Fernando Negro
Educar es como resucitar a la persona, tocar las fibras de su existencia y ayudarle a mirar al futuro con esperanza. La historia de la resurrección de la hija de Jairo aparece en los tres evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.[1] En los tres aparece esta historia cruzada por la historia de aquella mujer enferma de flujos de sangre que, desesperada y confiadamente a la vez, se acerca a Jesús para tocarlo y sanarse.
Jairo era un oficial de la sinagoga, conocía bien a Jesús y había oído hablar de las curaciones que hacía por todas partes. Su hija acababa de morir según la versión de Mateo, o que estaba al borde de la muerte según Marcos y Juan. Lucas hace explícita la edad de la niña: 12 años.
Volvamos al tema de los doce años de edad que en la mentalidad judía de aquel tiempo implicaba la llegada de la primera madurez, la de la juventud. Es la edad en la que los padres de Jesús lloraban la pérdida, de alguna manera, de la posesión de Jesús que iba creciendo en edad, sabiduría y gracia. Ahora son los padres de la niña al borde de la muerte, quizás ya muerta, los que lloran la pérdida definitiva de la que era seguramente su única hija.
Jesús entiende perfectamente la situación; la niña está en una edad de quiebre que limita la zona entre la infancia y la juventud. Es la época de los sueños de una hija para la que habían preparado un proceso de emancipación al estilo judío. Pero la muerte, de forma cruel, se la arrebató.
Es interesante ver cómo los tres evangelistas hayan coincidido en cruzar el pasaje de la mujer enferma con flujos de sangre en medio de esta narrativa, porque también ella llevaba 12 años de sufrimiento, habiendo gastado toda su fortuna con los doctores, y todo era en vano.
En dos diferentes momentos del desarrollo humano de estas dos mujeres, en una situación de enfermedad aparentemente incurable de una muerte segura, Jesús aparece en camino, enfrentando el poder maligno de muerte y enfermedad, con fuerza de la bondad profunda que surgía de sí mismo.
Es el maestro, testigo y taumaturgo, que actúa desde el amor y la compasión. Por eso desata a su alrededor destellos de sanación. Y cuando la mujer que lo toca con fe queda identificada, Jesús la bendice, dice bien de ella: “Mujer, tu fe te ha sanado, vete en paz y queda sanada de tu aflicción.”
Y luego llega a la casa de Jairo, y ante el estupor de los gritos de duelo, pues ya había fallecido, Jesús invita a la cordura por medio de sus palabras consoladoras: “La niña no ha muerto, está dormida.” Entra en la habitación, a solas con sus padres, y tomando a la niña de la mano la bendice de nuevo: “¡Talita kum! Niña, a ti te digo, levántate!”
Educar es liberar, resucitar los espacios dormidos de nuestro ser, devolver la dignidad perdida, traer la salud global del ser desde la zona profundo del espíritu. Y esta tarea requiere de la ayuda ambiental, sobre todo de la familia.
Es hermoso ver que antes del milagro de la niña, Jesús ha tenido que trabajar con la incredulidad de la gente que influye en el padre. En una primera instancia Jairo creía en el poder de Jesús, pero la influencia de la gente (“tu hija ha muerto, ¿para qué molestas más al maestro?”) le lleva a la desesperación mientras van de camino.
Los problemas paternos influyen sin duda alguna en el proceso de la educación de un niño o de una niña. Santa Paula Montal (1799-1889) lo entendió a la perfección y por eso quiso que la congregación de madres escolapias encarnara su deseo de “salvar a las familias por “medio de la educación de las niñas”.
Volvamos a la trama evangélica para conectarnos con la belleza educativa que contiene la narración. Una vez que Jesús ha levantado el ánimo de Jairo (“No temas, solamente ten fe”) la plataforma para el milagro está asegurada. No tener miedo es confrontar los temores e ir más allá de sus voces negativas, conscientes de que el enemigo número uno somos nosotros mismos cuando nos guían los miedos.
El educador tiene fe de que de la piedra abrupta que es el alumno se puede sacar de dentro a fuera una realidad bella y hermosa, que ya está potencialmente contenida en el corazón del alumno. El educador es el artista de la personalidad, pues colabora con Dios en el proceso de recrear lo que Dios mismo creó desde la concepción de ese ser humano que está frente a él.
Se dice que Miguel Ángel veía en el mármol que le daban para ser trabajado con martillo y cincel, la estatua que iba a tallar. El concepto que tenía de la escultura era que el artista no era más que un instrumento para resucitar de dentro de la piedra la maravilla de la obra que poco a poco amanecía desde dentro.
Eso es lo que hacía Jesús, y lo que hizo con la hija de Jairo en su niñez a punto de terminar, y con la mujer con flujo de sangre, ya avanzada en años. En cada etapa de la vida, el buen educador dice a quien se le acerca: “nada está perdido. Lo mejor está por llegar.” Jesús se presenta en el Evangelio como el educador que sana y valora a los pequeños, les devuelve su dignidad. El educador – todos somos de una u otra forma educadores- sabe que también en él hay un niño herido que necesita ser sanado y liberado.
“Jesús bendice también al niño herido y divino dentro de mí, como para protegerme contra la voz de mi super-yo, que me sugiere dedicarme a tareas más importantes que la de ocuparme del niño en mi interior.”[2]
¡Qué bien conecta todo esto con esta bella intuición de Calasanz!
“Por la amanecida se conoce el día, y por el buen comienzo, el buen final; y el transcurso de la vida depende de la educación recibida en la infancia. Jamás se pierde el buen olor, como tampoco en el recipiente el del buen licor… Porque en la escuela no sólo se arrepienten muchos de muchas ofensas contra Dios, sino que diariamente se conservan otros muchos en la inocencia bautismal… Por eso es tan necesaria la educación como remedio acaso único para la reforma de costumbres.”[3]
En gran medida educar es desaprender los conceptos, actitudes, y asunciones distorsionadas que aprendimos a lo largo de la historia personal. Así pues educar es liberar. En esta misma línea decimos también que educar es encender una luz en el intelecto, conectarnos con una nueva intuición que purifica la memoria, y adquirir una fortaleza nueva que empodera nuestra libertad.
“La experiencia formativa de la escuela católica constituye un formidable muro de contención contra el influjo de una difusa mentalidad que induce. Sobre todo a los más jóvenes, ‘a considerar la propia vida y a sí mismos como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar, más bien que como una obra a realizar.’[4] Y, al mismo tiempo, contribuye a formar personalidades fuertes, capaces de resistir al relativismo debilitante y a vivir coherentemente las exigencias del propio bautismo.”[5]
[1] Mateo 9:18-26; Marcos 5:21-43; Lucas 8:40-56
[2] Anselm Grün, “Imágenes de Jsús”, Editorail Claret, Buenos Aires, 2006, p. 138
[3] José de Calasanz, “Memorial al Cardenal Tonti”, (1620-1621)
[4] Juan Pablo II, En cíclica “Centesimus Annus”, 1 de mayo de 1991, 39
[5] Congregación para la Educación Católica, “Educar Juntos…”, o.c., p. 34