Sin duda hay otros muchos con los que nunca me reúno. Me crucé con ellos en el camino de la vida cuando eran jóvenes, pero para ellos fui alguien irrelevante, incluso para algunos, espero que pocos, habré sido alguien a olvidar. Es normal. No se puede ser, ni yo lo he pretendido, compañero y menos referente para todos, pero sí ser útil al menos para algunos.
El presente artículo no pretende ser un texto académico, aunque tiene mucho de esto (defecto profesional), y, mucho menos, un ejercicio de nostalgia. Estas páginas quieren, a partir de la experiencia personal, iluminar la bella tarea que supone acompañar a los jóvenes en el proceso de hacerse adultos. Tengo ya una edad más que suficiente para poder mirar hacia atrás y hacer un balance, al menos provisional, de los aciertos y de los errores cometidos; hacer autocrítica, seguir aprendiendo de lo vivido y seguir apostando por el futuro, especialmente en esa parte del futuro que se construye hoy en los procesos formativos.
Pues bien, desde lo mucho leído sobre el tema, de todo lo vivido y de lo reflexionado a partir de la propia experiencia, a estas alturas de la película existen una serie de convicciones que, a modo de referentes, de puntos de anclaje, me permiten seguir avanzando el camino de la vida acompañando y acompañado por otros sin perder la dirección. Este artículo no pretende sentar cátedra, pero sí proponer esas convicciones y ponerlas a debate, con el fin de que pueda servir a otros como materia de reflexión.
- Entrando en materia
Va siendo hora de entrar en materia, y para ello nada mejor que poner en tela de juicio algunas de las «evidencias» que intentan vendernos como tales en nuestro contexto cultural y que, a mi modo de ver, no lo son. No hay nada más necesario que la noble tarea de discrepar. Un viejo arte ya desarrollado por Sócrates con sus discípulos, del que se servía en su pedagogía, y que tan buenos frutos dio. Esto significa que, aunque el lector no necesariamente tenga que compartir mi punto de vista, le invito a que ponga en tela de juicio ese casi dogma de nuestro tiempo de «¡Qué grande es ser joven!». Ese casi dogma con el que intentan venderos que lo importante en esta vida es disfrutar del presente, sobre todo cuando se es joven, porque el futuro ya vendrá con sus responsabilidades y ataduras, con su cohorte de preocupaciones y problemas, casi como una peste de desgracias.
- Una gran falacia: ¡Qué grande es ser joven!
Honradamente creo que el mito de la juventud como el mejor momento de la vida (¡Qué grande es ser joven! ¡Quién pudiera volver a los 18!) es una de las grandes falacias propia de un tiempo de post-verdad, que genera disfunciones y problemas tanto teóricos como prácticos importantes.
Esta forma de situarnos al valorar las diferentes etapas de la vida, primando la juventud y el presentismo frente a otras, tiene nefastas consecuencias para todos. Para los adultos, porque no hay peor cosa que convertir en ideal una etapa de transición, y, cuando ya pasó, volver la mirada sobre ella para añorar lo que ya no es e idealizarla, impidiendo vivir en plenitud cada momento de la vida y trabajarnos a fondo para enfrentar con coraje e ilusión lo que tenemos por delante. Para los jóvenes, porque mala cosa es tener como referentes a adultos que sueñan ser lo que ya no son: ser eternamente jóvenes. ¡Qué felices éramos cuando teníamos vuestra edad! Y para los educadores y acompañantes de adolescentes y jóvenes, porque, si no somos capaces de ilusionarnos con un proyecto adulto, lo que estaremos potenciando es el síndrome de Peter Pan.
Y todo esto en un contexto social en el que el que escribe se siente interpelado. Cada viernes noche me cruzo con cientos de jóvenes con bolsas de plástico con todo tipo de botellas camino del botellón. Conozco y valoro todo lo que el botellón tiene de positivo: la fiesta, la amistad, el compartir, un tiempo y un espacio gestionado por los mismos jóvenes…; pero no puedo evitar un malestar, un mal sabor de boca, por todo lo que hay de presentismo, de diversión (mejor estaría decir de alienación) que semejantes eventos suponen. Una sociedad que roba a los jóvenes el futuro con falta de ideales, de salidas profesionales y con contratos basura; los deja mojarse en alcohol y sexo en el presente, con el fin de que no sean demasiado conscientes de su situación, no sea que se conviertan en un problema social. Todo ello en aras del bien y de la paz social.
No puedo evitar el amargor en la boca y en el corazón. Siento, perdónenme los lectores lo duro de la imagen, a nuestros jóvenes como a esos pollos castrados para el engorde, que se mueven de un lado para otro por la granja, sin dirección, esperando a ser sacrificados para el consumo. Muchas veces los siento igual de desorientados que aquellos, inconscientes de lo que les espera: consumo y contratos basura. Esta imagen no está muy alejada de la que proponía Pink Floyd en la película The Wall (El muro) en la que una fila de jóvenes es llevada por una cinta transportadora a la máquina de picar carne, de la que saldrán convertidos en salchichas mientras que cantan a coro:
No necesitamos ninguna educación,
no necesitamos control de pensamiento.
Ningún sarcasmo en el aula.
¡Maestros dejen a los chicos en paz!
Al final es solo otro ladrillo en el muro.
Cada vez soy más consciente de la necesidad de acompañar a los jóvenes para que sepan encontrar su propio camino y sean artífices de su futuro y dueños de su proyecto vital. Hermosa, pero comprometida tarea esta de acompañar a los jóvenes.
- El camino hacia la edad adulta, un proceso muy complejo que estamos invitados a acompañar
Pues bien, el reto que tenemos por delante no es el de entretener a nuestros adolescentes y jóvenes intentando captar su atención en las clases, divertirles en el tiempo libre, o controlarles y explotarles en el trabajo. La responsabilidad de toda la sociedad, pero especialmente de los más cercanos, es acompañarlos para que puedan ser sujetos activos y de pleno derecho. Esta no es una tarea sencilla, no es un objetivo independiente de otros, sino un objetivo global en el que se juega su existencia. Por eso no se puede reducir únicamente a la trasmisión de conocimientos o actitudes, ni se cuece en el ámbito de lo íntimo o privado, sino que en él se entrecruza lo personal y lo social, lo íntimo y lo público, los sentimientos y las ideas… Es necesario colocar esta tarea en un ámbito más amplio y complexivo que el de la pedagogía o la psicología, y tendremos que involucrar la totalidad de la realidad del adolescente/joven en una comprensión más global.
- ¿Cuál es su objetivo?
El objetivo al que nos enfrentamos no es un objetivo específico y fácil de delimitar, sino que, muy al contrario, es un objetivo global: ser persona, ser adulto. Y el riesgo que corren este tipo de objetivos es que, siendo fundamentales, al ser tan globales se queden en nada, en simples deseos. De ahí la necesidad de, al menos, hacer el intento de describir sus aspectos más importantes y desglosarlos en objetivos menores, con el fin de poder ir evaluando el camino que vamos realizando en cada momento.
Con este fin podríamos señalar algunos aspectos que sin duda se dan de forma más o menos consciente en el proceso de maduración, y que el acompañante desde su experiencia debe conocer en propia carne, tener presente en el proceso y acompañar al joven en su descubrimiento.
Probablemente el punto de partida tenga mucho que ver con el proceso de autoconocimiento y de introspección, que se da en la adolescencia de una forma o de otra. Es necesario que el adolescente, que el joven, se ponga en el camino de la apasionante tarea de conocerse, aceptarse y estimarse a sí mismo. En él todo está en cambio. Su aspecto físico, su estatura, su estructura corporal, su sexualidad… Se mira al espejo para reconocerse y algunas veces se siente extraño. Los otros le miran de forma diferente… Ya no le tratan igual, porque ya no es un niño. ¿Pero realmente él se conoce? ¿Conoce sus reacciones? ¿Controla sus estados de ánimo?… Se encuentra ante una encrucijada de caminos en el que o bien opta por renunciar al camino de introspección, vivir cada momento espontáneamente instalado en la superficialidad, o bien se introduce por el camino del autoconocimiento y la aceptación. Su autoestima fluctúa entre buscar el aplauso y la valoración de otros, la baja valoración de sí mismo, o la confianza firme en sí mismo. Este no es un proceso teórico, sino que se va alcanzando a partir de las pequeñas y grandes victorias conseguidas en las relaciones cotidianas. Estas son las que le van a permitir no solo sentir el reto sino alcanzar la experiencia y la convicción de que él es el protagonista y dueño de su vida, de su proyecto vital. Para ello es necesario que vaya adquiriendo criterios propios, que sea capaz de compartirlos y defenderlos entre sus iguales, con los adultos que son significativos en su vida, y con el contexto en el que vive: una sociedad plural en la que no todos piensan lo mismo ni comparten criterios, creencias ni evidencias.
Pero si es importante aceptarse, tener personalidad, como ellos mismos dicen, para pasar de modas y poses y enseñorearse de sí mismo y de su propio proyecto, lo es más el no quedarse únicamente en palabras. Es necesario que sus ideales y criterios no se queden en un simple blablablá, sino que dé pasos en su realización. Es necesario pasar del conocimiento a la acción. Es necesaria la fuerza de voluntad, la constancia, el compromiso… No basta con el sueño o el deseo, es necesario que, según va avanzando en esta etapa, vaya alcanzando pequeños y grandes logros que le permitan estar seguro de sus posibilidades, e ir integrando los fracasos sin que ello le derrote, sino muy al contrario le sirva para revisar y avanzar con renovadas fuerzas. Necesita no solo saber quién es y dónde está, sino irse enseñoreado en la puesta en práctica de su propio proyecto vital vivido y realizado.
No son islas, aunque algunas veces parece que les gustaría serlo, dado sus retraimientos hacia una vida interior, que están prácticamente estrenando. Pero el hecho es que en la práctica comienzan a ser miembros activos y partícipes de la sociedad. Forman parte de ella a partir de la vida cotidiana, de las relaciones humanas con aquellos con los que conviven, de las diversiones en las que participan, de la vida escolar, del mundo del trabajo, de la participación en todo tipo de asociaciones (deportivas, culturales, religiosas…). Por eso, es necesario que cada joven sea consciente del mundo en el que vive, en el que no todo es tan sencillo. Es necesario que tome conciencia de que vive en una sociedad en la que no todos tienen las mismas oportunidades, porque es un mundo desigual en el que muchos de sus coetáneos carecen de las oportunidades, pocas o muchas, de las que él o ella goza, y que precisamente por eso es por lo que vale la pena ilusionarse y apostar de forma decidida por el proyecto elegido para su vida, en el que debería existir un espacio para la conciencia social que le permita comprometerse y luchar por un mundo mejor.
Para alcanzar todo esto necesitan y necesitamos servirnos de mediaciones sociales (asociaciones, grupos, organizaciones, partidos…) sin las cuales resulta muy difícil participar de una forma eficaz en los cambios sociales y culturales a largo plazo. No estamos precisamente en tiempos en los que el asociacionismo esté en sus mejores momentos. El tejido social está muy debilitado, y la participación ciudadana notablemente desprestigiada. Precisamente por esto parece imprescindible que el proceso de socialización de nuestros jóvenes tenga una propuesta muy clara de participación activa en grupos y asociaciones en los que puedan desarrollar sus cualidades humanas y sus actitudes sociales, de manera que venzan el individualismo en el que estamos sumidos, y colaboremos en la formación de una generación no solo más solidaria sino, también, más participativa.
Finalmente, pero no por eso menos importante, estamos invitados como animadores cristianos a acompañar a nuestros jóvenes en el hermoso proceso de búsqueda y de encuentro con el Dios personal que nos ama. Esta es una vieja y noble tarea que ha recibido a lo largo de la historia diferentes nombres: mistagogo, maestro de vida cristiana, director espiritual, y otros muchos. Independientemente del nombre que le otorguemos, esta es una hermosa tarea de mediación entre el hombre, el joven y el Dios que se acerca para visitarnos, implicarse en nuestro camino, y abrirnos horizontes de sentido y de eternidad. La experiencia del encuentro personal con Dios no es en absoluto un obstáculo en el proyecto personal seriamente vivido, sino que, por el contrario, en Él encontramos la razón última y la fuerza que nos permite crecer, amar, servir en todo lugar y en toda ocasión, y ser coherentes con nosotros mismos, permitiéndonos vivir en paz incluso en los momentos de mayor dificultad.
- ¿Quién es el protagonista?
Una segunda cuestión que debemos tener clara todos los que comenzamos la bella pero arriesgada tarea de acompañar es que es el mismo adolescente, el mismo joven, el que debe ser protagonista de su vida y de su proyecto incipiente. Pero esto tiene matices en los que me gustaría detenerme, porque probablemente aquí se encuentran muchas de las características de este tipo de acompañamientos, así como gran parte de sus dificultades.
El protagonista del proceso debe ser él. Esto lo debemos tener claro todos los acompañantes. El joven, y mucho más el adolescente, está estrenando esta nueva etapa de su vida, que cada vez le va alejando más de la niñez en la que todo se le daba decidido y permanente se sentía seguro gracias a los adultos que cuidaban de él. Ahora ya no. Por eso, lo normal es que quiera ser independiente, soñar su futuro, estrenar su libertad… y si no fuera así, porque en muchos casos, igual que en los adultos, surgen tendencias y tentaciones de replegarse a los espacios seguros y cálidos de la infancia, tendríamos una razón más para ser cuidadosos y no invadir sus espacios. Sé que es mucho más cómodo un adolescente dependiente y sumiso que uno independiente y con un puntito de rebeldía, pero lo importante no es nuestra comodidad como acompañantes sino el resultado del proceso.
Pero esta no es una verdad absoluta sino procesual. No se pasa de la noche a la mañana de ser un niño llevado en brazos o cogido de la mano a ser un adulto que camina con paso decidido por la senda que él ha elegido. Este es el resultado de un proceso en el que se hace verdad lo que el evangelio de san Juan pone en boca de Juan Bautista: «es necesario que yo disminuya para que él crezca» (Jn 3,30). Máxima que debería estar grabada en la cabeza y en el corazón de todo acompañante, pero especialmente de los que acompañan estas edades. Un proceso en el que se parte de miedos, inseguridades, sueños, proyectos, cambios de planes, frustraciones, algunos fracasos y, también, algunos éxitos. Todo esto es lo que hay que acompañar. Acompañarlo para integrar los fracasos y los errores, y aprender de ellos. Acompañar para exigir no quedarse parado, petrificado, esperando que la vida elija por uno, sino empujando a que el adolescente se ponga en camino. Acompañar para ayudar a formular, a clarificar, a hacer razonable un proyecto vital por el que el adolescente pueda transitar. Acompañar para revisar y celebrar los avances, proponer nuevas metas, abrir horizontes… Acompañar para que no se derrumbe en los fracasos, que nunca son, y menos a esta edad, definitivos sino únicamente parciales. Acompañar para que sienta la cercanía y sepa que no está solo. Pero acompañar sin avasallar ni anular, sino sabiendo respetar los ritmos y los tiempos, potenciando y reforzando las rodillas vacilantes, e incluso en algunos casos empujando y exigiendo. El protagonista no puede ser otro que el joven que acompañamos si no queremos correr el riesgo de anularlo.
- ¿Cuál es su dinámica interna y su contexto?
Nos enfrentamos ahora a otra tarea fundamental que debe conocer bien aquel o aquella que pretende acompañar, que es la dinámica interna que se da en la persona del joven en el proceso de su maduración. Este tiene su fundamento en el desarrollo biológico, pero que se despliega en la totalidad de la persona, generando cambios psicológicos muy importantes, así como nuevas formas de situarse en su entorno, de relacionarse con los adultos, con los iguales y con Dios; y de ubicarse en el contexto social y cultural.
Estos cambios, evidentes en su aspecto físico (estatura, estructura corporal, tono de voz…), se manifiestan también en su psicología (un razonamiento más maduro, aunque no exento de cabezonerías y falta de flexibilidad, inestabilidad emocional, dificultad contra las reacciones…), pero probablemente, y esto es lo que más nos interesa, es en la forma de situarse en su contexto social y en las relaciones tanto con los adultos como con sus iguales donde se notan más claramente los cambios. Dejan de ser unos niños dependientes de los adultos, para convertirse en adolescentes que intenta manifestar e incluso imponer su criterio, dejan de ser un compañero más de juegos o de aula para formar parte de una pandilla en la que se estrenan liderazgos, relaciones amorosas, rivalidades…
Una de las aportaciones más interesantes de la psicología sistémica es habernos hecho caer en la cuenta de que los seres humanos no somos islas al margen de nuestro contexto social. Es más, este no es un simple contexto en el que se desarrolla nuestra existencia sino un protagonista de ella que la condiciona y con el que estamos en permanentemente diálogo. Un protagonista muy importante en el proceso de maduración de nuestros jóvenes y adolescentes. Cualquier padre o madre, cualquier profesor/a, todo educador que se haya tomado en serio su tarea coincidirá conmigo en que es del ambiente, del contexto social, de donde nuestros adolescentes reciben mucha de la información que poseen, muchos de los valores que asumen, y muchos de los criterios que le sirven para orientarse en la vida. Para los adolescentes, igual que para nosotros, el contexto social no es solamente eso, un contexto o unas circunstancias, sino el gran orientador, el gran educador, el Gran Hermano. Un gran hermano omnipresente en sus vidas, en sus móviles, sus tablets… que le dice lo que está de moda, lo que se escucha, lo que se lleva, pero sobre todo qué es lo que hay que hacer para triunfar, qué es lo que hay que pensar para ser guay, qué es lo que hay que creer para no ser un iluso, cuáles son los valores que hay que vivir y defender para no ser diferente.
De ahí que nos detengamos, aunque sea brevemente para preguntarnos quién es este agente de socialización y de crecimiento al que llamamos contexto social y cultural. Para ello lo abordaremos de una forma concéntrica, colocando al joven y a su acompañante en el centro, y describiendo el contexto, desde lo aparentemente más próximo hasta lo más lejano, como las ondas que genera una piedra al caer en un estanque, lo cual debe suponer que las ondas más lejanas en este caso sean las que tengan una influencia menor. Pues bien, aunque la familia (la institución más valorada por los jóvenes), el centro escolar y el lugar de trabajo en aquellos que han comenzado su vida laboral, tienen una importancia fundamental son contextos gestionados por los adultos que, sin duda, dan seguridad y son las pistas de despegue desde donde los adolescentes elevan el vuelo.
Pero estas instituciones muy pronto deben compartir su influencia y muchas veces competir con otro contexto también próximo, que en este caso es gestionado por él mismo y por sus iguales: la pandilla, los colegas, los amigos, los ligues… Este es el espacio del tiempo libre, de la diversión… Un espacio que les resulta muy atrayente porque es el espacio de la libertad, en el que se ensayan y estrenan muchas actividades hasta ahora insospechadas. Es el espacio del fin de semana, de la noche… en el que primero el adolescente y sobre todo el joven se siente libre y protagonista. ¿Lo es tanto? Probablemente, no tanto como él cree. Una mirada crítica, hecha desde mi visión de adulto, me permite sospechar que es un espacio muy manipulable, al ser gestionado por eso que podríamos denominar en un sentido muy amplio «la cultura ambiente», que no es precisamente un espacio tan libre, espontáneo y desinteresado, sino que en él se entrecruzan diferentes intereses, ideologías, valores… Es un espacio en el que prima el consumo y la moda. No hay que olvidar que el mundo juvenil es un sector poblacional muy importante de consumidores potenciales de todo en una cultura del deseo. No en vano los grandes almacenes reservan a los jóvenes varias plantas dedicadas a la ropa, la música, los complemento…, y esto no precisamente por altruismo.
Un contexto cultural gestionado por los medios de comunicación: televisión, videoclips, internet redes sociales… Toda una tupida red en la que se transmiten valores, creencias, ideales, sueños…, con un poder tal, que hace añicos muchos de los valores transmitidos por el entorno familiar y por la escuela, que se ven compitiendo con poderes que les superan, lo que genera en muchos de ellos sentimientos de impotencia y de derrota. ¿Quién puede poner fundamentos sólidos en una cultura líquida como la generada por la cultura actual?, se preguntan muchos educadores. Unas redes y unos medios de comunicación que articulan su discurso con lenguajes nuevos caracterizados por su inmediatismo, por estar sobre todo sustentado en imágenes más que en conceptos, en vivencias y sensaciones que se dirigen más al ámbito de lo emocional que al razonamiento. Un hombre audiovisual, que tiene una nueva forma de ser y de expresarse. Probablemente no estamos viviendo un cambio generacional más, sino que el cambio actual se está desarrollando en un contexto de un cambio cultural fenomenal y profundo, que ha invertido el poder de los agentes de socialización, y los que en otro momento servían de acompañantes hoy se ven relegados a un segundo plano.
- ¿Quién puede acompañar?
¿En esta situación quién puede acompañar a los jóvenes y adolescentes? Esta es una pregunta que muchas veces no nos formulamos y, como consecuencia, la damos por respondida incluso antes de formularla. ¿Quiénes en la práctica asumen la tarea de acompañar a nuestros jóvenes y adolescentes en nuestras parroquias y en nuestras comunidades cristianas? Muchas veces la persona que tenemos más a mano. La que pensamos que se va a ganar a los jóvenes por su simpatía, por su cercanía de edad… Pero, si nos atrevemos a preguntarnos cuál es el perfil de la persona más indicada, es probable que las cosas se nos compliquen. Hace unos años el criterio que prevaleció en algunos proyectos de pastoral juvenil, e incluso en algunas intervenciones «oficiales» de la Iglesia, era el de que los evangelizadores de los jóvenes debían ser los mismos jóvenes; y, como consecuencia, los monitores y animadores de los grupos juveniles, que asumían la tarea de acompañar a sus compañeros, debían ser los mismos jóvenes. El principal argumento que se aducía para mantener esta tesis era que, en un proceso de cambios culturales y juveniles tan importantes, los que se encontraban más cercanos a la mentalidad de los jóvenes eran los mismos jóvenes. Formándolos, potenciando su liderazgo, contaríamos con unos efectivos de agentes de pastoral capaces de dinamizar esta área de la evangelización y de la socialización religiosa. Posteriormente, a partir de los resultados, se ha hecho una autocrítica a este planteamiento. Sin duda, los jóvenes participan de la cultura juvenil y de la mentalidad de sus coetáneos, otra cosa es que tengan suficiente experiencia para saber hacia dónde hay que ir, qué pasos dar, qué peligros evitar, etc. No es lo mismo ejercer el magisterio de vida, tener autoridad moral basada en la cercanía, pero también en la experiencia, que el liderazgo. Sin duda es necesario el trabajo y la incorporación de los líderes. Todos los que hemos trabajado con jóvenes sabemos que en estas edades las pandillas, los liderazgos, la vida del grupo fuera de los ámbitos escolares y religiosos juegan un papel fundamental. Pero esto no es suficiente en una etapa de transición. Es necesaria la presencia de personas que ya han desarrollado un proyecto vital capaz de ser referente para los adolescentes y jóvenes, que en este momento están precisamente en búsqueda del suyo.
¿Cuáles, pues, deben ser los rasgos fundamentales del acompañante de jóvenes? A mi modo de ver podríamos agruparlos en dos grandes bloques: uno referido a la cercanía y otro a la ejemplaridad.
Sin duda, el acompañante de jóvenes necesita tener una serie de cualidades y dones, así como una preocupación y un esfuerzo constante por estar cerca de los jóvenes a los que acompaña. Necesita conocerlos íntimamente y no solo por su apariencia externa. Necesita tener la habilidad de dejarse encontrar, de aprovechar los momentos que la vida cotidiana nos da, muchas veces al margen de los encuentros formalizados, para que el adolescente le perciba como un amigo/a que está ahí, con el que se encuentra en la vida diaria y con el que se puede contar en todo momento, sobre todo en los de apuro. El acompañante necesita amar a cada uno de sus jóvenes tal y como son, pero, al mismo tiempo, debe atreverse a soñar que puede ser mucho más de lo que hoy es. Esto es lo que algunos han denominado el fenómeno Pigmalión. Para todo ello, es necesario estar disponible, tiempo de dedicación, capacidad de escucha profunda, saber situarse en la realidad de cada uno de los jóvenes, por dura que esta sea.
Pero la tarea del acompañante de jóvenes tiene, también, un carácter propositivo. Es necesario tener la capacidad de escuchar los sueños, los ideales y los proyectos de cada uno de los jóvenes, incluso cuando ellos no son capaces de formularlos y solo los balbuceen. Es necesario saber ilusionar, proponer, animar, exigir… para que sus sueños no se queden en meras ilusiones, sino que puedan ser proyectos realizables, e incluso logros conseguidos. Es necesario que el acompañante sepa apoyar en la debilidad y, sobre todo, apoye el coraje de vivir; confronte las realizaciones vitales, las ideas, las incongruencias, los éxitos… valore, reconozca y se alegre de los logros. Es necesario que sepa perder progresivamente protagonismo, desaparezca del escenario y, dejando de ser maestro, acoja al que antes era adolescente en el mundo adulto como un compañero y amigo más.
- Poner nuestra mirada más allá del proceso en la meta a alcanzar
Todo lo señalado hasta aquí, siendo importante, no es lo fundamental. El objetivo es conseguir que nuestros jóvenes sientan la entrada en la edad adulta, no como una carga, algo muy frecuente en esta cultura juvenalista en la que vivimos, sino como un logro.
Es muy importante en todo el proceso que el adolescente y el joven sientan la edad adulta como ese tiempo en el que se pueden hacer realidad sus sueños. Ese tiempo en el que se alcanzan y se ponen en práctica sus ideales. Ese tiempo en el que se logra la estabilidad emocional, se ocupa un puesto en la sociedad, se desarrollan las competencias adquiridas y se consiguen otras nuevas, se vive como una persona autónoma e independiente y al mismo tiempo se asumen responsabilidades. Un tiempo de madurez y de plenitud.
Sin duda, la etapa adulta no debe ser propuesta como una etapa cerrada, en la que ya todo está hecho. Sino como ese tiempo en el que se puede ser autónomo, libre, seguro, pleno, para poder dar lo mejor de sí a los que uno quiere, y a la sociedad en general.
Todo esto, mirado con ojos de fe, nos lleva a concebir la etapa adulta como uno de los tiempos privilegiados para la realización del sueño que Dios tiene de cada uno de nosotros, porque la llamada de Dios no se responde en un momento, realizando un acto generoso e idealista. ¡Cuántos creyeron que, con realizar un gesto importante en su vida, como entrar en un seminario o en la vida religiosa, ya habían respondido a la llamada de Dios! ¡Qué ilusos! Según vamos madurando, todos aprendemos que la respuesta a la llama de Dios sin duda tiene algunos momentos significativos, pero sobre todo se vive y se realiza en los pequeños momentos, en las acciones insignificantes, en las actitudes calladas, pero fieles, con las que se teje la vida cotidiana. «Has sido fiel en lo pequeño…» (Mt. 5,21).
El hecho es que el encuentro de cada uno de nosotros con el Dios personal, que camina a nuestro paso y respeta nuestro ritmo, es una razón más, y no la menos importante, del proceso de maduración. Los creyentes sabemos que Dios no rema en nuestra contra, sino a favor nuestro. Que la gloria de Dios es que los hombres y mujeres seamos. Por eso, escuchar su llamada, discernir su propuesta, apoyarnos en Él en los momentos de debilidad, sentir que es nuestra fuerza, es un plus en nuestro proceso de crecimiento y maduración. Este es un proceso interior que nos permite liberarnos de nuestras esclavitudes, de nuestras resistencias y comodidades, de nuestros autoengaños y falsas justificaciones, y nos sitúa frente a frente a nuestra propia realidad, en un proceso de sinceridad con nosotros mismos y con Él, el Señor de la Vida.
Nuestro proceso de crecimiento y maduración es un proceso interior que nos sitúa frente a frente a nuestra propia realidad
En definitiva, aquello que clásicamente se denominó «vida espiritual» no es algo del pasado, aunque los términos puedan cambiar, sino un reto para los cristianos de hoy. Un reto a ser en plenitud, a vivir en solidaridad con el resto del género humano y a vivir en verdad ante Dios, los otros y nosotros mismos.
Me gustaría concluir esta reflexión con una pequeña máxima que acuñamos ya hace unos cuantos años un grupo de jóvenes del que participé y al que acompañé. Entonces nos sirvió, y creo que hoy, cuando ya somos adultos, nos sigue sirviendo, por eso la ofrezco a los lectores consciente de que sigue teniendo actualidad: «A pesar de las contradicciones del presente el futuro es nuestro».
Rpj nº 532 – septiembre 2018 – La bella pero arriesgada tarea de acompañar – Antonio Ávila
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