Igor Irigoyen
Lo sociopolítico, una cuestión de fe
Seguro que en más de una ocasión hemos escuchado a alguien citar la famosa frase del Evangelio de “al césar lo que es del césar; a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21) para justificar una supuesta llamada de Jesús a no mezclar la fe y la política. Se trata esta de una lectura interesada de esas palabras del Evangelio, que las descontextualiza para apuntar a una fe despolitizada y casi reducida al culto. Sin embargo, tal y como leemos en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, no es esto lo que debemos extraer del pasaje, sino más bien que Jesús se opone a divinizar y absolutizar el poder temporal, al tiempo que no cuestiona que de este se deriven obligaciones para el conjunto de la sociedad (CDSI n. 379).
Dicho esto, hoy ya nadie puede negar la dimensión sociopolítica de la fe cristiana, salvo aquellos que quieran reducirla a un mero asunto privado. La mera existencia de la Doctrina Social de la Iglesia, derivada de la moral social cristiana, es buena prueba de que el mensaje de Jesús tiene implicaciones claras que han de guiar el comportamiento social y político de quienes queremos seguirle. No solo porque haya una parte de la DSI referida expresamente a la comunidad política y al ejercicio del poder político, sino también porque todos los ámbitos propios de la moral social, sin excepción (los derechos fundamentales, el mundo del trabajo, la vida económica, la familia, la paz, el medioambiente…), se juegan en buena parte en la esfera política y se ven afectados, para bien o para mal, por sus decisiones.
Otra cosa es hasta qué punto esa moral social cristiana da respuesta, por sí misma, a las cuestiones sociopolíticas en una realidad histórica determinada. Una realidad que siempre es compleja, llena de matices y generadora de una legítima pluralidad de puntos de vista, pluralidad que desde la fe hemos de acoger y aprender a vivir desde el sentimiento de fraternidad.
La moral social inspirada en el Evangelio se sitúa en el terreno de los valores, no en el de las construcciones ideológicas, que en todo caso serán analizadas desde los ojos de la fe en función de cómo recogen y hacen operativos o no dichos valores. Es aquí donde entra en juego el necesario discernimiento personal y comunitario, un discernimiento que es fuente de pluralidad de posicionamientos políticos entre quienes formamos parte de la Iglesia. Pero pluralidad no significa indiferencia o relativismo, sino más bien todo lo contrario: compromiso activo por trasladar a la acción política aquellos principios básicos y valores derivados de nuestra fe, construyendo sociedad desde ellos, así como el posicionamiento decidido contra aquellas propuestas políticas y acciones que van en la línea contraria.
Si hablamos de los principios y valores de la moral social cristiana orientadores de la acción política y social, es oportuno recordar el capítulo cuarto del Compendio de la DSI que los recopila y desarrolla: principios de bien común, destino universal de los bienes, subsidiaridad, participación, solidaridad, así como los valores de la verdad, la libertad y la justicia (CDSI, nn. 160-208). Son todos ellos muy relevantes y están claramente interconectados, pero hay uno que merece la pena especialmente destacar cuando estamos hablando de la dimensión política de la fe: el principio de bien común. El bien común como razón de ser y eje de la política
El bien común es un principio que ilumina el conjunto de la moral social cristiana, así lo ha reconocido la teología moral desde sus orígenes y hasta el momento presente. Una de sus definiciones más citadas es la del Vaticano II en Gaudium et spes (n. 26), que considera el bien común como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”.
Como dice el Compendio de la DSI, “el bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlos, también en vistas al futuro” (CDSI, n 164). Y un poco más adelante, señala “las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales” (CDSI, n. 166). Para después afirmar con rotundidad que “el bien común es la razón de ser de la autoridad política” (CDSI, 168).
Aunque la referencia al bien común en el pensamiento social de la Iglesia ha sido una constante histórica, cabe destacar que el término ha ganado fuerza en los últimos años y en especial con el papa Francisco, que lo menciona muy habitualmente en sus intervenciones y escritos. Así mismo, resulta de interés ver cómo la creciente referencia al bien común como eje de la construcción sociopolítica no es algo exclusivo de la Iglesia: se trata de un concepto que, desde su raíz filosófica, está siendo recuperado y desarrollado también por corrientes laicas de pensamiento que apuestan por superar el modelo capitalista e individualista actual. De hecho, el bien común puede ser un lugar de encuentro entre quienes, con diferentes credos, apostamos por la transformación social en clave de justicia. Además, no solo la política debe estar ordenada al bien común, sino también el conjunto de ámbitos en los que las personas nos interrelacionamos, tanto a nivel local como global, incluyendo muy especialmente la economía.
Dicho lo anterior y volviendo al magisterio del papa Francisco, tienen gran valor para nuestra reflexión los cuatro principios para orientar la construcción del bien común y la paz social recogidos en la exhortación Evangelii Gaudium (nn. 222-236). Son, como dice Francisco, orientaciones extraídas de la DSI, que se relacionan con tensiones bipolares propias de toda realidad social y dirigidas al desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Resulta muy sugerente detenernos un poco en cada uno de estos principios, porque son una aportación valiosa para iluminar la presencia y las opciones sociales y políticas de cristianos y cristianas:
El tiempo es superior al espacio
Este principio se refiere a algo tan necesario, pero a la vez tan infrecuente hoy -especialmente en la política- como es el trabajo a largo plazo, con paciencia y sin obsesionarse por obtener logros inmediatos, desde una visión de proceso. Una actitud así “ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad”.
Como dice Francisco, “uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos”. Frente a ello, “darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios”.
Este principio nos llama a “privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos”. Por tanto, “nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad”. La unidad prevalece sobre el conflicto
En primer lugar, este principio es una llamada a asumir los conflictos, no a ignorarlos o disimularlos. La fe cristiana no representa ninguna vía de escape de la conflictividad humana, sino que lleva a afrontarla, aunque sin dejarse atrapar en ella: “El conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada.”
Antes los inevitables conflictos que se producen en la vida social y política, nos encontramos a quienes tratan de actuar como si no existieran, bien por temor o por incapacidad de afrontarlos. También hay quien tiene interés en no salir del conflicto, seguramente porque se siente más cómodo o seguro instalado en un conflicto permanente sin resolver, a pesar de los perjuicios indudables de una situación así. Frente a estas actitudes contrapuestas, la llamada es a “aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso”. Y, a partir de ahí, “desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda”.
La unidad, afirma Francisco, siempre es superior al conflicto. La acción sociopolítica a la que el Evangelio inspira siempre tiene como horizonte la paz y la unidad, porque “las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida”.
La realidad es más importante que la idea
Este principio nos habla de la relación dialógica que existe entre la realidad y la idea. “La realidad simplemente es, la idea se elabora”. En la tensión entre la realidad concreta e histórica y la teoría, siempre debemos dar prioridad a la primera. Hay que evitar la ocultación y la manipulación de la realidad, así como instalarse “en el reino de la pura idea y reducir la política o la fe a la retórica”. Lo que convoca, nos dice Francisco, es “la realidad iluminada por el razonamiento”.
Encontramos así un toque de atención ante esa tentación tan frecuente de querer adaptar la realidad a nuestras ideas previas: en todo caso, deben ser las ideas las que deben ser inspiradas y actualizadas por la realidad.
De lo contrario, el peligro cierto es terminar separándose de la realidad y reducir la política a mera ideología (en el sentido más negativo de la expresión), vacía de contenidos reales. Esto supone quedar al margen de la verdad, o si se quiere en la “posverdad”, como lo llaman ahora. El todo es superior a la parte
Una de las tensiones más características del mundo de hoy es la tensión entre lo local y lo global. Son dos dimensiones de las que debemos estar siempre al tanto: “Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies sobre la tierra.” Una visión demasiado sesgada hacia lo general o hacia lo local es limitadora y entraña peligros: por un lado, el del universalismo globalizante abstracto y deslocalizado; por otro el del localismo incapaz de mirar más allá del propio ombligo.
Francisco nos dice que “siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos”. Nos invita a entender el mundo global no de forma esférica y uniforme, sino poliédrica y aportando cada parte su propia peculiaridad.
Además, para los cristianos este principio enlaza con la totalidad y la universalidad a la que llama el Evangelio: la persona toda, y todas las personas.
Una vez repasados los cuatro principios de Evangelii gaudium para construir el bien común y la paz social, resultará interesante revisar nuestros planteamientos sociopolíticos a partir de ellos, cuestionándonos sobre cómo los incorporamos en nuestras opciones personales y comunitarias: si mantenemos el equilibrio en estas tensiones, o más bien nos dejamos arrastrar de algún modo en ellas. Todo un reto para el contraste de la dimensión sociopolítica de nuestra fe.