En las calles de Santiago, con los chalecos amarillos en Francia, en las plazas de Barcelona, en las redes, en los parlamentos, en los medios, en las demandas de los ambientalistas y animalistas, pareciera que hubiera ganado el rencor, el resentimiento, la indignación, la rabia. ¿De dónde sale ese deseo de quemar estaciones de metro y mobiliario urbano, el arrancar adoquines de calles y veredas, el romper escaparates de almacenes, el incendiar coches o autobuses, el bloquear autopistas, aeropuertos y hasta vías férreas? ¿De dónde sale ese enojo hacia los gobiernos, o hacia el pasado, o hacia la historia, o hacia los políticos, o hacia la propia nación, o hacia los distintos o diferentes, hacia los otros, por el hecho de ser otros? Hasta hay un país que fruto de la indignación quiere separarse de los otros países, para salirse y ser ellos y sólo ellos, sin los demás. Y lo peor es que existen argumentos de sobra para aceptar los enfados. Al fin de cuentas, todos tenemos excelentes razones para justificar nuestros resentimientos y cultivarlos. ¿Y la amabilidad, y el afecto, y el encuentro, y la conciliación, y el perdón, y el amor? ¿Habrá alguna hora para el amor? O seguimos creyendo que tenemos buenas razones para la rabia. En todo caso, prepárate, por delante de tu casa está pasando la marcha de los enojados. Es la hora del rencor.