JUBILEO, PUERTA DEL CIELO – José M.ª Martínez Manero

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José M.ª Martínez Manero

mtzmanero@hotmail.com

Sin más protocolos ni esperas, desde el primer párrafo, la bula que convoca al Jubileo deja claro el objetivo: Que el año 2025 «pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús». Es decir, que no vivamos como una ratonera el tiempo que se nos ha dado; que, escuchando el consejo del buen Sam, nuestro quehacer sea convertirlo en lucha «para que el bien reine en el mundo, señor Frodo. Se puede luchar por eso». Que no nos resignemos a ser pasto del tiempo (Goya, Saturno devorando a su hijo), que recibamos el viático como el José de la escuela buena (Goya, La última comunión de San José de Calasanz), ese pan vivo que nos mantiene en el camino de la lucha sin par contra el mal cuando nos vemos ya, agotados, sin fuerzas, derrotados. Ese Pan vivo, Señor del tiempo y de la historia, transformará nuestro cronos en kairós, en todo un acontecimiento, cuando no quedemos reducidos a ser juguetes del baile de los astros y volvamos a leer el tiempo en el pentagrama de la eternidad, acorde con su origen. 

A renglón seguido, separado solo por una coma, la bula califica a Jesucristo como «puerta de salvación». Todos sabemos la querencia de Jesús a hablar con parábolas e imágenes. Una de las muchas imágenes con la que se auto-describe es «Yo soy la puerta». La puerta es un símbolo en la cultura universal. Significa tránsito, posibilidad de paso, pues puede permitirlo o impedirlo. Siendo imagen estática, goza sin embargo de un extraordinario dinamismo. Ejerce un gran poder de seducción; queremos ver qué esconde tras ella. La puerta es acogida; cerrada, es condenación, como bien saben las vírgenes necias de la parábola. Las ciudades suelen tener cuatro puertas abiertas/cerradas a los cuatro puntos cardinales. Abiertas a la riqueza de la universalidad y cerradas para proteger la unidad y seguridad de la ciudad. La puerta es lugar donde se tratan los asuntos públicos y se administra justicia. La Jerusalén celestial tiene doce puertas, tres por punto cardinal; siempre abiertas, pues el mal ya no puede entrar en ella. Es lugar de paz plena porque rebosa justicia e intercambio perfecto entre Dios y los hombres.

Jesús se autodefine como puerta en el capítulo 10 del evangelio de san Juan. El versículo 9 dice: «Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos». Poco después: «Yo soy el Buen Pastor». Porque Él da la vida por sus ovejas («Yo soy la Vida»), se convierte en viático, pan para el camino («Yo soy el Pan de vida»/ «el Camino»). «Yo soy la Luz» para el valle de tinieblas; nada que temer, él va conmigo, canta el conocido salmo. «Yo soy la Verdad», que como da a luz la libertad, la verdad duele; y queremos obviarla. Algo sabe de esto Pedro el apóstol. Queremos subir a la Jerusalén celestial a nuestro modo, pero nuestros caminos no son el Camino. 

Está escrito: «Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición… ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!». Y nos avisan acerca de pastores mercenarios, ladrones que creen que el cielo se consigue por asalto, lobos rapaces con piel de oveja… que no entran por la Puerta. Él no ocultará el rostro ni a golpes ni a salivazos, mas como ya viera Isaías el profeta poeta, en ese eccehomo se irá revelando una imagen verdaderamente regia: “¿Eres rey?”. “Soy Rey”. Para eso ha venido al mundo, para dar testimonio de la verdad». «Yo soy la Verdad». Como los de Emaús, estamos ciegos, cortos de entendederas para estas cosas. Los profetas a coro habían repetido que este es el camino para que el Mesías entrara en su gloria; y el discípulo no es más que el Maestro.

Como poema esculpido en piedra lo muestra esa maravilla de pórtico de la Gloria del Maestro Mateo, en la puerta occidental de la catedral de Santiago de Compostela. La cripta del pórtico es el mundo terrenal; sin la luz de los astros en las claves de bóveda, pura oscuridad. Al pórtico, por el contrario, «no le alumbra luz de lámpara ni de sol porque el Señor es su luz eterna». Cristo en Majestad, verdaderamente majestuoso (la redundancia es obligada) en la acogida al peregrino «cansado del duro bregar» (Unamuno), preside el tímpano. Lo llena. Muestra las heridas que nos han sanado. Por sus frutos lo conoceréis; las bestias y todo lo que oprime a los hombres queda sometido como escabel de sus pies, Rey de reyes, pantocrátor humilde servidor nuestro. Los evangelistas e instrumentos de la Pasión lo escoltan, diciéndonos que no hay otra vía de acceso a Él. Los músicos afinan sus instrumentos y rostros para la gran fiesta del banquete. Los peregrinos que recorren los caminos de esperanza no quedan defraudados. Es el Apocalipsis esculpido en piedra. Explosión de belleza que deja mudas las palabras que lo inspiraron, llenándolas de verdad por otra vía (vía pulchritudinis).

Como explosión en cadena —belleza llama a belleza— la arrobada sensibilidad poética femenina de Rosalía de Castro se pregunta: 

¿Estarán vivos?, ¿serán de pedra

aqués sembrantes tan verdadeiros

aquelas túnicas maravillosas

aqueles ollos de vida cheos?

Pide al artista, que los hizo con ayuda de Dios, arrodillado humildemente, que le hable de ello: 

Santo dos Croques, callas… y yo rezo.

He aquí una mujer que no se queda mirando al dedo que apunta a la luna. Sabe dialogar con el arte en su rezo, articulando erudición y cultura. El pórtico es aperitivo. Invita a entrar en la sala del banquete a gozar del festín que ha preparado el anfitrión que nos recibe. El pórtico es un rayo que irradia en círculo universal desde el eje, el altar del Cordero. Nuevo Betel, «este lugar es la casa de Dios y la puerta del cielo». Está escrito: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».