Fernando Negro
Jesús nunca actuaba no se relacionaba con la gente a nivel reclamando su autoridad sobre los demás. A Jesús le importaba mucho más la relación con todos, especialmente los pobres, para que quedase claro que había venido para traer el Reino de Dios, basado en la consciencia absoluta de que todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre.
Y sin embargo Jesús despedía una autoridad que la gente percibía como saliendo de sí mismo, como una energía que se canalizaba a través de la asertividad de sus palabras y de sus gestos. Una asertividad que, lejos de ser amenazadora, se convertía en fuego y llama que atraía a quienes buscaban la verdad acerca de sí mismo y del mundo en cuanto tal.
La palabra autoridad proviene del latín ‘auctor’, que significa ‘autor’. Por tanto autoridad significa todo lo que ayuda a crecer y hace crecer bien, es decir, lo que hace crecer de acuerdo al propósito para el cual todo ser vivo fue creado.
Erick Erickson[1] llama “epigénesis” al proceso de desarrollo de la persona hacia lo que está llamada a ser: “Todo ser vivo tiene un plano básico de desarrollo, y es a partir de ese plano que se agregan las partes, teniendo cada una de ellas su propio tiempo de ascensión, maduración y ejercicio, hasta que todas hayan surgido para formar un todo en funcionamiento.”[2]
Por tanto, la autoridad nunca debe ser obstáculo para el crecimiento de los demás, sino su catalizador y motivador ascendente hacia lo que cada cual está llamado a ser. Entendida de esta forma, toda dinámica de educación debería estar enfocada a una autoridad que en lugar de oprimir, levanta y ayuda, dignifica y llena de vida al educando.
Si miramos el modo concreto en que Jesús se relacionó con sus contemporáneos, ejerció una autoridad que nacía de dentro e invitaba a los demás a liberarse de aquellos malos espíritus que, aceptados como normales, creaban una auto-percepción desdibujada y distorsionada.
Las palabras de Jesús, desde su autoridad emanada de su íntima relación con el Padre, son siempre bendiciones (dichos llenos de bondad) hacia quienes a Él se acercaban: “tus pecados son perdonados”, “levántate, coge tu camilla, y márchate a casa”, “yo te lo digo, levántate”, “la salvación ha llegado a esta casa”, “Lázaro, sal fuera”.
Hemos citado unos pocos ejemplos, pero el evangelio está lleno de palabras y gestos de bendición liberadora. Jesús se pone de parte de las víctimas y las levanta al plano de la “auctoritas”, les hace ser “actores” de su propio destino guiado por la fuerza del Espíritu Santo, más allá de la ley.
Así es como un educador Calasancio educa, forma y acompaña a sus alumnos: ayudándoles a que el yo real amanezca y se dibuje nítidamente en la percepción que tiene de sí mismos. Una vez limpiado ese ojo interior, todo queda clarificado. “La lámpara del cuerpo es el ojo; por eso, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará lleno de luz. Pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará lleno de oscuridad. Así que, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡cuán grande será la oscuridad!”[3]
Calasanz entendió, como Jesús, que el mejor regalo que podemos dar a una persona es el de empoderarlo, es decir, hacerle saber que vale, que puede y que merece lo que está escrito es su ADN espiritual. Por eso no duda en desarrollar una estructura dentro de la cual esta intuición pueda llevarse a cabo de modo serio y profesional: “Si desde su tierna edad son imbuidos diligentemente los niños en la piedad y en las letras, hay que esperar, sin lugar a dudas, un feliz curso de toda su vida.”[4]
El mismo Calasanz desarrolla el tema de la luz que nace desde dentro para alumbrar el ojo interior, basándose en los textos bíblicos que hablan del “temor de Dios”. Por supuesto que descartamos de entrada que ese temor tenga que ver en absoluto con el miedo psicológico o existencial. Se trata más bien de la consciencia interior de una presencia siempre mayor, que nos habita y nos guía siempre que, guiados por el amor, nos abandonamos en ella. Es la presencia de la imagen divina en la que fuimos creados.[5]
Al hilo de este pensamiento hermoso, rozando la belleza de lo implica ser educador, Calasanz nos habla de nuevo: “El ministerio de la educación es el de mayor mérito, por establecer y ejercitar con amplitud de caridad, en la Iglesia, un eficacísimo remedio de preservación y curación del mal y de inducción e iluminación del bien, a favor de los niños de toda condición y, por ende, de todos los hombres que pasaron antes por aquella edad. Y esto mediante la cultura, las buenas costumbres y las mejores maneras, con la luz de Dios y del mundo.”[6]
Por tanto concluimos diciendo que al igual que Jesús pasó haciendo el bien, y desde su bondad desataba su autoridad que espontáneamente percibían quienes se acercaban a Él, el educador Calasancio vive como testigo su llamada profunda en medio de los niños y los jóvenes, invitándoles a crecer desde dentro, guiados por la luz de la imagen divina, que les revela lo que son y lo que están llamados a ser.
[1] (Alemania 1902-EE UU 1994), psiquiatra del desarrollo humano
[2] Artículo escrito por Nelso Antonio Bordignon, “Revista LASALLISTA de Investigación”, Vol. 2, núm. 2, Julio-Diciembre, 2005, p. 52.
[3] Mt 6, 22-23
[4] DC 1199, Memorial al Cardenal Tonti, 1620-1621
[5] No pensaba así Sigmund Freud (1856-1936) para quien la religión y la experiencia espiritual no era sino expresión de una neurosis nacida en la infancia y alimentada durante el resto de la vida, según la cual la idea de un dios o unos dioses es la manera irracional a ilusoria de intentar dar respuesta a todo aquello que todavía no puede ser entendido a través del saber y de la ciencia. (Sigmund Freud, “The Future of An Illusion”, Doubleday & Company Inc., New York, 1964, pp. 24. 87)
[6] DC 1196, Memorial al Cardenal Tonti, 1620-1621