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LA ESPERANZA BRILLA CON FUERZA
Hoy la esperanza, como desde los mismos comienzos en que el ser humano se siente interpelado por Dios, está en el Espíritu Santo. Un Espíritu Santo que sopla de forma especial en este, ya entrado, siglo XXI.
Sopla a través de quienes tienen en sus manos la responsabilidad de «pastorear» al pueblo que le ha sido encomendado, pero no como el pastor que está cómodo en su cabaña, sino como el pastor que duerme al raso con sus ovejas, que se emociona cuando nacen los corderos, que entablilla a la oveja herida y que abraza a esa oveja negra que se siente apartada del rebaño. Esos pastores como el Papa Francisco, la Conferencia Episcopal Alemana, James Martin, James Alison, la hermana Jeannine Gramick,…, diócesis como Madrid donde su Delegación de Familia coordina jornadas de oración por la diversidad en la Iglesia.
Sopla a través de quienes no se sienten creyentes y demandan que, aquellas personas que se hacen llamar cristianas y cristianos, realmente, muestren con sus vidas el gran mandamiento del amor.
Pero, con los aires sinodales, está soplando de una forma muy especial en aquellas parroquias que se lo han tomado en serio, y no por miedo a desaparecer, o quedarse sin fieles, sino porque realmente en Espíritu Santo así se lo pide.
Es desde esta última presencia del Espíritu Santo desde la que me gustaría decir que hoy hay esperanza. He tenido la suerte de participar como persona LGTBI en el proceso sinodal, formando parte de Crismhom, a nivel español, pero también como creyente que construye comunidad parroquial. Y es, desde esta última experiencia, desde la que desde luego tengo claro que la esperanza brilla con fuerza. Permitidme compartir con vosotras y vosotros, lectores, esas llamas de la Ruah, tan bien cantada por Ain Karem, de las que en los diversos encuentros para plantear el Sínodo en las parroquias he podido ser testigo.
He visto cómo pequeños grupos heterogéneos tanto en edad, como condición sexual, diversidad étnica, formación académica… son capaces de hablar el lenguaje común de un Dios que nos ama tal como somos. Adolescentes que se alegran de poder compartir cómo se sienten con otras personas sin ser juzgados e incluso infantilizados. Personas mayores que deseaban escuchar pocas y profundas palabras que les ayuden a vivir una fe cargada de una vida, a veces dura, y ahora colmada de soledad. Madres y padres que se emocionan cuando ven que sus hijos son capaces de ir a misa, participar de la parroquia, ya no porque «haya que cumplir», sino porque estén creando vínculos. Personas que incluso se han alejado de la Iglesia y ahora sienten que están necesitados de esa presencia especial que es la de un Dios Padre-Madre, que no te reclama, sino que al igual que en la parábola del hijo pródigo, que acoge en sus brazos, te da ese aliento que necesitas. Pero, sobre todo, me hizo emocionarme, cuando una mujer de 89 años dijo «la Iglesia es para todos, los salvados y los pecadores».
Heme aquí entonces, una persona corriente, con sus virtudes y defectos, con sus pecados, con su condición de creyente y a la vez de homosexual. Hoy miro esperanzado porque hay más gente de la que parece queriendo construir puentes.
Amigos y amigas, no les demos más fuerza de la que ya creen que tienen a aquellos corpúsculos dentro de la Iglesia, que solo son capaces de poner grandes cargas sobre los hombros del hermano y la hermana, quienes siguen creyendo que debemos ser curados o convertidos de nuestra condición sexual, con la que Dios nos ha bendecido.