Fernando Negro
“Vivir entre los jóvenes, ¡Qué suerte la mía!
¡No tener la oportunidad de anquilosarme,
De secarme como haría sin ustedes!
¡Y cuando ustedes se vayan otros vendrán,
Más jóvenes, empujando todavía!
¡Tener que ser siempre joven, aunque no quiera!
¡Benditos sean ustedes que me renuevan y mantienen
En contacto con las verdaderas fuentes de la vida
Que son el entusiasmo y la juventud…!
Y pensar que por esto, por estar entre ustedes,
Es por lo que me pagan, cuando yo debía pagar
A ustedes o al estado por el beneficio
Que recibo de mi función.”
(Giner de los Ríos[1])
La gran revolución, del concepto cristiano de Dios consiste en atrevernos a llamarle Abbá, Padre, igual que el niño/a que se dirige con confianza ilimitada a su padre. Esta enseñanza la hemos recibido directamente de nuestro Salvador Jesucristo. La enseñanza quedó tan firmemente arraigada en las primeras comunidades, que Pablo, que no había conocido al Señor físicamente, está tan embebido por esta “Buena Nueva” que escribe en la carta a los Romanos: “En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios, son Hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él para ser también con Él glorificados” (Rm 8,14-17)
Llamar a Dios Padre es un atrevimiento, como nos lo recuerda la liturgia de la Eucaristía: … “Y siguiendo su divina enseñanza nos atrevemos a decir, Padre nuestro…” La gran revelación de Jesucristo para todo el Mundo es que, libres de temor y arrancados de la mano de nuestros enemigos (Cántico de Zacarías), nuestra vocación es servirle en santidad y justicia. El Apóstol Pablo, en su carta a los Gálatas se atreve a decirnos que estamos llamados a la libertad, que ésa es nuestra vocación, ser libres (Gal 5,13a); con una libertad al servicio del amor. Así pues, si nuestro Señor nos invita con su ejemplo a llamar a Dios Padre, o más tiernamente “Abbá”, como niño/a que se dirige a su padre con ternura, debemos desterrar para siempre toda tristeza, todo temor y todo miedo. Estamos llamados a la libertad.
Para que no malentendamos esta libertad nacida de nuestro ser “hijos/as”, y no nos lleve a la anarquía interior, Él mismo nos dejó mandado que hemos de ser libres en el amor y para el amor; en otras palabras, la libertad cristiana se mide de acuerdo a nuestra capacidad de amar. Por eso el Apóstol Pablo nos dice que no tomemos esa libertad como pretexto para la carne; “al contrario, servíos los unos a los otros” (Gal. 5, 3b)
Este Dios y no otro, el Dios-Abbá, tiene un sueño para cada uno. Este Dios no hace basura, no puede hacerla (Gen 1,27). Por tanto tampoco la hizo conmigo. Dios tiene un sueño de felicidad para cada uno aquí en la tierra. Este sueño de Dios coincide con ese deseo del “yo profundo”, donde reside la “imagen divina”, pues fuimos creados a imagen suya. Se trata de saber leer el mapa interior a través del cual descubro en el ADN espiritual la voluntad de Dios en mi vida. Ella me va liberando para amar, para ofreceré mi vida en un proyecto de donación, siempre mayor que yo mismo. Como dice Ireneo de Lyon: “La gloria de Dios es el hombre plenamente vivo”
Hemos de aceptar cada día el don, amarlo con todas nuestras fuerzas, y hacerlo crecer a impulsos del deseo de amarle a Él. El sueño de Dios para mí y para ti nace de la libertad “tocada” por el Espíritu. A su vez, este sueño de Dios (el carisma) suscita nuestra libertad para irnos identificando gradualmente con Jesús por el Reino de Dios. El sueño de Dios, para que sea tal, debe poner en movimiento todas las fibras de nuestro ser, en un proceso de integración y armonía del corazón, la voluntad y la mente en Dios, el Dios de Jesucristo a quien amamos y seguimos sobre todas las cosas.
Las Constituciones escolapias son explícitas al respecto: “Nos reconocerán como auténticos discípulos de Cristo si, decidiendo ignorarlo todo excepto a Jesucristo, y a éste crucificado, guardamos su Mandamiento Nuevo. El que dio la vida por sus amigos nos hace partícipes de su amor con el que nos amamos mutuamente como Él nos amó, y entregaos nuestra vida para evangelizar a los niños y a los pobres de modo que mientras la muerte actúa en nosotros, la vida crece en los demás” (CC 18) Aquí queda plasmado el sueño de Dios para un escolapio. Ahora nos toca a cada uno personalizarlo haciéndolo carne de nuestra carne. El sueño de Dios en nuestra vida nace de la experiencia del Dios revelado en Jesucristo. Si quitamos a Jesús del panorama de nuestras vidas, todo se derrumba. Los votos y el ministerio escolapio no son sino expresión de la experiencia del amor de Dios en mi vida, al cual respondo con amor.
Esta la belleza que cambia: la de quien ha descubierto el amor y hace del amor su programa esencial. Los seguidores de Calasanz lo vivimos desde el carisma de la educación y evangelización de la persona total, comenzando por los niños/as, especialmente los pobres, desde la más tierna infancia. El Pastor Bello, Jesús de Nazaret, nos invita a hacer esta tarea de transformar el mundo por medio de la belleza de quien comparte la pena y el dolor ajeno, hasta transformarse por la fuerza del amor.
[1] Francisco Giner de los Ríos fue un prominente filósofo y educador español. Vivió entre 1839-1915