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JÓVENES EN COMUNIDAD UNA REFLEXIÓN SOBRE LAS REFERENCIAS COMUNITARIAS PARA EL ACOMPAÑAMIENTO
angelfernandezlazaro@gmail.com
A estas alturas, casi todos nuestros lectores habrán tenido ocasión de ver Amén. Francisco responde, el documental disponible en la plataforma de streaming Disney+ en el que el papa Francisco tiene la ocasión de charlar con un grupo de jóvenes de lo más diverso, escuchando sus inquietudes y respondiendo a algunas de ellas. Francisco cierra el encuentro con una frase que resume bien la que debe ser la posición del cristiano en este mundo plural, diverso y cambiante: «Este es el camino de la Iglesia: todos hermanos, todos unidos en fraternidad, vamos andando adelante… Y la fraternidad no la tenemos que negociar nunca. Las ideas podemos negociarlas, pero la fraternidad no».
Seguir a Jesús implica vivir la fraternidad de los hijos e hijas de Dios. Asumir su misión significa ser testimonio de esta fraternidad ante el mundo. La Iglesia debe ser signo de esa fraternidad para los hombres y mujeres de hoy. Y esto deben ser, por tanto, nuestras comunidades.
Seguir a Jesús implica vivir la fraternidad de los hijos e hijas de Dios
Tomar esto en serio en la sociedad actual lleva a afrontar retos importantes y pone de relevancia algunas cuestiones que deben estar presentes en la reflexión de toda comunidad cristiana. Algunas de estas claves son la vitalidad, creatividad y audacia de nuestras formas de vida comunitaria, su capacidad de profecía y transformación social, su significatividad y visibilidad o su disposición para la apertura, la escucha y la acogida.
En la medida en que toda comunidad debe cuidar la vida nueva que brota cerca de ella, estas cuestiones son tanto o más relevantes si cabe cuando reflexionamos sobre el acompañamiento de jóvenes en nuestros procesos pastorales. ¿Qué experiencia comunitaria les estamos ofreciendo? ¿Qué ven cuando miran a las comunidades adultas? ¿Se están encontrando con Dios y con los hermanos en sus grupos y comunidades? ¿Les estamos animando a tomar su vida en sus manos, con libertad y responsabilidad, y a orientarla según el Evangelio? ¿Estamos favoreciendo el contacto con otros jóvenes, con otras redes de Iglesia, con otros movimientos sociales? ¿Encuentran espacios de cuidado en los que ser quienes realmente son? ¿Caben en nuestros procesos las cosas que les interesan y preocupan? De hecho, ¿cuáles son las cosas que les interesan y preocupan?
¿Qué experiencia comunitaria les estamos ofreciendo a los jóvenes?
Estas preguntas surgen de la inquietud por seguir ofreciendo espacios en los que los jóvenes se sientan acompañados y puedan vivir una experiencia fraterna y transformadora. En una sociedad que hace del consumo la mayor fuente de sentido, que aísla a la persona y la reduce a mero individuo, que convierte la misma experiencia religiosa en otro producto de consumo más, individual y personalizado para cada uno, que tiende a exprimirnos al máximo en una vorágine de estímulos, prisas y ruido… la experiencia básica cristiana de la fraternidad y su enorme potencial humanizador no solo sigue teniendo sentido pleno para quienes la queremos vivir, sino que ofrece al mundo la esperanza de que se puede vivir de otra manera.
- Así está el patio: las inquietudes de nuestros jóvenes hoy
El estudio de 2021 de la Fundación Santa María sobre juventud en España recoge las inquietudes de los jóvenes entre 18 y 30 años y su posición en diferentes ámbitos como el de los valores, la espiritualidad y las creencias, la política, las cuestiones de orden social, la cultura y el ocio.
Entre las principales conclusiones del estudio, son destacables la preocupación de nuestros jóvenes por cuestiones como el medioambiente, la justicia social y la igualdad de género, así como por la salud, la familia y la educación. Llama la atención, aunque no es nuevo si lo comparamos con informes anteriores, la escasa confianza que depositan en todas las instituciones, especialmente los partidos políticos y la Iglesia. No obstante, sí confían en la familia, los amigos, las instituciones educativas y las organizaciones solidarias.
La mayoría de ellos expresa su inquietud por el futuro, cree que vivirá peor de lo que lo hacen sus padres y teme no poder desarrollar un proyecto personal de vida satisfactorio. Surge con fuerza, por tanto, el deseo de una vida feliz, realizada y con sentido, y la preocupación por no poder tenerla.
Pese a ello, o tal vez como consecuencia, hay una cierta tendencia a la indiferencia social, el hedonismo, el cuidado de uno mismo y la preocupación por el propio disfrute personal sin comprometerse con grandes causas. Como señalaba Juan Carlos de la Riva en un episodio del podcast Otra Mirada sobre jóvenes postpandemia, esta puede ser una reacción lógica frente a un mundo adulto que, demasiado a menudo, les ha dejado de lado: «si la sociedad, los políticos, el mundo adulto… no se preocupa por los jóvenes, el joven reacciona no preocupándose por la sociedad».
En una sociedad plural en la que las formas de religiosidad tradicional están en declive y pierden relevancia social, los jóvenes siguen mostrando inquietudes espirituales, si bien las maneras en las que estas se expresan y los cauces mediante los cuales las vivencian presentan algunos de los rasgos propios de la sociedad postmoderna, como la individualización de la creencia, el deseo de ser único y diferente, el consumo de experiencias espirituales, el énfasis en lo experiencial y la vinculación a lo emocional y emotivo.
En un primer análisis parece que, si queremos acompañar a nuestros jóvenes hoy en la fe, y si queremos hacerlo desde una vivencia comunitaria, el componente de lo emocional y experiencial va a tener que estar presente. No obstante, centrar nuestros procesos excesivamente en este enfoque tiene también sus riesgos, y va a ser necesario hacer importantes matices en esta cuestión, como veremos más adelante.
También parece que, si queremos llegar de manera significativa a ellos, vamos a tener que hacer espacio en nuestros procesos para que quepan aquellas inquietudes por las que sienten preocupación, pero que al mismo tiempo les ponen en movimiento.
Por último, si tenemos en cuenta este ensimismamiento de parte de la juventud actual, esta aparente indiferencia y superficialidad, y lo ponemos junto a la preocupación por no poder tener en el futuro una vida plena y realizada, surge como otro factor clave la capacidad de nuestros procesos comunitarios para movilizar a los jóvenes, para conectarlos con la realidad y proponerles un camino concreto de felicidad y realización personal, un horizonte de sentido que puede ser suficiente para llenar una vida.
Proponer un horizonte de sentido que puede ser suficiente para llenar una vida
- Antes de ir más lejos: la fe se vive en comunidad
Cuando inicia su vida pública, Jesús de Nazaret tiene un proyecto: el reino de Dios, un mundo de justicia y de paz donde todos nos reconozcamos hermanos y hermanas, hijos e hijas del mismo Padre. Jesús anuncia el Reino con sus palabras, y lo hace presente con sus acciones. Por un lado, es una realidad ya presente, porque muchos lo están viviendo: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,4-5). Por otro lado, se percibe también que el Reino es algo dinámico y en construcción, que no ha llegado a su plenitud.
Al servicio de este proyecto, Jesús crea una comunidad. Uno de sus primeros signos proféticos es precisamente la vocación de los primeros discípulos y, de entre todos ellos, la elección de los doce, que podemos encontrar en los tres evangelios sinópticos (Mt 10,5-42; Mc 1,16-20; Lc 6,12-16). Los doce son la representación simbólica del nuevo Israel, todos los hijos e hijas de Dios. En otras palabras, una comunidad de hombres y mujeres al servicio del Reino, que constituye precisamente el origen de la Iglesia.
Aquí surge una idea muy importante que a menudo nos pasa desapercibida porque nos centramos en «hacer cosas» y no tanto en el «ser». Aunque es cierto que, en un momento dado, los discípulos son enviados a proclamar la buena noticia, no debemos olvidar que estar junto a Jesús, vivir con él en comunidad, es una forma de vivir ya en la dinámica del Reino. Es después de estar junto a él y experimentar la vida fraterna que son enviados a ser testigos de lo que han vivido. Por lo tanto, la vida comunitaria, si es realmente fraterna, es signo del Reino.
La vida comunitaria, si es realmente fraterna, es signo del Reino
No es posible seguir a Jesús si no es en comunidad. No podemos ser cristianos solos, sino con otros. La comunidad nos sostiene, nos construye, nos acoge y nos envía. La comunidad es también profética, signo ante el mundo de que otra forma de vivir, más solidaria, más fraterna y más justa es posible.
En la comunidad también compartimos la fe y la reavivamos. La misma experiencia pascual que lleva a los discípulos a reconocer y decir en voz alta que «Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos» solo tiene lugar cuando están juntos (sin ir más lejos, recordemos la historia de Tomás, que no reconoce a Jesús resucitado hasta que no está con la comunidad, o la de los discípulos camino de Emaús). No podemos experimentar la presencia del Dios de la historia y de la vida entre nosotros si no es en comunidad.
Por eso, la pregunta no es si el acompañamiento de nuestros jóvenes debe incluir la experiencia comunitaria, sino más bien cómo deben ser nuestras comunidades, qué tipo de relación deben establecer con los jóvenes y qué tipo de experiencias tenemos que favorecer en nuestros procesos pastorales para que este acompañamiento sea realmente eficaz, es decir, para que favorezca la experiencia de la presencia del Dios de Jesús en la vida de nuestros jóvenes, les ayude a vivir con sentido, esperanza y alegría, les saque de sí mismos al encuentro de los demás y les lleve a comprometerse con un mundo mejor.
- Algunas intuiciones para acompañar a los jóvenes en comunidad
Puestas las bases, podemos desarrollar algunas intuiciones sobre cómo debe ser la vida comunitaria a la que convoquemos a nuestros jóvenes.
Jóvenes en movimiento, comunidades y procesos flexibles
Una idea se repite con insistencia en nuestros ambientes pastorales cuando dialogamos sobre comunidades cristianas jóvenes, y es la de que los esquemas que manejábamos hace un par de décadas ya no sirven. Puede ser complicado concretar qué queremos decir cuando nos referimos a esos «esquemas», pero sí hay algunos rasgos que describen aquella forma de hacer pastoral que resultarán familiares a muchos lectores y nos pueden ayudar a caracterizarlos: la pastoral juvenil de grupos cerrados y homogéneos, que comienzan y terminan un proceso juntos, que se agrupan por edad o por curso, que tienen reuniones periódicas y regulares, que acuden a la parroquia o al colegio para, en una sala o un aula, mantener una reunión preparada y liderada por sus acompañantes, animadores o catequistas, a los que escuchan con paciencia y atención hasta el final de la misma.
Los esquemas que manejábamos hace un par de décadas ya no sirven
La intención no es, ni mucho menos, caricaturizar este modo de hacer pastoral, y seguramente algunos de los elementos aquí descritos siguen siendo necesarios también en la actualidad. Pero sí creo que en la crítica de este modelo podemos encontrar caminos que recorrer hoy.
En primer lugar, me gusta poner en duda la convicción de que este modelo antes funcionaba y ahora no funciona. Y es que del mismo modo que hay cosas que siguen funcionando hoy, creo que hay otras que ni funcionan hoy, ni funcionaban del todo entonces. Mi propia experiencia como joven acompañado, así como la de muchas personas a las que conocí en aquellos procesos, así lo atestigua.
También quienes fuimos jóvenes acompañados en comunidades cristianas hace veinte años tuvimos, en determinados momentos de nuestro proceso personal, la necesidad de salir, de conocer otras cosas, de ver otras realidades eclesiales. También nosotros tuvimos la necesidad de romper con todo y marcharnos, y tal vez en un momento posterior, las ganas de volver al lugar del que salimos, o a algún otro lugar. Muchos descubrimos que nuestro camino era el camino cristiano con mayor claridad tras una experiencia de cercanía a los pobres y excluidos que tras un centenar de reuniones en las que nos hablaban del Evangelio. Y también entonces algunas personas dejaron la comunidad porque sintieron que aquel espacio no era el suyo.
Una primera intuición que se desprende de todo esto es que hoy los jóvenes tienen que tener referencias comunitarias que les permitan y faciliten estar en movimiento, y con «movimiento» nos podemos referir a varias cosas:
- El movimiento de quien está en búsqueda, de quien crece y explora y, en consecuencia, entra y sale. Algo que me parece muy importante es tener en cuenta la necesidad de que, cuando alguien sale de nuestros procesos porque el corazón le lleva a otro lugar, sepa que deja una puerta abierta por la que puede volver a entrar con total normalidad. Mantener los vínculos con la comunidad a través de aquello que seguimos compartiendo, mantener los lazos de amistad y la preocupación por el bien del otro, es fundamental para que el joven sepa que, si quiere, este siempre puede volver a ser su lugar.
- Con «movimiento» también nos podemos referir a la forma de hacer comunidad que no asume la estructura formal del proceso de manera fundamental e inamovible. Está muy bien tener proyectos pastorales sólidos y bien pensados, bien escritos en papel y secuenciados por etapas, pero sería bueno que esto no entorpeciera la vida que surge y se mueve y agrupa orgánicamente, a veces de maneras insospechadas. La verdad es que los mismos jóvenes se dan cuenta, a medida que crecen y se incorporan al mundo adulto, de que la vida no es homogénea ni nos reúne por edades, de que no siempre la persona que tienes al lado y te enriquece tiene por qué ser tu amigo con el que llevas toda la vida, de que uno se puede sentir muy cerca de alguien que piensa distinto a ti y de que cuando algo se acaba, algo nuevo puede nacer, de otra manera y al lado de otras personas.
- Por último, con «movimiento» también evocamos la capacidad de los jóvenes de tomar la iniciativa, de salir de nuestros salones parroquiales o aulas de clase, de comprometerse con la realidad en aquel ámbito que más les interpele desde su propia sensibilidad, y allí descubrir a Dios, sentirse «tocados» por Él con mayor fuerza, experimentarlo en su propia vida y, parafraseando a Job, conocerle porque «le han visto sus ojos» y no «de oídas».
Comunidades plurales, diversas, abiertas y flexibles
Los jóvenes vienen a nuestros grupos con sus propios intereses, con sus propias preguntas, con sus propias inquietudes… Y estos a veces no coinciden con los intereses que nosotros queremos presentarles, las preguntas que queremos que se hagan o las que nosotros queremos responder, ni las inquietudes que queremos que despierten en ellos.
A esto se suma un fenómeno que, desde mi propia experiencia, cada vez es más frecuente en nuestros espacios y que probablemente no hará sino crecer en los próximos años. Me refiero a aquellos jóvenes que, sin tener una iniciación cristiana, sí tienen inquietudes espirituales y existenciales, se hacen preguntas de sentido, están en una clara actitud de búsqueda en su vida y se acercan a nosotros porque algo les dice que nos pueden preguntar, que tal vez les podemos orientar.
Los jóvenes tienen que tener referencias comunitarias que les permitan y faciliten estar en movimiento
De entre todas las formas de increencia, tal vez la que predomina en nuestro mundo occidental es la indiferencia. Muchos de los jóvenes que tenemos en nuestros colegios no se han alejado de la fe en absoluto, por la sencilla razón de que nunca la conocieron. Han nacido en familias que no les han hablado de Dios, que no les han iniciado en el lenguaje religioso y que no han manejado nunca ningún tipo de referencia cultural cristiana.
Así las cosas, podemos simplificar el análisis en estas dos opciones: los jóvenes que han sido iniciados en el camino cristiano y manejan el lenguaje y las referencias fundamentales, entran en nuestros procesos pastorales. Los jóvenes que no han sido iniciados no manejan el lenguaje ni las referencias fundamentales cristianas y no tienen ningún tipo de vivencia previa al respecto, llegado el momento en el que se hacen preguntas y están en búsqueda se acercan a nosotros y… ¿qué podemos ofrecerles?
A los jóvenes que están en búsqueda y se acercan a nosotros… ¿qué podemos ofrecerles?
Esta llamada nos interpela con fuerza y necesita ser respondida con cierta urgencia. Es normal que cuando se afronta esta reflexión surjan miedos y prejuicios: a desnaturalizar la propuesta o rebajarla, a generar procesos paralelos que resten número y vida a los que ya tenemos, a la entrada de personas con otras vivencias, trayectorias y opiniones, a que cambie la naturaleza de los temas que ponemos encima de la mesa para nuestros jóvenes… Pero también es importante reconocer que esos temores pueden no estar justificados e intentar superarlos con audacia y creatividad.
Las comunidades en las que queremos que crezcan nuestros jóvenes hoy, por tanto, deben presentar, o al menos tender, hacia estos cuatro rasgos: pluralidad, diversidad, apertura y flexibilidad.
- Pluralidad, en el sentido de que puedan dar cabida a personas con diferentes inquietudes, con distintos procesos y experiencias previas, pero que por encima de todo sepan que ahí tienen un espacio de encuentro al que pertenecer.
- Diversidad, porque es posible pensar en distintos tipos de comunidad, pero también en diversos grados de identificación y compromiso con la misma. Esa diferente intensidad con la que se participa de la comunidad puede incluso variar en el tiempo, en función del momento vital de las personas que la forman.
- Apertura, para que puedan generar en su seno espacios de mezcla, de encuentro con otros jóvenes que tal vez compartan la propuesta en su totalidad, tal vez solo en parte, o tal vez no la compartan mayoritariamente, pero sí sientan que quieren estar con nosotros por el motivo que sea. La apertura también se refiere a la posibilidad de salir a espacios generados por otros y sentirnos juntos en camino.
- Flexibilidad, como ya mencionábamos en el epígrafe anterior cuando hablábamos de la necesidad de búsqueda, ruptura, contraste y posible vuelta al hogar. La flexibilidad sería también la cualidad que puede hacer que la comunidad no pierda su fuerza, su vitalidad ni su profetismo al intentar integrar todo lo anterior.
A poco que se piense en ello, es evidente que hay que manejar un difícil equilibrio en el que convivan la posibilidad de pertenencias o asistencias discontinuas y, al mismo tiempo, un núcleo de personas más comprometido que permita la continuidad y viabilidad de la comunidad. Surge la tensión entre procesos integrales y experiencias puntuales, y puede que resolverla no resulte sencillo.
En Caminos en el páramo. Reflexiones para afrontar el reto de la indiferencia religiosa, de la colección de cuadernos Effetá de la plataforma In&Out de Edelvives, Chema Pérez-Soba afirma que «estos espacios no pueden obligar a un compromiso sostenido en el tiempo. Los procesos son importantes, pero, en estos momentos, se complementan con espacios abiertos, donde la persona puede acudir cuando sienta la necesidad, espacios gratuitos que permitan a la persona encontrar un respiro».
Soy consciente de que puede dar vértigo asomarse a algunas de estas ideas, y que el fantasma de lo caótico, de lo difuso y poco definido puede asomarse en ellas para decirnos que nos quedemos donde estamos, haciendo lo que hacemos. Lo bueno de las cosas establecidas durante mucho tiempo es que nos dan seguridad, los límites están claros, sabemos quiénes somos y quiénes no, y así es sencillo interpretar la realidad. ¿Qué forma tendrían estas comunidades, entonces? ¿Qué estructura, organización, composición…? Si no aparece una respuesta clara que podamos entender y reflejar en un proyecto pastoral, tal vez nos sintamos inseguros y decidamos dejar las cosas como están… A los que sientan esta tentación, les propongo reflexionar sobre dos cuestiones.
La primera tiene que ver con la forma de nuestros procesos grupales, que demasiado a menudo es la de un embudo. Por la parte ancha entran cien niños y niñas a los diez años, mientras que por la parte estrecha, con suerte, rescatamos a ocho o diez de ellos cuando llegan a la universidad. Si cuando se incorporan realmente a la vida adulta nos quedan dos o tres, ya es un éxito. La pregunta sería la siguiente: ¿realmente creemos que esta táctica del embudo va a servir para mantener la vitalidad de nuestras comunidades a largo plazo?
Los jóvenes se plantean las cosas cada vez más tarde
La segunda cuestión parte de la constatación de que los jóvenes se plantean las cosas cada vez más tarde. Nuestra sociedad ya no promueve el acceso a la vivencia de la fe por la socialización, que generaba procesos que empiezan con la niñez. Si el acceso a la fe comienza con la búsqueda de sentido y esta no se produce hasta llegado un punto de madurez, entonces los procesos empiezan mucho más tarde. La pregunta sería la siguiente: ¿cómo vamos a abrir puntos de acceso a nuestros procesos pastorales para las personas que podrían incorporarse por esta vía?
- Jóvenes insertos en una amplia red de relaciones
Esto es fundamental por varios motivos. El primero, porque responde a la naturaleza de las relaciones que establecen los jóvenes hoy, en un mundo dinámico e hiperconectado en el que nos entendemos en relación constante con muchas otras personas, grupos y realidades. Podemos pensar en nosotros mismos y en nuestras comunidades como nodos de una red de enorme complejidad.
El segundo motivo es que entenderse en contacto y relación con otros forma parte de la comprensión cristiana del ser humano y abrir nuestras comunidades a esta forma de estar en el mundo, en conexión con otras, es en sí misma una manera de poner en práctica la eclesiología del Concilio Vaticano II.
El tercer motivo es más pragmático si se quiere: solo en conexión con otros tendremos la experiencia eclesial de sabernos parte de algo más grande que nosotros mismos; solo así superaremos la tentación de permanecer amodorrados en nuestro «grupito estufa», calentitos con nuestros amigos; solo bajo un paraguas más amplio que nos acoge junto a otras comunidades podremos seguir vinculados a algo si algún día nuestra pequeña y frágil realidad grupal desaparece.
Este saberse en relación admite también otras conexiones, dentro y fuera de la comunidad, dentro y fuera de la Iglesia. En coherencia con algunas de las ideas expresadas hasta ahora, es importante la conexión con otros movimientos sociales, que pueden ser o no de Iglesia, pero que agrupan a personas preocupadas por cuestiones que también pueden ser las que inquietan a nuestros jóvenes. Las grandes causas del mundo hoy (ecología, feminismo, migración, interculturalidad, justicia social, igualdad efectiva…), que los cristianos identificamos como «signos de los tiempos», son espacios privilegiados para que nuestros jóvenes coincidan con otros y para generar esos espacios de mezcla a los que aludíamos antes.
Por último, es obligatorio mencionar la relación de las comunidades de jóvenes con la comunidad adulta. De hecho, si pensamos bien las cosas, descubriremos que es la comunidad adulta la que debe acompañar a los jóvenes. Aunque después esta tarea se concrete en determinadas personas, es la comunidad adulta quien envía a estas personas. Ellas llevan a cabo una misión que es compartida por toda la comunidad.
Es la comunidad adulta la que debe acompañar a los jóvenes
El final de nuestros procesos comunitarios de pastoral juvenil no puede ser convertirse en monitor o animador, por mucho que esto sea fantástico, o abandonar el grupo a los veintitantos años una vez que se encuentra trabajo, pareja o casa, por muy bien que esté esto también. El final lógico de nuestros procesos debería ser la incorporación del joven a la comunidad adulta y el discernimiento de esta decisión de manera libre y responsable, pero también acompañada y contrastada.
- Jóvenes acompañados, sentados a la mesa de los adultos
El contacto con la comunidad adulta es irrenunciable, pero también entraña algunos riesgos, y uno de ellos es el de infantilizar a nuestros jóvenes.
He aquí una experiencia que muchos hemos tenido: cuando había una celebración familiar de cierta importancia y el número de personas hacía necesario emplear varios espacios, a los niños nos sentaban en una mesa aparte. En esa mesa nos divertíamos sobremanera porque los adultos estaban a sus cosas, pero también es cierto que todo se nos daba hecho: nos servían, nos retiraban los platos, y en cuanto terminábamos, nos íbamos a jugar sin preocuparnos de recoger nada. Poco a poco fuimos creciendo y llegó un momento en el que nos sentamos a la mesa con los mayores, mientras que la mesa de los niños era ocupada por otros más jóvenes que nosotros. Estar en la mesa de los mayores implicaba comportarse de otro modo, hablar de otras cosas, echar una mano en la organización, no salir corriendo al terminar de comer… pero disfrutar también de la ocasión, tanto o más que antes.
Pues bien, esto sucede también en nuestros procesos pastorales. Algunas veces cometemos el error de mantener a nuestros jóvenes sentados permanentemente a la mesa de los niños, sin darnos cuenta de que pueden y deben desarrollar una autonomía que, llegado el momento, debe cristalizar en una decisión, en un compromiso libre y responsable. No tiene sentido alargar los procesos indefinidamente, como tampoco tiene sentido favorecer, aunque sea con la mejor de las intenciones, ese sentimiento de que «seguimos siendo jóvenes» en contraposición al mundo adulto.
En esto tiene mucho que ver la manera en la que nos acompañamos mutuamente en las comunidades laicales. Mi propia experiencia al cabo de los años es la de alguien que ha sido acompañado al tiempo que acompaña. Quienes fueron mis educadores, animadores, acompañantes… son ahora mis hermanos y hermanas en la comunidad a la que pertenezco. Y lo mismo sucederá, y de hecho sucede, con aquellos jóvenes a los que yo he acompañado, animado o formado: son o serán parte de mi comunidad, y estaremos compartiendo y discerniendo el futuro juntos en pie de igualdad.
Pocas cosas pueden animar más a los jóvenes a descubrir que la comunidad merece la pena que sentirse capaces, protagonistas en primera persona, de lo que la gran comunidad pueda llegar a ser. Del mismo modo, pocas cosas animan a la comunidad adulta como el hecho de que los jóvenes que han sido acompañados por ella entren como una ráfaga de aire fresco, trayendo nuevas ideas y nuevos bríos, colándose por puertas y ventanas para sacudirnos y evitar que nos acomodemos demasiado en los planteamientos de siempre.
- Jóvenes vinculados a experiencias de profundidad
Lo decíamos al inicio del artículo: si queremos acompañar a nuestros jóvenes con referencias comunitarias, el componente de lo emocional y experiencial va a tener que estar presente. La experiencia intensamente vivenciada genera lazos más fuertes. Pero también decíamos que fiarlo todo a esta dimensión tiene sus riesgos, así que ahora vienen los matices.
El primero tiene que ver con la discontinuidad de la experiencia emocional. Después de cada experiencia hay que volver a aterrizar en la vida cotidiana, esa en la que las dificultades aparecen, la rutina ahoga y la corriente arrastra. Sin un arraigo comunitario que posibilite también vivir la fe juntos en la vida de todos los días, las experiencias se olvidan, su huella se va borrando y terminan reducidas a anécdota, cuando no a un objeto más de consumo. Por eso subrayamos la importancia de los procesos y de la comunidad «de todos los días», que nos ayuda a digerir lo vivido y llevarlo a lo real.
Otro matiz nos lleva a señalar la importancia del acompañamiento, en el sentido más literal del término: estar con los jóvenes, vivir con ellos, caminar junto a ellos. Esto cobra mayor importancia si tenemos en cuenta que muchas de las experiencias religiosas que ahora están de moda entre nuestros jóvenes implican una cierta deconstrucción de la persona y se viven en muchas ocasiones en clave de redención.
Esto es serio y supone una responsabilidad muy grande. Hay que tener muy claro el material con el que estamos trabajando, que es la propia vida de los jóvenes, que es suelo sagrado. No deberíamos pisar ese terreno sin quitarnos antes las sandalias. No debemos desmontar aquello que no sepamos, y no debemos generar crisis si luego no estamos dispuestos a estar ahí para ayudarles a salir de ellas. Y debemos tener claro en todo momento qué es materia de acompañamiento en la vida de un joven, y qué debe ser tratado de otro modo, por ejemplo, con una terapia en manos de un profesional.
El último matiz apunta a la necesidad de complementar esa experiencia con una mínima formación. La experiencia ilumina mejor la vida si después podemos dar razón de ella, si somos capaces de verbalizarla, ponerle nombre, transmitirla y resignificarla. Poner palabras a la fe no solo es necesario para ser testigos del Evangelio en el mundo de hoy, sino que nos ayuda enormemente a conectar eso que hemos vivido con Dios, la fuente de la que brota la vida.
Comunidades cristianas que se transforman realmente en espacios de gratuidad, de cuidado, de acogida en libertad
- Jóvenes en espacios en los que ser ellos mismos
La última intuición nos lleva a recuperar y dar mayor protagonismo a la dimensión del cuidado en nuestras comunidades. El cuidado no es algo nuevo que hayamos descubierto ahora, sino que forma parte de la tradición cristiana, aunque décadas de capitalismo productivo y activismo irreflexivo nos hayan llevado a dejarlo en segundo plano hasta casi olvidarlo.
No hace falta explicar cómo la pandemia expuso la fragilidad constitutiva del ser humano y las sociedades que forma, así como la importancia de algunas dedicaciones aparentemente invisibles, pero que de hecho sostienen todo lo visible. Tampoco hace falta recurrir a cifras y estudios para darse cuenta de que cada vez más personas sufren psicológicamente. Con las necesidades materiales cubiertas, la ansiedad, la depresión, la soledad, el estrés, la necesidad de reconocimiento, la presión por mostrarnos como creemos que se nos quiere ver, o de ser como se espera que seamos, generan vidas angustiadas y cada vez menos vivibles.
Esta es una llamada clarísima para nuestras comunidades cristianas, que tienen la oportunidad de ser realmente proféticas con su sola existencia si se transforman realmente en espacios de gratuidad, de cuidado, de acogida en libertad, donde los jóvenes puedan estar, donde puedan simplemente ser ellos mismos sin tener que cumplir ninguna expectativa, solo compartir y celebrar la vida.
Esta vivencia puede facilitar otra, quizá menos evidente hoy, pero más profunda y totalizante: descubrirse amados gratuitamente por Dios. De ahí surge una paz, una esperanza y una alegría de vivir que se contagia. Si la vida comunitaria permite al joven descubrir este Amor y le ayuda a discernir a dónde le mueve a situarse en su vida, ¿qué más podemos pedir? Esa comunidad está viviendo ya la dinámica del reino de Dios.
Descubrirse amados gratuitamente por Dios, ¿qué más podemos pedir?