Hace unas semanas escuchaba las contestaciones que un sacerdote daba a las alumnas y alumnos de la ESO en una reunión en un colegio católico, cuando una alumna le preguntaba qué pensaba él y la Iglesia sobre la ordenación de las mujeres en la Iglesia católica y su papel en la institución eclesial. Las argumentaciones a una pregunta aparentemente tan sencilla fueron inadecuadas, nada pedagógicas, elevadísimas, paradójicas y, por qué no decirlo, inapropiadas y algo insultantes. Fueron verdaderas circunvalaciones doctrinales para no contestar a las preguntas de la alumna y para decir algo que resulta cuando menos, sorprendente.
Es evidente que este tipo de preguntas son complejas, ponen al interrogado en una situación difícil, más si este pertenece a la institución y detenta algún cargo (y encargo) en la misma. Pero el caso es que nos cuesta mucho responder con argumentos comprensibles, creíbles y que ayuden a la reflexión. Desde luego algunas de las respuestas de esa mañana que los y las jóvenes realizaron no eran para despacharles, que a fin de cuentas es lo que pasó, con un «esto es lo que hay» y «no se va a cambiar nada porque la Iglesia no obedece a modas ni debe opinar lo que los influencers de turno dicen que hay que decir». Cómo nos gusta culpar a alguien de algo para no afrontar la realidad tal y como es. Cómo nos cuesta escuchar al Espíritu…
Triste modo de afrontar un tema que está ahí, que es evidente que necesita un discernimiento y que los mismos que hoy dicen «no», mañana cuando el papa o un documento suyo diga «sí» lo defenderán a ultranza, como si ellos en el fondo siempre hubieran pensado en que no solo es lícito que las mujeres ejerzan puestos de responsabilidad en la Iglesia, sino que citarán al Espíritu para subrayar que es él quien indica cuándo y cómo hay que hacer todas las cosas… de nuevo, elevamos los temas a un lugar al que el pueblo no puede llegar y así se pretende que se asuma todo y punto. Qué olvido de la misión, qué poca visión y qué falta de caridad.
Y la cuestión es: ¿Qué lugar debe ocupar la mujer en la Iglesia del siglo XXI? ¿Qué lugar tienen y deben tener las jóvenes en nuestras comunidades cristianas? ¿Qué reflexión, discernimiento, opciones y acciones debemos escrutar para dar una respuesta que no sea fruto de la presión, sino que esté alineada con lo que el Evangelio afirma y con la vida misma de la Iglesia y de los que la componemos?
¿Qué lugar debe ocupar la mujer en la Iglesia del siglo XXI? ¿Qué lugar tienen y deben tener las jóvenes en nuestras comunidades cristianas?
La jerarquía eclesial, toda ella masculina, defensora de la igualdad, de los derechos, de las mismas oportunidades para todos… promotora de comunidades vivas, inclusivas, justas… siempre alentando la diversidad y la complementariedad de los carismas en un solo Espíritu, ¿qué necesita para dejar de ser ambivalente en este tema? ¿De verdad hay razones teológicas, antropológicas, espirituales… que sostengan hoy ese discurso que defiende la igualdad de la mujer solamente en el seno de la sociedad, pero no de puertas adentro?
Los creyentes, no solo el clero jerárquico, debemos participar de ese discernimiento que salga al paso de una realidad: la mujer y su participación en la vida de la Iglesia está todavía muy lejos de ser plenamente efectiva. Muy, muy lejos. Es una cuestión abierta. Y no debemos avanzar como si no lo estuviera. Ni tampoco abordar estos temas como cuestiones democráticas o temas ideológicos que pone sobre la mesa el feminismo actual. Como afirma el papa Francisco, «el papel de la mujer en la Iglesia no es fruto del feminismo, es un derecho de bautizada con los carismas y los dones que el Espíritu le ha dado».
El Concilio Vaticano II afirmó hace ya más de cincuenta años que «es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, de consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque “no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”» (cfr. Lumen Gentium, 32). Es decir, que quien recibe el Bautismo, sea hombre o mujer, se convierte en parte de la Iglesia, en un miembro con derechos y deberes, que participa de la única vocación a la santidad, así como de la misma misión eclesial. Bautismo, vocación y misión son los tres principios fundamentales alrededor de los cuales se condensan las razones de carácter teológico que debemos esgrimir a la hora de afrontar el lugar de la mujer en la Iglesia católica hoy.
A nuestra juventud, especialmente a las mujeres, hay que seguir recordándoles que, para ellas, al igual que para cualquier otro miembro de la Iglesia, el derecho inalienable a participar plenamente en la vida de la Iglesia deriva del Bautismo.
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Cualquier solución en torno al papel de la mujer en la Iglesia de hoy, que a ojos de cualquiera y, sobre todo de las jóvenes, es de total desigualdad y discriminación, no se ha de buscar fuera, en teorías e ideologías ajenas a la fe, de naturaleza jurídica, sociológica o antropológica, sino que debe encontrarse en el interior. Se trata de volver a descubrir lo que ya es parte del patrimonio de la fe, y de discernir cómo leer ese patrimonio en relación con la Iglesia del tiempo de hoy. El mismo Concilio Vaticano II señala: «También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios» (cfr. Lumen Gentium, 7). Se trata de una «admirable variedad» (cfr. Lumen Gentium, 32), que pertenece a la vitalidad de la Iglesia: cualquier propuesta que la negara estaría en contradicción con la naturaleza misma de la Iglesia.
En la Evangelii Gaudium (n. 103-104), el papa Francisco, siendo consciente de que no hay respuestas fáciles, menciona explícitamente la necesidad de «ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia», haciendo hincapié en el «gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia».
Las jóvenes generaciones de cristianos y dentro de ellas, las jóvenes, merecen poder vivir su Bautismo, descubrir su vocación y desempeñar su misión desde lo más nuclear del Evangelio, un Evangelio, como afirma Dolores Aleixandre, «que habla de una comunidad circular en la que alguien tiene la presidencia, pero en la que todos somos hermanos y hermanas»”, la cual concluye preguntándose «por qué tenemos tanto miedo al sueño circular y fraterno de Jesús».
Ojalá seamos capaces, antes que después, por opción y no por pura necesidad, de discernir y hacer posible una Iglesia, Pueblo de Dios, en la que todos, hombres y mujeres, tengamos el mismo lugar, el de los «hijos de Dios».
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