LA AUTORIDAD DE LA VERDAD RPJ 563Descarga aquí el artículo en PDF
Óscar Alonso
Recuerdo que hace años, siendo alumno suyo, el jesuita español José Ignacio González Faus, publicó un libro que llevaba por título las palabras que encabezan estas líneas: La autoridad de la verdad. Creo tenerlo aún por casa. El libro intentaba recoger lo más auténtico de la primitiva concepción del magisterio eclesiástico, frente a «la verdad de la autoridad» que quisieron imponer los tradicionalistas del siglo XIX. Recuerdo que el libro, a partir de una minuciosa constatación de hechos, mostraba cómo el magisterio ordinario de la Iglesia se ha equivocado repetidas veces a lo largo de la historia y en puntos decisivos. A mí me ayudó a sacudir esa concepción que a veces tenemos sobre la verdad de las cosas dependiendo de quién las dice y del modo en el que se dicen.
Pero, para mí, la síntesis del mismo (salvando las distancias, por supuesto) fue que la autoridad no está en los cargos, en las insignias recibidas, en las reuniones que uno preside, en los documentos que redacta y firma con solemnidad y lacra, en las afirmaciones realizadas con una seguridad impostada, en lo que uno alce la voz, en llevar una cruz al cuello lo más grande y vistosa posible o no, en saberse dueño y señor de la única opinión o del único modo de analizar y discurrir diferentes temas o en utilizar ciertos puestos para sentar cátedra sobre temas que no se pueden solventar a golpe de citas y de seguridades dogmáticas inflexibles colmadas de mucha literatura pero de poca vida (y en muchas ocasiones de ninguna cercanía y ternura).
La autoridad está en la verdad. La verdad por sí misma tiene una autoridad que no necesita demasiados aperos para ser descubierta y contemplada. Y esa verdad es la que debemos compartir en la pastoral juvenil y saber transmitir no como dueños de la misma sino como agraciados porque la hemos descubierto y gustado internamente.
La verdad por sí misma tiene una autoridad que no necesita demasiados aperos para ser descubierta y contemplada
Vivimos en un tiempo que ya no es calificado ni de líquido sino al que se le denomina tiempo gaseoso; un tiempo que casi no se puede definir, en el que captar esencias es casi imposible, en el que la apariencia, la desconexión en grupo, el estar a la última, en el que el mañana casi no existe, en el que todo es posible resetearlo y volver a ponerlo en marcha sin problema alguno, en el que hay tanto adoctrinamiento sociológico sobre lo que se puede o no se puede ser que hay mucha gente totalmente perdida y con una identidad desmantelada, en el que dependiendo de la radio que escuches o el telediario que veas uno no es capaz de dilucidar qué es lo que ocurre y hacia dónde vamos; un tiempo en el que se vende como rasgo positivo y posibilitante el relativismo ante todo; un tiempo en el que la indiferencia es un modo de gestionar la propia vida frente a los demás; un tiempo en el que el diálogo ha sido sustituido por el diálogo, es decir, dos monólogos simultáneos; un tiempo en el que pese a cómo está todo (política, trabajo, sociedad, hecho religioso, justicia social, educación, cambio climático…) la respuesta de la inmensa mayoría de ciudadanos, muchos de ellos jóvenes, es la resignación: a mí no me pasa, no tengo la solución, yo solo no puedo, alguien lo hará, quizás no haya solución, son todos igual, mientras que no me toque a mí, es siempre lo mismo, no estoy tan mal, quejarse no sirve de nada, a mí no me vengas con sermones…
Evidentemente en nuestro tiempo también existe una potente corriente de humanización, de compromiso por la justicia, de implicación con la defensa y el cuidado de la Casa Común, de buenagente, de personas sacramento en las que es fácil intuir, aunque quizás no comprender, la verdad. Un tiempo en el que hay muchas personas (muchas de ellas jóvenes) que están buscando su lugar en el mundo, muchas personas que necesitan y han encontrado buenos acompañantes para seguir creciendo. Un tiempo en el que el Espíritu sopla a su manera sobre nuestras comunidades y deja entrever por dónde se puede seguir caminando, haciendo Reino. Un tiempo en el que somos conscientes de la necesidad imperiosa de la formación, de tener una formación que fundamente nuestra fe y provea a nuestra experiencia religiosa de todo lo necesario para que la piedra angular esté bien sostenida y tenga sentido en nuestra vida real. Todo esto necesitamos seguir promocionándolo y asegurando que no se pierda, sino que se multiplique porque se ha compartido entre muchos.
Un tiempo en el que hay muchas personas (muchas de ellas jóvenes) que están buscando su lugar en el mundo
Pero lo que es evidente es que, como afirmó el papa Francisco en la exhortación apostólica postsinodal Christus Vivit «cualquier proyecto formativo, cualquier camino de crecimiento para los jóvenes, debe incluir ciertamente una formación doctrinal y moral» (213). En el siglo XIX nacieron infinidad de instituciones cuya misión, derivada del carisma, era llevar la sabia doctrina a los destinatarios de dicha misión. La pregunta que podríamos hacernos es qué formación doctrinal y qué moral debemos incluir en nuestros itinerarios formativos con los jóvenes. Y plantear estos temas no es algo ni fácil ni superficial. No es algo que se pueda despachar entregando el Catecismo a todo el que entre por la puerta. Porque lo que en él se dice está bien dicho pero el modo en el que se da a conocer, se explica, se contextualiza y se adapta a los signo de los tiempos es determinante.
La pregunta que podríamos hacernos es qué formación doctrinal y qué moral debemos incluir en nuestros itinerarios formativos con los jóvenes
El texto de la encíclica decía inmediatamente después: «Es igualmente importante que (cualquier proyecto formativo y cualquier camino de crecimiento para los jóvenes) esté centrado en dos grandes ejes: uno es la profundización del kerygma, la experiencia fundante del encuentro con Dios a través de Cristo muerto y resucitado. El otro es el crecimiento en el amor fraterno, en la vida comunitaria, en el servicio» (213).
Y he aquí la guinda del pastel. Podemos preparar itinerarios catequéticos para jóvenes en los que no falte nada, en los que todo esté justificado, citado, teológicamente explicado y fundamentado, pero si nuestras propuestas pastorales no se especializan en ofrecer experiencias perdurables de fe, todo eso justificará que estamos alineados con la institución eclesial pero no asegurará que estamos posibilitando en los jóvenes la experiencia del encuentro personal con Dios a través del Señor Jesús.
Hace unos meses, un religioso sacerdote que había estado acompañando con sus cantos y su palabra a cientos de jóvenes en una celebración en la que el centro era la adoración eucarística, compartió en un retiro lo que le sucedió: después de la celebración: en un ambiente muy distendido, en pequeños grupos, preguntó a los jóvenes qué tal había ido la celebración y qué les había dicho el Señor Jesús en la misma. Y los jóvenes o no parecían entender la pregunta o no sabían contestar, a tenor de su silencio. Al ver la cara de este religioso, entre el asombro y el desconcierto, ya que todo el mundo salió de la celebración «tocado» y «alegre», y su insistencia en seguir preguntando lo mismo, una joven se atrevió a decir: «Padre, es que no estuvimos con el Señor Jesús, estuvimos con el Santísimo». He aquí la desconexión reinante en no pocas latitudes.
Y es que profundizar en la experiencia fundante del encuentro con el Señor Jesús, muerto y resucitado (Kerigma) requiere tiempo, una formación de calidad, un buen acompañamiento y saber de emociones y de sentimientos. Se trata de experimentar no solo de saber. Y se trata de experimentar no sólo por el hecho de «probar», no solo como algo que surge de nuestro esfuerzo. Como decía Benedicto XVI a los jóvenes en agosto de 2011 «la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios (…) Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él. La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad. El conocimiento de su Misterio parte de una adhesión a su Persona, que nos da la gracia de adentrarnos cada vez más a su vida íntima con el Padre en el Espíritu Santo».
Es eso precisamente lo que no debemos olvidar en nuestra pastoral juvenil: proponer a nuestros jóvenes la fe en Jesús, la cual constituye un estímulo a buscar siempre, a no contentarse con lo mínimo o con lo que ya se sabe, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el descubrimiento de la verdad y de la realidad. Hay que enseñar a los jóvenes, como afirmaba el papa Benedicto, que la fe no es una aceptación ciega de cualquier cosa que nos digan que es así y ya. La fe católica es razonable y nutre confianza también en la razón humana. Y Juan Pablo II, en su encíclica Fides et ratio afirmaba de manera magistral: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente. En el irresistible deseo de verdad, solo una relación armónica entre fe y razón es el camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí». Palabras que sin duda necesitamos leer y releer para saber dónde y cómo fundamentar nuestra experiencia creyente.
La fe católica es razonable y nutre confianza también en la razón humana
El otro eje propuesto para cualquier proyecto formativo y cualquier camino de crecimiento para los jóvenes, dice el papa Francisco, «es el crecimiento en el amor fraterno, en la vida comunitaria, en el servicio». Yo me pregunto: ¿dónde vamos a mostrar a los jóvenes que la vida es don, que estamos hechos para los demás, que la fe cristiana solo es posible conjugarse con el verbo amar, que el amor es capaz de transformarlo todo, que nadie sobra, que en la Iglesia entramos todos, todos, todos, que la experiencia cristiana es tal cosa si es compartida, celebrada, entregada y comprometida en nuestra relación con los demás? Nuestras comunidades deben realizar un serio discernimiento de qué lugar ocupan en ellas los jóvenes y qué lugar deberían ocupar. No se trata de que en las comunidades cristianas «haya cosas para los jóvenes» (que es como decir «para que no molesten ni se entrometan en lo que ya teníamos»), sino que se trata de integrar para mejor vivir, para vivir más evangélicamente nuestro ser profetas, sacerdotes y reyes, nuestro ser profetisas, sacerdotisas y reinas. Con toda su extensión, para así hacer vida lo que se nos regaló en el día de nuestro bautismo.
Me gustaría antes de terminar estas líneas, realizar una especie de decálogo. Primero en negativo, después en positivo. Es igual, pero no de la misma manera. Es, como lo que venimos diciendo: depende cómo digamos las verdades, estas serán más asumidas y más asumibles. No van a dejar de ser verdad, aunque no las entendamos o no las aceptemos con absoluta claridad. El Señor tiene algo (todo) que decir en nuestra fe.
Vamos allá:
- No todo vale.
- Decir «mi verdad» es comenzar mal…
- Sin formación hay deterioro y abandono.
- Sin oración es imposible conocer la verdad.
- Sin experiencia personal, el Señor no es Absoluto para mí.
- Resignarse es quedarse anclado en el viernes santo.
- Sin alegría la fe en Cristo termina siendo solo una opción.
- Sin agradecimiento no hay experiencia creyente.
- Sin discernimiento solo existen medias verdades y absolutos impuestos.
- Sin vida comunitaria nuestro testimonio se vuelve insípido.
Así, «la pastoral juvenil siempre debe incluir momentos que ayuden a renovar y profundizar la experiencia personal del amor de Dios y de Jesucristo vivo. Lo hará con diversos recursos (…) pero jamás debe sustituirse esta experiencia gozosa de encuentro con el Señor por una suerte de “adoctrinamiento”» (CV 214).
La autoridad de la verdad… no olvidar nunca que debemos seguir apostando por propuestas que permitan a nuestros jóvenes conocer ese centro neurálgico y fundante de toda vida cristiana que es la experiencia personal del Señor Jesús, vivo, muerto y resucitado, el único que es la Verdad y que sostiene toda autoridad. Esa autoridad que nos libere de todo relativismo, de toda mediocridad y de toda resignación. La apuesta por formadores de jóvenes con una sólida, buena y actualizada formación teológica y catequética es condición de posibilidad de una pastoral juvenil con visión y horizonte.
Nuestras comunidades deben realizar un serio discernimiento de qué lugar ocupan en ellas los jóvenes y qué lugar deberían ocupar.