En un prado Dios sembró un jardín de margaritas. Se creían las más bellas del mundo. Un día el viento trajo hasta el prado, de parte de Dios, una pequeña semilla desconocida. Al principio nadie se dio cuenta. Cuando sus hojas empezaron a desplegarse fue cuando las margaritas se dieron cuenta de que alguien diferente había llegado y no paraban de hacerle preguntas.
– ¿De dónde vienes? ¿Éste es tu sitio?
– Soy una flor como vosotras. Vengo de otro prado donde hay muchas amapolas como yo. También hay margaritas como vosotras.
– ¡Qué rojos son tus pétalos y extrañas tus hojas! ¡Qué triste debes estar de no poder ser una margarita como nosotras! – una tras otra le iban diciendo con un tono compasivo.
La amapola no respondió. “En mi país – se decía ella misma – nunca me habían hablado de esta manera”. Tan solo por la noche cuando todas se habían encerrado en su dormitorio verde, la amapola lloró.
El día siguiente una margarita, con toda la buena intención, le propuso:
– Tú sabes que Dios, nuestro Creador, puede hacer grandes milagros. Con mis hermanas le vamos a pedir que te haga una margarita como nosotras.
– No hagáis esta petición al Todopoderoso. ¡Él me hizo amapola y… amapola quieropermanecer siempre!
Se hizo un gran silencio en el prado. Fue una margarita, de las más pequeñas que tímidamente rompió el silencio:
– ¡Perdónanos, amapola, por el sufrimiento que te hemos causado!
Aquel día, desde aquel prado, subió al cielo una plegaria diferente.
El otro día un «Señor muy Normal» con cara triste, me vino a ver. Me estaba contando sus contrariedades y sus problemas. Alguien llama a la puerta y entra Antonio. Algunos afirman que tiene el síndrome de Down, aunque para mí es Antonio. Es una persona tranquila, feliz, alegre. Me coge la mano y me dice «buenos días». Después coge la mano del «Señor Normal», le dice «buenos días» y se fue sonriendo. El «Señor Normal» se gira hacia mí y me dice: ¡Qué pena que haya chicos como este! En realidad, lo más triste era que el «Señor Normal» era ciego, ciego por sus prejuicios y su tristeza que lo hacían incapaz de ver la belleza, la sonrisa y la alegría de Antonio». (Jean Vanier).
A menudo vamos por la vida mirando las personas sólo con las gafas de lo que a mí me preocupa. El riesgo es evidente: valorar a los demás por el provecho que se pueda sacar de ellos. Por tanto, una persona discapacitada, un enfermo, un anciano, uno en el paro… lo más lejos posible. Podríamos decir lo mismo formulándose de otra manera: la persona «diferente», de entrada, podría desestabilizar mi «normalidad», me puede causar un problema, sobre todo si no la conozco o no tengo ninguna gana de conocerla. En muchas conversaciones, por ejemplo, se da por hecho que una persona «morena» es más fiable que un árabe. Lo mismo podríamos decir en el campo de las diferentes maneras de pensar. Con mucha superficialidad y desconocimiento, a menudo se clasifica el otro de «carca» o «progre», de contrincante político o religioso, también de «ya sé lo que me va a decir antes de que abra boca»… El resultado suele ser un «diálogo de sordos». Un amigo me decía: si en las discusiones fuéramos capaces de valorar la aportación positiva o verídica de la otra aparte, e incluso decirlo con agrado, nuestra argumentación se haría más creíble.
La amapola del cuento va a «descolocar» aparentemente aquellas autosuficientes margaritas. Le costó tiempo y lágrimas pero consiguió finalmente que cambiaran de «chip», que se «descentraran de ellas». En su corazón desplazaron el «yo» por el «tú». Se dieron cuenta de la riqueza de la diversidad compartida. ¿La «amapola» desestabilizadora de la historia humana no podría haber sido Jesús de Nazaret? Y aquella primera comunidad de sus discípulos, conmocionados por la vivencia del Resucitado, ¿no podría haber sido la primavera emblemática de Dios para toda la humanidad? «Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2,4).
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