LA CUESTIÓN JUVENIL, ¿UNA GENERACIÓN SIN FUTURO? – Pablo Santamaría

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«Si tuviéramos que resumir en dos palabras los resultados de nuestra investigación podríamos decir que, desde un punto de vista societario general, en países como España existe una “cuestión juvenil” importante que denota un fallo sistémico grave en la capacidad de insertar adecuadamente a las nuevas generaciones. Problema que no está siendo adecuadamente considerado y atendido, y que está empezando a dar lugar a graves dualidades sociales y políticas».

Con esta grave sentencia concluye el interesante trabajo titulado La cuestión juvenil. ¿Una generación sin futuro? (Tezanos y Díaz, Madrid, 2017).

Dicho estudio recoge datos de la realidad objetiva de los jóvenes entre los 18 y 29 años (social, económica, familiar…) y de sus percepciones y expectativas (entrevistas, encuestas, focus group…), así como la evolución producida desde 2009 a 2015.  

A la luz del contenido del libro: según los estudios del GETS, «los jóvenes entre 16-18 y 29 años se constituyen en este momento como un grupo social con una alta fragilidad e infraposición social, que está en búsqueda de un nuevo marco interpretativo, asociativo e identitario y que encuentra escasos apoyos en su proceso de integración social, por lo que su situación global se puede considerar de “flotabilidad socia”. Esta fragilidad se concreta en que sus condiciones societarias pueden ser calificadas de entrada como propias de un sujeto colectivo dependiente e infraposicionado». Ni siquiera puedan llegar a estar y actuar dentro del sistema. Sencillamente, se les deja fuera, quedan excluidos sin más. En cierto modo, son prescindibles. El sistema económico establecido no los necesita. Puede continuar funcionando sin ellos, sin su trabajo y, en ciertos aspectos, sin contar con sus posibles consumos sustantivos.

El grupo mayoritario de jóvenes prolonga y amplía sus estudios como mecanismo de adaptación a las nuevas condiciones del mercado laboral.

Se está produciendo, por tanto, una quiebra o cambio en los modelos sociales imperantes basados en la meritocracia (encontramos jóvenes con mucha formación y titulación en paro o con trabajos muy por debajo de sus «méritos»), la movilidad social (no hay una progreso ascendente claro y necesario en base a la formación, esfuerzo o capacidad, pudiéndose dar situaciones de ascensos y descensos continuos, incluso tendencias hacia la mayor precarización, vulnerabilidad social y riesgo de exclusión) y la cohesión social (lograda gracias a una participación decidida del Estado y su función pública de asegurar buenos niveles de redistribución, equidad y justicia social). En este momento, más bien lo que se está produciendo con el dominio del paradigma (neo)liberal de mercado es una mayor dualidad entre los más pudientes y el resto.

Como respuesta a esta situación, y en búsqueda de una nueva identidad, el estudio habla de las 4G: «El modelo básico de identidades de los jóvenes de nuestro tiempo, se basa en el paradigma de las cuatro G, es decir, la generación, el gusto, el género y, en cierta medida, lo glocal, como referencia conformada por un equilibro identitario entre lo local (su lugar cercano de residencia) y lo global (conciencia de ciudadanos del mundo)». Esto se comprueba en un descenso paulatino del asociacionismo y del entramado organizacional juvenil. Por el interés que tiene para nosotros, no deja de ser llamativo que el mayor descenso en el asociacionismo se ha dado en el campo religioso. Concretamente, el asociacionismo religioso ha caído en seis años del 13’4% en 2009 al 2’9% en 2015.

La pasividad reactiva de la mayor parte de los jóvenes, su falta de horizontes y su dificultad para construir relatos interpretativos y proyectos rectificadores alternativos sobre su situación puede acabar convirtiéndose en un elemento adicional de su propia situación crítica, y de las dificultades para soportarla. A este respecto cabe mencionar ciertos procesos de desadaptación y frustración social que, en el peor de los casos conducen al creciente fenómeno del suicidio juvenil (sin olvidar «expresiones» de violencia nihilista o «religiosa» que también están entre nosotros).

«Finalmente, en el plano de las creencias básicas, llama a la atención el alto grado de descreimiento religioso que se aprecia entre la juventud española, y su acentuación en el tiempo. Así, mientras que en 2009 la proporción de jóvenes sin creencias religiosas era del 32’1%, solo seis años después esta proporción se ha elevado al 49’8%, al tiempo que los católicos practicantes han descendido desde un ya bajo 8’7% en 2009 a solo un 6’4% en 2015».

«Desde la perspectiva de las identidades básicas, esta caída de las creencias religiosas se traduce en que únicamente un 1’2% de los jóvenes mantengan (o sientan) lazos de identidad destacados con las personas que tienen las “mismas ideas religiosas”. Y en concreto, ¡solo un 0’5% mencionan esta identidad en primer lugar!» (paradigma de las 4G). Dicho de otro modo, las creencias religiosas apenas tienen peso en sus procesos de identidad personal-social.

Como educadores tenemos ante nosotros un gran reto, el que da sentido a nuestra vocación y trabajo desde el enfoque global que debemos tener en la acción educativa. Sin duda una tarea que va mucho más allá de la edad, horario y espacio escolar pero que, a la vez, dota de suma importancia a lo que hacemos en cada clase, cada día, con cada mirada, abrazo y gesto de cariño que trasladamos a nuestros niños, niñas y «jóvenes» en las aulas en aras a su mejor futuro y, por tanto, el nuestro.

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