LA CLASE DE RELIGIÓN, LUGAR DE ESCUCHA – José M.ª Martínez Manero

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José M.ª Martínez Manero

mtzmanero@hotmail.com

¿Con qué se puede comparar el paisaje de ese pequeño mar de miradas adolescentes pendientes de la mirada del que va a ser su profesor, al entrar en clase? Con nada. No se puede comparar con nada. Esa primera expectativa de encuentro que reflejan unos ojos suspensos en la escucha es incomparable. Porque los primeros que escuchan son los ojos. Y los ojos bien abiertos abren el oído a la finura de la percepción. Ojo y oído atentos son antesala de la palabra sabia nacida de la cordura y la cordialidad. Se gesta así también la verdadera con-cordia, encuentro de corazones, que afina más aún la escucha.

Digo que es espectáculo incomparable porque esta magia creadora de espacios de edificación de lo humano depende, en gran media, de la capacidad de escucha del profesor. De que sepa oír con la mirada, especialmente él, el rumor de olas que bulle en cada gota de ese pequeño gran mar que contempla y le contempla. Se establece así el obligado diálogo profesor-alumno que exige toda educación. 

Han pasado décadas, y aún recuerdo mi progresiva sorpresa mientras iba leyendo la evaluación que los alumnos adolescentes hacían de la clase de Religión. Veían extraño que, en esta clase, fuera el profesor el que se adaptara a los alumnos, y no al revés, que consideraban lo normal. Lo recuerdo porque me invitaron a contar en un foro, que convocaba una revista de pastoral, lo que hacíamos en clase de Religión. La propia palabra adaptación (ad-aptare es aproximarse, acercarse a lo apto) habla de modificar lo necesario para lograr lo justo, adecuar, preparar para hacer apto. Enseña el Maestro que el sembrador tiene que conocer la tierra que siembra. Desde niño le habían enseñado que «el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo cuidara y lo cultivara». Especialmente la obra maestra creada a su imagen. En este tema, siempre me asalta el verso del himno que canta a la luz de aurora resucitada y resucitadora:

                    Regresa, desde el sueño, el hombre a su memoria,
                    acude a su trabajo, madruga a sus dolores;
                    le confías la tierra, y a la tarde la encuentras
                    rica de pan y amarga de sudores.

                    Y tú te regocijas, oh Dios, y tú prolongas
                    en sus pequeñas manos tus manos poderosas.
                    Y están de cuerpo entero los dos así creando,
                    los dos así velando por las cosas.

El contraste, cuando jugamos el juego de Caín, una tierra desierta, baldía, rica tan solo en pan amargo de luchas fratricidas, sudores estériles, huidas a ninguna parte, avergonzados de nosotros mismos, ocultándonos tras miles de excusas por no haber sido guardianes del hermano.

Y ahí está ese mar de miradas de hermanos más pequeños esperando el aleteo y soplo del Espíritu, que sobrevuele y ponga orden en el caos que les impone su propio crecimiento. El Espíritu, encarnado en esa mano amiga, sabe arrancar tanta nota dormida, entre la tensión exasperante, a veces, no menos para él que para quienes le rodean, y la cuerda destemplada próxima al abandono. Con la rima de Bécquer podemos decir que también ellos, en el fondo de su alma, como Lázaro, esperan escuchar la voz que les diga: Levántate y anda

Cuando se camina, además, por edad, a ritmo de saltamontes, con saltos voladores que parece van a consumir el recorrido en unos instantes, y parones en los que da la impresión de haberse detenido el universo, el imprescindible sosiego que dé tranquilidad, unidad y horizonte al camino se antoja poco menos que imposible. Pero ahí precisamente es donde la clase de Religión puede ofrecer ese lugar de sosiego, reflexión y descanso del alma. Toda la historia de la cultura lo avala. La cultura integral, en todas sus vertientes, mente, corazón y manos, ofrece granados ejemplos a lo largo de la historia. 

Es verdad que, además, vivimos un cambio de época que provoca innumerables cambios en cascada que hacen más difícil, si cabe, en las diversas fases de la adolescencia, ejercer control y asimilar sus obligados cambios dentro del cambio social. Y, sin embargo, la vida es largo proceso, peregrinación. Siempre ha sido así, aunque a nosotros nos parezca, con razón, que nuestro tiempo es único. Es inédito, sí, pero todos lo son. Y lo que se va percibiendo como constantes del devenir de la historia es lo que recogen los clásicos, que por eso gozan de ser considerados muy de su tiempo a la vez que eternos. El sabio Gandalf nos recuerda: «No podemos elegir los tiempos que nos toca vivir; lo único que podemos hacer es decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado» (El Señor de los Anillos). Que no es poca decisión.

En la película Seven (1995) de David Fincher, el asesino, Juan Nadie, pasa por ser persona leída, pero en realidad no entiende nada de los clásicos que cita. Empieza mostrando su erudición con una frase de John Milton: «Largo y escabroso es el camino que del infierno conduce a la luz». Pero él, jugando a justiciero, acabará convirtiendo en oscuridad de infierno los destellos de luz, por más que diga estar harto de la pandemia de pecados capitales que asolan la ciudad. No puede comprender que solo desde la luz se entiende la oscuridad. Que los siete pecados capitales son la negación de siete virtudes, tres teologales y cuatro cardinales. No ha leído en la Santa Biblia de su mesilla que Dios infunde respeto perdonando, y que prefiere misericordia a sacrificios. Al final, se hace trampa en el solitario para que le salga el juego. Solo puede provocar que estalle la ira, el último de los pecados capitales, asesinando a inocentes. Las cruces de su casa no tienen Cristo. No ha tenido oídos para escuchar a Mozart, en su Dies irae (Requiem), el sublime canto de esperanza que brota de labios de Jesús al dirigirse al buen ladrón. Como muchos al pie de la cruz, ciegos de ira, también él podrá escuchar, en el aula abierta en el Calvario, la lección final: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».