unos para otros.

Es cierto que supone un desafío porque quizá no estamos muy acostumbrados a compartir nuestras experiencias de Dios. Preferimos enseñar desde arriba, desde nuestra superioridad supuesta. Tenemos cierto pudor a compartir certezas que sentimos íntimas en relación con nuestra fe. Pero no es menos cierto que el mismo Dios por su encarnación, es en cada uno de nosotros donde se va desvelando en la Historia, y es en esas certezas a veces frágiles y otras intensas donde vamos dando testimonio de la presencia real y eficaz de nuestro Dios. Quien convierte es Dios, que se hace presente en la fraternidad compartida y nuestros jóvenes quieren sentir, en ti y en mí, a ese Dios.

Apostar por esta formación que potencia dinámicas de conocimiento mutuo, de encuentro profundo de lo que nos hace vivir, de celebración por lo que Dios hace en cada uno de nosotros… supone generar una comunión verdadera entre nosotros y nos da la fuerza para superar los momentos de zozobra, dolor y desesperanza.

El joven que va despertando a esta realidad creyente no necesita muchas teorías o doctrinas, necesita relatos vitales; necesita testigos de carne y hueso que pueden relatar con verdad, y a veces con temor y temblor, el paso de la Vida por sus vidas. Esto sí que atrae, esto sí que motiva, cuestiona y empuja.

3º Una corresponsabilidad real: no hay nada que haga crecer y madurar más que la confianza que alguien deposita en ti. Esta experiencia de ser merecedor de confianza puede despertar lo mejor de un joven o una joven. En nuestras sociedades occidentales donde se tiende a sobreproteger a nuestros niños y nuestros jóvenes, darles la posibilidad de que ejerzan su capacidad, su saber, su punto de vista, es esencial para salir del infantilismo al que nos quiere someter la publicidad y los medios de comunicación.

La Iglesia arrastra siglos de haber generado una dependencia total entre los eclesiásticos y el resto del Pueblo de Dios, a imagen de una sociedad feudal. En la experiencia de cristiandad, solo algunos tenían «vocación». Pero hoy no se entiende una Iglesia viva sin la participación activa de todos; y más desde el pontificado de Francisco que nos lo repite una y otra vez. Hay que seguir despertándonos porque dicha mentalidad nos ha afectado a todos, en parte porque a veces es más fácil dejarse llevar que tomar las riendas de la propia vida.

Esto tiene muchas consecuencias prácticas en la vida de las parroquias, de las asociaciones, de las congregaciones religiosas… Ya no se pueden hacer las cosas igual que antes. No se puede funcionar como si la Iglesia fuera solamente de los sacerdotes o los religiosos… Ahora se hace preciso el diálogo, el discernimiento en común, los consensos y las decisiones corresponsables. Y esto es una manera de hacer que todavía nos cuesta mucho.

Se trata de ser responsables de todo el proceso no solamente del hacer, sino desde el primer momento de reflexionar y discernir, de consensuar y decidir, de realizar y de asumir las consecuencias de lo realizado. Y no solamente en cuanto a proyectos sino en el liderazgo de la comunidad, en su animación y acompañamiento.

Claro que es cierto que hay que prepararse y formarse, nadie nace líder por genética, aunque haya dones personales. Apostar por la formación de jóvenes y de seglares para esta misión es esencial en la Iglesia de hoy. Porque para que alguien se sienta responsable de algo tiene que amarlo, que haberle dedicado tiempo y energías. Cuando se trata de la pastoral juvenil… cuántos diseños se habrán hecho sin contar con los mismos jóvenes… Y en ocasiones aun contando con ellos, cuántos programas se habrán hecho sin dejar que sean ellos y ellas los que lideren los procesos…

Todavía más, cuántos procesos no desembocan en nada. Porque ser maestro, guía, referente es precioso y, en el fondo, gratifica tu ego. Pero el verdadero guía cristiano es el que deja de la mano al catecúmeno, porque, cavado el proceso, adulto en la fe, él ya no es sino tu hermano. ¿Generamos procesos de adultez?, ¿tenemos espacios —comunidades cristianas vivas— donde el joven puede incorporarse como hermano e igual? Ese es el siguiente punto de reflexión.

4º Nuevas formas comunitarias: nuestra fe es esencialmente comunitaria ya que cuando vivimos la fraternidad es cuando somos imagen de Dios para el mundo. Este fue el testamento vital que nos dio Jesús antes de morir. Sin esto, los cristianos no somos nada.

Por eso, en la Iglesia comunión encontramos una gran diversidad de formas comunitarias; desde las tradicionales y más conocidas como son las comunidades de religiosos o religiosas, a otras en las que podemos encontrar a personas de distintas formas o estados de vida que comparten proyecto comunitario que implica tiempos de oración, convivencia y misión.

La diversidad comunitaria no solamente se da en la forma sino también en la finalidad de la comunidad. Y en relación con la pastoral juvenil, no es infrecuente encontrar comunidades cuya misión es ayudar al discernimiento vocacional de los jóvenes, otras que acogen a voluntarios por un tiempo para un proyecto de solidaridad, también encontramos las que acogen a estudiantes con el fin de darles la posibilidad de conocer la vivencia comunitaria de la fe cristiana, y comunidades que son referencia de un carisma eclesial ante una obra educativa o social….

Estas nuevas realidades comunitarias implican nuevos modos de ser, de funcionar y de crear. Por ejemplo, en muchos casos y a veces sin planificarlo, son promotoras de una nueva pastoral vocacional donde se promueve y se expresan las distintas vocaciones dentro de ella.

Igual que ocurre con una familia, estas comunidades precisan cuidar las relaciones entre sus miembros, ya que es en ellas donde nos jugamos la veracidad de lo que decimos vivir y creer: cuidar la escucha y la atención por el otro, favorecer ritmos comunitarios adecuados respetando la diversidad, conocer las necesidades de cada uno y cada una, favorecer tiempos de ocio y oración en común, de diálogo y discernimiento… Esto no es en sí una novedad, pero ciertamente que las nuevas realidades comunitarias al no tener a veces una forma tan estructurada como las tradicionales, tienen que esforzarse más por cuidar estos aspectos.

5º Una nueva organización. La nueva realidad exige nuevas formas de organizarnos, y para ello tendremos como base el discernimiento en común. Una organización que garantice ese protagonismo de cada uno y una y a la vez, genere el sentido de identidad que nos hace ser enviados como un solo cuerpo, porque todos tenemos un lugar en la Iglesia.

Nombramos el discernimiento como algo evidente para nosotros, pero no es algo tan habitual ni tan conocido como podría pensarse. El discernimiento implica una formación y un proceso concreto y exigente, además de un adecuado acompañamiento. El discernimiento cristiano es, o debería ser, la base de nuestro actuar ya que el mismo Jesús nos dio la libertad de hijos de Dios lo que implica ser movidos por su Amor que no siempre coincide con nuestros esquemas religiosos, afortunadamente. Los seglares, por nuestra propia identidad que implica una inserción en las realidades laicales, podemos aportar una gran riqueza al discernimiento de la Iglesia hoy. Tener espacios propios para ello garantiza una respuesta evangélica a nuestros planes.

En la Iglesia actual se están dando nuevas formas de asociación y organización entre cristianos que no tienen respuesta oficial porque no caben en los cánones y leyes del Vaticano. Es lógico pues, como sabemos, primero va la vida, luego la reflexión sobre ella y finalmente la organización que permite que se prolongue en el futuro. Esta realidad que se da en el gobierno de la Iglesia nos está indicando la creatividad del Espíritu en ella y es algo a celebrar y agradecer.

Tener algo nuevo que crear es muy motivador sobre todo para los y las jóvenes. Y saber que no hay más límite que el amor de Dios también lo es. Prepararlos para ello y permitir que haya espacios para crear lo nuevo es clave de presente y de futuro.

6º Conversión personal y colectiva. Todo lo dicho anteriormente necesita de una nueva manera de relacionarnos entre los que componemos la Iglesia y esto no es fácil porque llevamos muchos siglos de una mentalidad piramidal más que circular. Por eso es necesario repensar muchas cosas, empezando por la formación que han recibido o reciben los que son llamados a la vida religiosa o sacerdotal. Es necesario que la formación contemple esta comunión de vocaciones para saber situarse en ella con naturalidad y frescura. Por sus posibilidades de formación y por su dedicación exclusiva a la misión, los religiosos y sacerdotes pueden ser unos maravillosos compañeros de camino de la vida de muchos, viviendo desde las claves de la acogida, la escucha, la ternura, la confianza y la fe en el otro.

También para los seglares y los jóvenes supone una conversión porque a veces por el peso de ciertas tradiciones, hemos adolecido de una muy escasa formación que nos ha situado en una actitud bastante pasiva, e incluso infantil, dentro de la Iglesia. Tomar nuestra responsabilidad dentro de ella nos empuja a tomar en serio algunos aspectos como la formación, porque hoy es fundamental tener palabra con la que dar forma y expresar las convicciones creyentes nacidas de las experiencias, para poder dialogar con fundamentación con las ideologías, con la ciencia, con nuestros contextos racionales… Porque, como bautizados que hemos recibido una vocación, se trata de ejercerla con todas sus consecuencias y sin tener que pedir permiso a nadie para ello. Por tanto, debemos ser capaces también de tomar decisiones, de crear nuevos campos de misión, de apoyar la misión que ya existe y de aportar nuestra especificidad en la misma.

Y hay una realidad que nos ayudará en esta conversión y será la piedra de toque de todo cuanto hagamos: la preocupación por los más vulnerables. Todo lo dicho anteriormente sostiene la convicción de que la Iglesia comunidad de comunidades es una familia humana que no puede dejar a nadie en los márgenes de nuestras sociedades y nuestros mundos, los que se sienten fuera del amor humano y por tanto del amor de Dios… por su debilidad, pobreza, injusticia…. Ellos han de ser el centro de lo que hacemos, nuestros predilectos. Esto nos lo recuerdan tantos jóvenes voluntarios en multitud de proyectos de solidaridad: ellos nos enseñan la implicación vital de lo que creemos.

Estamos en un tiempo nuevo, y creo que el Espíritu nos está ofreciendo este camino en comunión como una nueva oportunidad de anunciar la Buena Noticia. Escuchemos a nuestros jóvenes y dialoguemos con ellos, que pueden aportar mucho a este nuevo rostro de la Iglesia.

 

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