LA CRISIS DE LA PANDEMIA COMO OPORTUNIDAD PARA UN CAMBIO SOCIAL – Carlos Ballesteros

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LA CRISIS DE LA PANDEMIA COMO OPORTUNIDAD PARA UN CAMBIO SOCIAL

Carlos Ballesteros

http://@revolucionde7a9

«Pensábamos que estábamos sanos en un mundo enfermo» (Papa Francisco)

La llegada del virus conocido como SARS Covid–19 a principios del año 2020, que en marzo pasaría a ser calificada como pandemia, ha alterado nuestra forma de vida en todos los niveles. A la crisis sanitaria se le han unido unas cuantas más: económica, educativa, política, medioambiental, psicosocial, emocional, incluso espiritual. Muertes, secuelas físicas; desapego hacia las autoridades y los y las representantes de una política crispada y polarizada; paro y aumento de los indicadores de desigualdad y pobreza; miedo, mucho miedo y desconfianza hacia las otras personas; preguntas sin resolver que tienen que ver con el sentido de lo que nos pasa, etcétera.

¿Antes de la aparición de la Covid–19 vivíamos en un mundo ideal? ¿Ha sido esta sindemia un momento de cambio e inflexión? ¿El mundo pre–covid era el paraíso y la pandemia nos ha expulsado de él? La respuesta, evidentemente es que no. El mundo de la segunda década del siglo era un mundo enfermo en muchas de sus manifestaciones y la enfermedad no ha venido sino a hacer más visible y agravar numerosas enfermedades. Ver al virus como una sindemia invita a ampliar el punto de mira, a abrir el foco hacia una visión más amplia, que abarca tanto la educación, el empleo, la vivienda, la alimentación o el medioambiente como aspectos de corte más emocionales o psicológicos, espirituales.

En octubre de 2020, apenas unos meses después de los momentos más desconcertantes y duros que hayamos vivido como humanidad, el editor de la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo en el que oponía dos posibilidades de encarar la situación: ver a la Covid–19 solo como una pandemia médica, sanitaria, o ver a la Covid–19 como una sindemia «subrayando sus orígenes sociales». Según él, no importa cuán efectivo sea un tratamiento o una vacuna protectora, la búsqueda de una solución puramente biomédica para la Covid–19 fracasará sino se tiene en cuenta esta segunda visión, amplia y necesaria, de tratar esta enfermedad en un contexto de la desigualdad. Por cierto que, a Richard Horton —que es como se llama el autor del artículo que tituló «El Covid no es una pandemia»— fue amplia y violentamente criticado por negacionista y por no poner el foco en la erradicación del virus.

Ver al virus como una sindemia invita a ampliar el punto de mira, a abrir el foco hacia una visión más amplia.

Si algo hay que destacar del estado del mundo en estos últimos veinte años que llevamos del tercer milenio es la desigualdad, brutal y creciente, en muchos aspectos y a la que me voy a referir en los próximos párrafos. La situación creada por la Covid–19 no ha venido sino a visibilizar, y en muchos casos agravar, que los 7.700 millones de habitantes que vivimos en el planeta no tenemos los mismos recursos ni las mismas oportunidades. Vivimos en un mundo de gordos y hambrientos, nos dijo hace ya doces años, a escasos meses de morir, Luis de Sebastián, un gran economista comprometido con la causa de los pobres y que fue ácida y acertadamente parafraseado por el genial Eduardo Galeano: «Hay en el mundo tantos hambrientos como gordos. Los hambrientos comen basura en los basurales; los gordos basura en McDonald’s». Un mundo donde la mitad de la humanidad se muere de hambre y la otra mitad estamos preocupados y nos morimos por los excesos (obesidad, diabetes, muchos cánceres) derivados de nuestro estilo de vida.

Vivimos en un mundo donde, según nos cuentan los datos del informe OXFAM (2019) Cinco datos escandalosos sobre la desigualdad extrema global, el 1% más rico de la población posee más del doble de riqueza que 6.900 millones de personas y casi la mitad de la humanidad vive con menos de 5,50 dólares al día; en el que uno de cada cinco (258 millones) menores están sin escolarizar y en el que si eres niña la cosa se agrava aún más (por cada 100 niños que están sin escolarizar, hay 121 niñas a las que se priva de su derecho a la educación). Habitamos un mundo en el que, cada día, 10000 personas pierden la vida por no poder costearse la atención médica y cada año 100 millones de personas se ven arrastradas a la pobreza extrema por los gastos médicos que deben afrontar.

Estamos en un mundo en el que 22 hombres tienen más dinero que todas las mujeres africanas juntas y en el que los llamados trabajos de cuidados (invisibles, en manos de mujeres y no remunerados en su mayoría) equivalen a 10,8 mil millones de dólares. Y así podría seguir. En definitiva, un mundo en el que los extremos se alejan, el que tiene la suerte de vivir en un entorno de riqueza y prosperidad cada vez tiene más posibilidades y el que tiene la desgracia de nacer en entornos de pobreza será muy, muy difícil que salga de ellos. El modelo de desarrollo basado en el crecimiento económico y en el logro personal, en el enriquecimiento personal, no es hoy en día un modelo válido pues solo crea dolor y sufrimiento.

En la última década venimos asistiendo a una creciente y acelerada desigualdad dentro de los países.

Esto, que era cierto hasta hace poco, pero circunscrito a las conocidas distinciones Norte–Sur, países ricos–países pobres, mundo desarrollado–mundo en desarrollo etc., se debe matizar y ampliar, pues en la última década venimos asistiendo a una creciente y acelerada desigualdad dentro de los países. España, sin ir más lejos, ha visto incrementado en esta década 2010–2020 en 15 puntos su índice de desigualdad (conocido como índice GINI donde 0 es la igualdad perfecta y 100 la máxima desigualdad) desde unos históricos y estables 30–32 puntos a estar muy cerca de 50 en los últimos meses.

Esta desigualdad, además y solo por dejarlo aquí anotado de manera muy superficial, también tiene consecuencias medioambientales. Un conocidísimo triángulo elaborado hace ya muchos años por, entre otras, Araceli Caballero cuando trabajaba en Manos Unidas, relaciona pobreza–daños medioambientales y estilo de vida consumista. Simplificadamente: el estilo de vida consumista (vértice superior) genera, por un lado, mucha más contaminación, destrucción de la biodiversidad, cambio climático etc. que los estilos de vida sobrios; por otro lado, el usar y tirar, la acumulación por la acumulación, los precios bajos, las demandas de una moda cambiante etc. necesitan de mano de obra muy barata que, más a menudo de lo que imaginamos, conlleva explotación y pérdida de derechos sociales y, por ende ,pobreza.

En a base del triángulo se da una relación biunívoca: en un sentido, el daño medioambiental se sufre de manera desigual en entornos de pobreza que de riqueza, ya que en estos últimos nos podemos proteger mejor de sus efectos (la sequía a los ricos nos impide tener jardines verdes o piscinas llenas, a los pobres les mata de sed). En el otro sentido, la pobreza es sucia en tanto en cuanto no puede aprovecharse ni utilizar tecnologías limpias y respetuosas.

​Muchas y variadas son las causas de estas desigualdades pero quizás sea una la más evidente: desde la revolución industrial y la aparición del capitalismo moderno (si no antes) vivimos en un modelo de civilización que antepone los intereses particulares sobre los derechos universales, que privatiza los beneficios y socializa las pérdidas, que estimula la acumulación de unos pocos a costa del despojo de muchos, y que impone una cultura política depredadora de la vida. En definitiva, hemos creado un mundo egoísta, alejado de aquello que predicaba Juan Bautista antes de la llegada de Jesús (Lucas 3,11): «Las multitudes le preguntaban, diciendo: “¿Qué, pues, haremos?” Respondiendo él, les decía: “El que tiene dos túnicas, comparta con el que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo”».

La situación vivida por la Covid–19 nos ha puesto en la balanza el modelo del procomún frente al del capitalismo exacerbado.

Ningún bien está a salvo de las garras del egoísmo exacerbado por políticas privatizadoras que se hacen pasar por públicas: ni el agua que bebemos, ni el aire que respiramos, ni el sol que nos calienta, ni el cuidado de las personas, etc. Una de las dos únicas mujeres premio Nobel de Economía Elinor Oström publicó un libro en el que hablaba del procomún, de los bienes comunes: aquello que es de todos a la vez y de nadie en particular y que, por lo tanto, debemos cuidar de ello como si fuera nuestro y aprovecharnos de ello según nuestras necesidades. Agua, sol, aire, decía Oström, pero también, añado yo, el empleo, el cuidado de las personas vulnerables o ¿por qué no? internet. La situación vivida por la Covid–19 nos ha puesto en la balanza el modelo del procomún frente al del capitalismo exacerbado.

Y si bien en los inicios de la crisis parecía ganar el primero, mucho me temo que si no reivindicamos sus aprendizajes el segundo platillo vaya ganando peso. Así, por ejemplo, el tema de las vacunas: algo que debía ser patrimonio de toda la humanidad. No solo la de la Covid, por cierto. Ejemplos previos tenemos de pandemias y vacunas que no han alimentado el ansia de empresas farmacéuticas sino que gracias a considerarse un bien de interés común consiguieron erradicar la viruela gracias a la vacunación universal. Hoy, sin embargo, se discute si inocular la tercera dosis de las personas que habitamos en entornos de riqueza mientras que en entornos de pobreza ni siquiera ha llegado aun la primera. O se usan recursos privados, como pasa cuando a un gran banco o a un gran almacén se le encarga ser punto de vacunación. Y encima se adorna de responsabilidad social de estas empresas. O, por poner otro ejemplo, cuando en los meses del confinamiento (marzo–junio 2020) se decidió que la mejor manera de proveer de alimentación a la infancia en riesgo de pobreza de la Comunidad de Madrid era mediante la distribución de pizzas a domicilio a través de una gran cadena de comida rápida (también llamada comida basura) en vez de haber pensado en términos de alimentación saludable o en habérselo encargado a empresas sociales, que las había y con capacidad para hacerlo, o a las proveedoras de servicios de alimentación escolar que en aquellos días habían tenido que cesar su actividad con las consiguientes consecuencias (ERTES).

La nueva normalidad a la que nos aboca esta sindemia se puede construir de manera justa, democrática y sostenible.

Y, sin embargo, de toda crisis se aprende, de toda desgracia se sale más fuerte. La nueva normalidad a la que nos aboca esta sindemia se puede construir de manera justa, democrática y sostenible.

  • Justa, pensando e implementando a escala global modelos económicos y sociales que antes eran marginales, en el doble sentido de minoritario y fronterizo, en los márgenes. La economía social, de claros valores evangélicos por otra parte, es una economía basada en las personas y/o en el dinero, válida para todos y todas, pero especialmente para las personas más vulnerables. Pone el empleo, la transparencia, la cooperación y el compromiso por encima del beneficio, pero sin despreciar la generación de ingresos mayores que costes. Este modelo de economía recogería en cierto modo los aprendizajes de unos meses en los que vecinos y vecinas se apoyaban para resistir en encierro y colaboraban entre ellos sin esperar nada a cambio, a lo sumo una sonrisa, una mirada agradecida. Una nueva normalidad justa no dejará a nadie atrás y tendrá en cuenta a aquellos que nos han cuidado. Los sanitarios, sí por supuesto, pero también a esas personas, normalmente inmigrantes y mujeres o mujeres e inmigrantes, que hacen trabajos invisibles y poco o nada reconocidos por poco apetecibles: limpieza y cuidado de personas dependientes, cuidado y limpieza de lo que otros ensuciamos. Una economía que garantice el sustento de la vida y la atención de las necesidades materiales del conjunto de la población sin distinciones. Que sustituya el paradigma de lo mío por el paradigma de lo nuestro, que reconozca que somos profundamente interdependientes y el valor de la colaboración mutua.
  • Democrática en el sentido de devolver el protagonismo al pueblo, al demos, buscando transparencia y participación en la búsqueda de soluciones y en la toma de decisiones. Una nueva normalidad que sustituya la lógica de la representación política por la lógica de la participación deliberativa, directa y transversal, escuchando la voz de todos y todas las personas y colectivos. ¿Alguien ha oído la voz de los mayores, de los habitantes de las residencias en la búsqueda de posibles soluciones? Uno de los colectivos más duramente afectados ha sido, sin embargo, olvidado a la hora de diseñar su futuro y de plantear medidas preventivas. Son mayores, sí, son dependientes, también, pero han sufrido directamente y además son pozos de sabiduría. Quizás por eso escucharles merezca la pena. Se habla ahora mucho de los fondos europeos Next Generation que vendrán a ayudarnos a la recuperación y la transformación social pero mucho me temo que, si no reaccionamos a tiempo, volverá a ser un tema de cómo repartirlos en vez de cómo compartirlos. Ya se habla de que habrá unas empresas (grandes y pocas) llamadas tractoras que recibirán la confianza y los fondos del Gobierno para que sean ellas las que lideren y traccionen la recuperación. Como nos descuidemos, una vez más la economía, la política y la sociedad estarán al servicio de los intereses de unos pocos que, eso sí, esta vez los disfrazaran de sociales y globales con palabras como resiliencia, transformación, inclusión. Una nueva normalidad democrática debería llevarnos a pensar nuevas formas de gobierno y de toma de decisiones para que, la próxima vez, las cosas se hagan de manera participativa y consensuada y no impuestas.

Una nueva normalidad democrática debería llevarnos a pensar nuevas formas de gobierno y de toma de decisiones.

  • Sostenible. Si algo bueno ha tenido la situación creada por la Covid –19 ha sido que, al menos en sus primeros meses, como los coches estaban parados en los garajes, el aire estaba transparente y respirable, el agua de ríos y mares estaba transparente y límpida y los animales y plantas no estuvieron tan amenazados. Pasado el primer momento, sin embargo, la cantidad de plástico y recursos desechables de un solo uso, algunos más necesarios (mascarillas, jeringuillas, guantes, EPIS) y otros menos (vasos y cubiertos de un solo uso, envases individuales, uso de transporte privado en vez del público) pueden provocar una ola de consecuencias desastrosas para el medioambiente. Una nueva normalidad que le devuelva el valor a la vida, basada en el cuidado y el respeto

La nueva normalidad a la que estamos llamados debería hacernos volver la vista atrás y revisar aprendizajes reconociendo y potenciando las diferentes formas de conocimiento y promoviendo su florecimiento. Durante este año y medio nos hemos dado cuenta de lo importante que es el desarrollo de una educación pública y gratuita de calidad, accesible para todas las personas. El confinamiento ha supuesto acrecentar la desigualdad debido, entre otras cosas, a la brecha digital y ahora debemos aprender de ello para volver a caer en una educación basada en cuotas, números, cantidades y meritocracias.

La nueva normalidad a la que estamos llamados debería hacernos volver la vista atrás y revisar aprendizajes.

Dejo casi para el final, no por menos importante, sino haciendo caso a lo decíamos al inicio de este artículo, una nueva normalidad en la que la búsqueda de una solución puramente biomédica para la Covid –19 sea parte de una visión diferente de la salud. Si algo hemos aprendido en este año y medio es que necesitamos una concepción de la salud que vaya más allá de la enfermedad individual e individualizada, medicalizada y mercantilizada en extremo por otra que se oriente al bienestar comunitario, que potencie los saberes diversos, y que priorice estilos de vida saludables. Un modelo de salud en armonía cuerpo–mente–sociedad, un modelo donde el bienestar físico y su cuidado esté al mismo nivel que el del mental y el relacional y la salud sea un bien común de los que hablábamos más arriba: de todos y de nadie, al servicio de todas las personas de manera universal, equitativa y accesible y por consiguiente necesitada del cuidado y apoyo de todos/as.

Francisco (Laudato Si) nos avisó ya en 2015. La Casa Común estaba (está) enferma y en 2020 nos ha dado un gran toque de atención. La propuesta que hace Francisco sobre una ecología integral como nuevo paradigma de justicia, una ecología que «incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea» nos debería hacer de faro y llevarnos a la reflexión final de que esta situación que vivimos es una llamada a la transformación integral, a la creación de un hombre/mujer nuevo que tenga como máxima el respeto, la dignidad y el cuidado de los demás. Solo espero que los 193 millones de personas afectadas a fecha julio 2021 que es cuando escribo este artículo y los 4 millones y pico de personas fallecidas no lo sean en balde. Estoy convencido de que la transformación del mundo hay que hacerla todos los días con nuestros actos cotidianos, con nuestra agenda (dónde ponemos las prioridades, los tiempos) y el monedero (en qué nos gastamos y cómo ganamos el dinero).

La Covid–19 nos ha recolocado ambas cosas. La agenda, porque hemos tenido que recolocar citas y prioridades, nos ha hecho convivir más con las más cercanas (familias, vecinos); nos ha hecho darnos cuenta del poco tiempo que dedicábamos a nuestros mayores aparcados en modelos de residencias masificadas y estandarizadas; nos ha hecho conscientes de lo poco que sabíamos y hablábamos con quienes nos cuidan; le ha dado un nuevo sentido a los minutos, las horas y los días cuando hemos estado en cuarentena o en la UVI. El monedero, porque ha supuesto cambio en hábitos de consumo (no siempre a mejor, véase el uso compulsivo del comercio on line, llamado por algunos el consumo por aburrimiento); porque hemos priorizado otros bienes, otros servicios y hemos, sobre todo, dado valor a cosas que antes no las teníamos tan presentes: la hora de trabajo de un profesor, de una persona que trabaja en un hospital, de la persona que limpia y asea a los mayores. Espero, sinceramente y con fuerza, que este virus nos traiga cual regalo, tanto individual como socialmente, una nueva forma de gestionar tiempos y dineros para construir una sociedad más amable y justa.

La transformación del mundo hay que hacerla todos los días con nuestros actos cotidianos, con nuestra agenda y el monedero.

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