JUGANDO CREAMOS Y CREEMOS
Jorge A. Sierra (La Salle)
Seguro que muchos de los lectores se han encontrado con alabanzas y recomendaciones al libro Homo Deus de Y. N. Harari (2018), una obra que ciertamente merece una lectura, pero quizás más crítica de lo que nos han dado a entender. Algunas de sus observaciones son también útiles para el trabajo pastoral con jóvenes.
Por ejemplo, nos dice que, superados los problemas esenciales y clásicos de la humanidad (el hambre, la guerra y la peste —fue escrito antes de la pandemia—), buscamos nuevas dimensiones de existencia: la inmortalidad por medios tecnológicos, la felicidad incluso modificando nuestros cuerpos y la divinidad, acercándonos al ideal de un ser divino con características humanas.
Últimamente en los diálogos con jóvenes de nuestros grupos parroquiales hablamos más de desesperanza, pero se ven reflejados en estas tres búsquedas. De hecho, vivimos en un tiempo en el que la presencia de Dios no es evidente, ni vivida por tantas personas como lo era anteriormente. Pero eso no tiene por qué ser un inconveniente propio de nuestro tiempo (¿ha habido algún tiempo en el que fuera fácil?). Precisamente, si lo que queremos es verle de forma «evidente», estaremos yendo en contra de lo que Dios revela de sí mismo.
Sí es cierto que vivimos en una época con un cierto (y buscado) «eclipse de Dios», donde la realidad experimentada por muchos cristianos es más bien de ausencia. No porque el mundo sea peor, sino porque el lenguaje religioso y sus formas no resultan tan comunes ni evidentes. Hay muchas razones históricas, sociales y también de secularismo trabajado (basta abrir algún periódico cualquier día para encontrar al menos una noticia que busque «dejar caer» que creer en Dios es un sinsentido propio de otra época, cuando no algo pernicioso).
Hay varios factores que colaboran a esto. Nuestra «cultura de la inmediatez» nos hace huir de lo que conlleva procesos lentos y cuidados. Si no lo tenemos enseguida, no tiene valor (el «efecto Amazon») y, desde luego, la vida espiritual no es algo que se pueda hacer como una comida rápida. También hay una gran desconfianza ante los grandes sistemas filosóficos y racionales tradicionales, más aún en el ámbito de lo religioso. Tampoco se cuenta ya con el apoyo sociológico de la masa, que podía favorecer la vivencia religiosa. ¿Podrán ser todos estos factores una oportunidad para una experiencia de Dios más personalizada, más profunda y cuidada?
¿Podrán ser todos estos factores una oportunidad para una experiencia de Dios?
Más que Homo Deus, me gusta la distinción que hace Johan Huizinga (1872-1945) en una de sus últimas obras, Homo Ludens. En ella se propuso mostrar la insuficiencia de las imágenes convencionales del homo sapiens y el homo faber (hombre que trabaja) al homo ludens (hombre que se divierte, que juega).
El tratamiento que da Huizinga al ocio, al tiempo libre, y a la recreación, es aquel que tuvieron todas las civilizaciones, tribus y grupos étnicos al margen del tiempo empleado para el trabajo, para el «negocio». En su opinión, solo en la utilización del tiempo libre y la recreación se pueden dar las condiciones para «culturizarse». El juego es más viejo que la cultura, pues presupone siempre una sociedad humana: no se puede negar el juego.
Y este juego es, como primera característica, libre, de hecho, es libertad. Y, además, es desinteresado. Espiritualmente, tiene su importancia: permanece en el recuerdo como creación o como tesoro espiritual, es transmitido por tradición y puede ser repetido en cualquier momento, ya sea inmediatamente después de terminado, como un juego infantil, o transcurrido un tiempo.
Huizinga plantea una serie de grados: El niño juega con una seriedad perfecta y podemos decir que es «santa». Pero juega y sabe que juega. El deportista juega también con apasionada seriedad, entregado totalmente y con el coraje del entusiasmo. Pero juega y sabe que juega. El actor se entrega a su representación, al papel que desempeña o juega. Sin embargo, «juega» y sabe que juega. Es algo parecido a lo que puede sentir un intérprete musical.
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Por lo tanto, no se puede contemplar al hombre solo como «aquel que trabaja», sino también «aquel que se divierte» y que así construye su persona. Así podemos acercarnos a las llamadas «teologías festivas», y no limitar al hombre —por más que quiera la secularización— al trabajo. El empeño en la construcción de un mundo más justo, en la lucha contra la miseria, la opresión, la discriminación, la consecución de la libertad… va unido a la persona preocupada por la gratuidad, la liturgia, el culto, la fiesta, el juego, el gozo, el humor…
¿De qué está llena nuestra propuesta pastoral con jóvenes? Necesitamos recuperar la llamada que hace Dios, que se autorrevela incluso «jugando al escondite». Leonardo Boff lo expresa con claridad en su obra Gracia y liberación del hombre (1987): «solamente si poseemos y cultivamos el sentido de lo gratuito tal como se nos da en la realidad diaria, podemos tener acceso a la experiencia de Dios». Por eso se habla de la experiencia de la gratuidad, no solamente de la gracia, sino de la creación, de lo imprevisible, de la creación artística, del éxito, de la fiesta y el juego, de la alegría y el dolor, del encuentro humano y del amor. Algo similar hemos dicho anteriormente acerca del juego. Sigue Boff: «el hombre vive permanentemente dentro del medio divino de la gracia. Por eso en todo lo que hacemos o pensamos podemos experimentar a Dios» (páginas 125-144). ¿Cómo podemos ayudarnos a que esto tenga sentido en nuestro trabajo pastoral?
¿De qué está llena nuestra propuesta pastoral con jóvenes?
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