LA GRAN HERIDA Descarga aquí el artículo en PDF
Inmaculada Luque
A pesar de su cara de estar perdonándome la vida desde el minuto uno, sentí una inmediata simpatía por ella. Creo que su fragilidad, tan bien disfrazada, llegó y me saludó antes que ella, pero no le dije nada, no quise decirle que ya nos habían presentado. Supermona, con un abrigo verde militar de Massimo Dutti y las Superga negras, venía con una maleta en la mano. Pensé que sería lo que traía para pasar esos días en el monasterio, pero la sorpresa fue que resultó ser todo lo que tenía para vivir. Este giro del guion, en el primer intercambio de frases, mientras la acompañaba a su habitación de nuestra hospedería, no me lo esperaba.
Martina, que así podemos decir que se llamaba, a sus treinta y tantos años se ha pasado toda la vida cambiando de residencia, de colegio, de país, de amigos, como apéndice de sus padres, o del trabajo de uno de ellos. Estos hijos como la letra pequeña del contrato de la vida. Añadidos en la mudanza. A estas alturas del calendario familiar, cada uno de sus hermanos y también sus padres hacían vida en un país distinto. Y ella me contaba con bastante asepsia lo que tendría que contarme con tristeza, o al menos con un poquito de implicación personal: no tengo vínculos, ni raíces, ni apego familiar, ni nadie me espera, literalmente, en ningún lugar del planeta. Con semejante percal existencial, no hay autoestima que se ponga en pie, y este era su drama: tan estilosa como es, con su carrera, un máster y un novio ingeniero se ha dedicado a sabotearse toda la vida. Cuando le ofrecen un ascenso en el trabajo, le entra el agobio porque cree que no será capaz y se larga; cuando aparece un buen chico en su vida el miedo a que algún día termine le hace reventar la relación. Mejor dejarlo a que te dejen, la mejor defensa es un buen ataque. Y eso es lo que había hecho ahora, por enésima vez, dejarlo todo atrás, su trabajo, el ingeniero y un par de cajas en casa de una amiga, y venirse a España, con su maleta en la mano, no había más. A mi edad, me dice, no tengo nada, porque creo que no valgo nada, y huyo continuamente. Nada en mi vida sale adelante, nada se sostiene y no voy a ningún sitio. Ahora me miraba con limpia sencillez y vi cómo las montañas que nos rodean se rompieron en sus ojos, ya a modo de cristales.
De eso quiere ser testimonio nuestra vida y es la medicina que todos necesitamos
Me conmovió esta historia y, como otras veces, se quedó conmigo. Se quedó aquí su rostro ya para mí tan amable, su nombre, su deseo de encontrar una casa y personas que hagan de casa. Las lágrimas se convirtieron en oración, y creo que cada vez que encendemos las lámparas de nuestra oración comunitaria vuelve a subir hasta Dios. La de Martina como la de tantos otros, que vienen a veces a nuestra casa muy perdidos y buscando una palabra que les conforte, un lugar de descanso, una flecha amarilla en el camino de la vida. Como Lucía, que vino con el corazón sangrando en silencio. Ella, que es católica de toda la vida, que forma parte de la vida de la Iglesia y que no quiere estar lejos de Él, hace unos años que tiene una relación con una chica y no sabe qué hacer con esta pelota en sus manos. Si su familia lo supiera la despreciarían con asco, es la expresión que usa, y mantiene el tipo mientras imagina que su padre hace tiempo que lo intuye. O como Luis, con doble grado, máster, varios idiomas y carrera de piano. Se ha dado cuenta de que se ha pasado la vida cumpliendo expectativas de los demás, para merecer su reconocimiento y su afecto, y ya ha llegado a su límite. La vida no le sabe auténtica, no sabe cuáles son sus propias metas y hasta duda de quién es. Quién será sin sus éxitos, sin su etiqueta de chico diez, sin su agenda repleta de experiencias interesantes.
Como Martina, Lucía o Luis, tantos, que nos confían sus vidas y muchas veces, sus heridas. Y el amor es la gran herida de la vida. En él encontramos la alegría, la generosidad que tantas veces nos trae a la existencia y el rostro amable que vuelve eterno lo cotidiano, pero también, tantas veces, el motivo por el que sufrimos. Porque me faltó, porque no estuvieron, porque me trataron mal, porque no me vieron, porque no me dejaron ser quien soy, porque no me acogieron, porque me hicieron creer que tengo que hacer méritos para ganarlo, porque me dijeron que no valía. Y en esta guerra nos desgastamos, perdemos la energía reclamando lo que nos deben o haciendo méritos disimulados para encajar o para compensar esa carencia. Años y décadas.
En tantas ocasiones el monasterio hace de bálsamo para las heridas. La vida sencilla, acompasada con la oración, el trabajo y el contacto con la creación, los vínculos fraternos en Él, interpelan rápidamente. En el fondo, si podemos hacer algún bien es porque nuestra vida es capaz de transparentar la presencia de Otro. De Otro que nos amó primero. De eso quiere ser testimonio nuestra vida y es la medicina que todos necesitamos. El encuentro con un amor incondicional, como un amor que siempre ama primero, que toma voz, carne, acento y rostro en Jesús de Nazaret, es capaz de restaurar todas las brechas del corazón y de reorientar todos nuestros caminos errantes. Cuando se ha encontrado esto se termina la incertidumbre, se deshacen las ansiedades y los nudos de la historia se hacen más llevaderos con Él. La certeza de que Él está, en nuestra vida e historia, que se ha hecho peregrino con nosotros y por amor nuestro, se convierte en el gran faro de la vida, el que imanta la existencia, reordena los afectos y explica el mundo. Contigo comprendo la vida y aun cuando no lo sepa todo, sé que en Ti todo tiene sentido. Tu vida y tu nombre son el gran bálsamo de nuestra vida.
Cuando se ha encontrado esto se termina la incertidumbre